¡Naufragio!

Imagen de Long Clic Silver

1990 fue el año en el que Playmobil sentó las bases de sus piratas de segunda generación. Y, cómo no, se inauguraron los naufragios.

A los niños —y a muchos adultos, qué demonios— les fascinan las catástrofes como punto de partida para vivir aventuras. Sin plantearse las consecuencias paralelas o reales que puedan tener, estas situaciones algo extremas tienen un punto lúdico y sugerente insoslayable: permiten imaginar cómo sobrevivir, ingeniar refugios, buscar fuentes de alimento, etc. Los naufragios, dentro de una línea de piratas, tienen por supuesto mucho potencial, aunque no se especifique si se viven a causa de una galerna o por culpa de los cañonazos del enemigo. O quizás de un capitán pirata enloquecido que abriera una vía de agua en la sentina.

La caja Playmobil 3793 nos traía el pack básico que serviría de referencia. Un pirata barbudo con la ropa algo raída, una cesta en la que llevar algunas provisiones, un fanal —quien sabe si todavía con un poco de aceite— y un cubo con el que recoger agua de lluvia. Hasta un pañuelo para decir aquello de ¡Adiós, mundo cruel! —o llamar la atención de algún navío cercano. El pobre no tiene siquiera algunas herramientas con las que abrirse camino en caso de caer en una isla desierta, ni armas si la susodicha no está tan desierta y sí habitada por caníbales. Al menos, sí que tendrá buena compañía de la mano de un fiel perro y un loro parlanchín. El sistema de la vela y el remo están muy conseguidos y reflejan bien tanto el lado precario como la funcionalidad.

El modelo, de hecho, está tan conseguido que sería replicado idéntico dos años después en la caja Playmobil 3736. Bueno, idéntico no, porque se había incluido un nuevo factor de riesgo: un avieso tiburón, precursor de la rica fauna marina que iría poblando el catálogo de la compañía. Un detalle que aumenta, sin duda, la jugabilidad.

La idea, desde luego, era buena, aunque se hubiera agradecido algo más de contacto con el mundo de los caballeros de fortuna. Después de todo, no era raro que los piratas reales se vieran sujetos —literalmente— a un cacho de madera para garantizar su supervivencia, y no ya por los tiburones, sino porque no era frecuente saber nadar.

En cualquier caso, para nuestro aventurero las cosas no fueron tan mal como podía suponerse, y seguramente consiguió pescar algo con lo que alimentarse y pillar vientos favorables porque lo vimos tiempo después en compañía de otros caballeros de fortuna en un refugio corsario y, aunque sea duro decirlo, también a las órdenes de cierto capitán pirata de pata de palo del que hablaremos en otras entradas del blog. Eso sí, del perro no se volvió a saber nada, pero no pensaremos mal e imaginaremos que corretea por las arenas de alguna playa remota del Caribe.


 

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