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KonradCurze
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Ya tardábamos en crear este post.

Pues nada, un post donde colgar cualquier relato escrito por los pobladores. Pueden ser relatos cortos, cuentos, diálogos, guiones, hasta poemas. La única condición: estar ambientados en el tenebroso 41º milenio.

Ale, se abre la veda.

La lucha es como un círculo, se puede empezar en cualquier punto, pero nunca termina.

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La liberación de Bonaventure

El vigésimo segundo año de la cruzada de los mundos de Sabbat fue un tiempo de brillantes victorias imperiales. El rápido avance por el racimo Carcaradon le había supuesto a Macaroth grandes laureles, y el fin de la cruzada y la derrota total de Urlock Gaur se presentaba próximo. 

No obstante, el rápido avance del señor de la guerra había dejado tras de sí un reguero de planetas aun en poder del archienemigo. Aquellas bolsas debían de ser eliminadas para completar la liberación de los mundos de Sabbat, y eliminar una más que posible amenaza para las líneas de abastecimientos de la vanguardia imperial. 

Uno de aquellos mundos destinados a ser liberados fue Helice, un pequeño mundo agrícola de escasa importancia, sino fuera por su cercanía a una de las principales vías de comunicación entre la vanguardia y sus bases en Urdesh y el grupo Khan. 

La tarea en un principio pareció fácil, y fue encargada al renombrado coronel general Steiner. Éste conquistó sin muchos problemas gran parte del planeta, hasta llegar a las puertas de la capital, Bonaventure. Allí, Steiner fracasó completamente. Lo que había de ser una victoria rápida se convirtió en un asedio interminable. 

Tras un mes de continuos fracasos, Macaroth destituyó a Steiner, el cual se suicidó tras su fracaso. Nombró a un joven general de división desconocido por aquel entonces como comandante en jefe de las fuerzas imperiales de Helice. Para reforzar su autoridad, no dudó en ascenderlo al rango de su antiguo superior. 

El recién nombrado coronel general tenía ante sí la titánica tarea de conquistar una ciudad de siete millones de habitantes tras un mes de lamentable estancamiento…

 

Día 0. 8:30h. 
El nuevo día había llegado, y a pesar del gran cambio que había sacudido todo el Estado Mayor el día anterior, entonces no parecía que hubiera cambiado lo más mínimo. Los tácticos imperiales, enfundados en sus negros uniformes de cuello alto, no cesaban de consultar el mapa táctico, los informes y las placas de datos. Algunos oficiales de estado mayor, ataviados con elegantes y engalanados uniformes, se paseaban de un lado a otro comprobando la correcta disposición de las fuerzas en el mapa de acuerdo con los últimos informes recibidos. Varios ayudantes de campo llevaban tazas de humeante café a sus oficiales. Todo parecía funcionar como un reloj, viva imagen de la eficiencia burocrática que era la cúpula dirigente de la Guardia Imperial. 

Todo aquello no era más que una apariencia. En realidad, podía decirse que ninguno de ellos hacía nada. Las lujosas habitaciones del Palacio de Invierno de Bonaventure, sede del Estado Mayor, eran demasiado confortables como para no disfrutarlas. Ninguno de aquellos hombres de elevado rango y almidonado uniforme deseaba trabajar más de lo necesario. Steiner había sabía aquello, y por eso también se había dejado llevar por aquella vida fácil y placentera. Faltaba ver si el nuevo era de ese parecer. Y si no, los sutiles mecanismos cortesanos que envolvían el Estado Mayor le harían cambiar de parecer. 

Las elegantes puertas de roble de la sala se abrieron. Los dos guardias de honor, ataviados con un uniforme azul de brillantes charreteras y botones blancos, se pusieron firmes con sus rifles infernales al hombro. El resto de los presentes en la sala, dejaron a un lado sus tareas, se levantaron, y en posición de firmes saludaron al recién llegado. 

El individuo que entró por la puerta impresionaba a primera vista. No era muy alto, pero su cuerpo robusto irradiaba energía. Caminaba rápido, pero con aplomo. Lucía un simple uniforme verde, con las insignias de coronel general en el cuello y las hombreras. De su pecho tan sólo colgaban dos condecoraciones, pero todos contuvieron la respiración al verlas: la Cruz de Macharius de primera clase y la Medalla de Honor de Terra. 

Con dos rápidos pasos se acercó a la mesa con el mapa táctico holográfico. De un manotazo, arrojó una pila de papeles al suelo. Los informes quedaron desperdigados a su alrededor, sin que pareciera importarles lo más mínimo. 

-¿Alguien me sabe decir que es esto?- Preguntó señalando el mapa. No había gritado en absoluto, pero su violenta entrada y la fiereza de su mirada disuadieron a cualquiera de responder. 

-Ya que nadie responde, yo lo haré. Esto…- Dijo, enfatizando cada palabra.- Esto es un soberano fracaso. Una mancha en el historial de la cruzada. ¿Cómo es posible que nos quedemos estancados frente a una ciudad, tras veinte años de conquistas? ¿Cómo puede una capital de un planeta provinciano plantearnos tantos problemas tras vencer en Balhaut, Urdesh y Morlond? 

Los miembros del Estado Mayor se removieron, inquietos. Algunos respondieron tímidamente, en voz baja y apenas audible. 

-Señor, las tropas son muy bisoñas… 

-Los soldados están agotados y desmoralizados… 

-El clima invernal no favorece nuestro modo de lucha… 

-¡Basta!- Gritó.- La razón es muy sencilla: la inoperancia del Estado Mayor. He revisado todos los informes, las órdenes y contraórdenes del último mes. Es simple y llanamente basura. Son puras contradicciones y una sarta de estupideces. Pero esto se acabó. 

Se levantó y empezó a caminar lentamente, rodeando la mesa de mapas, pero mirando sus subordinados. 

-Quizás con Steiner la incompetencia no tenía castigo, pero esto se acabó. Soy el coronel general Andrey Lukas Schwarzenberg, y ahora mando yo. Pienso romper la inercia de esta operación mañana mismo. El único precio para el fracaso, la incompetencia o la vagancia será un puesto ante el pelotón de ejecución. ¿Entendido? 

Un rumor de asentimiento sonó entre los presentes. 

-Bien. Ahora a nuestra tarea. Acérquense. 

Los tácticos y oficiales rodearon la mesa de mapas. Schwarzenberg empezó a hablar. 

-La ciudad de Bonaventure cuenta con tres puntos clave: el espaciopuerto, la ciudadela y el distrito comercial. Controlando estos puntos, se adquiere el control de la ciudad. He aquí el plan para tomarla. 
Primero de todo, quiero un reconocimiento aéreo para identificar los principales centros neurálgicos de la resistencia enemiga. Estos puntos serán designados como objetivos primarios, y serán bombardeados con artillería pesada y bombarderos. 
Una vez hecho esto, dos divisiones blindadas y dos mecanizadas entrarán por las tres principales autovías de la ciudad, en cinco columnas: dos entrarán por el este, con el objetivo de tomar el espaciopuerto. Una avanzará hasta la ciudadela y asegurará su perímetro. Las dos restantes, avanzarán hacia el distrito comercial y lo tomarán. 
Tras los blindados y la infantería mecanizada, entrará la primera oleada de infantería. Su propósito será asegurar las posiciones tomadas por las fuerzas blindadas. Una vez consolidada nuestras cabezas de puente en el interior de la ciudad, entrará la segunda oleada de infantería. La misión de ésta será la de reducir las bolsas de resistencia enemiga que queden en la ciudad. 
Una vez asegurada la ciudad, procederemos a la toma de la ciudadela, plan del cual ya hablaremos en su momento. Por ahora, nuestra tarea ya es suficiente. ¿Alguna duda? 

Un táctico alzó la mano. 

-Señor, ¿qué unidades entrarán en la primera oleada? 

Schwarzenberg se giró hacia un oficial de mediana edad, ataviado con un uniforme de gala rojo. 

-Coronel Dhumas, tengo entendido que usted lleva cuenta de las unidades empleadas en el combate. 

¿Qué unidades aconseja? 

El aludido carraspeó. Al principio parecía indeciso por responder, pero pronto cambió de parecer, dispuesto a impresionar a su nuevo superior. 

-La 4º y 12º Divisiones Blindadas Narmenianas, y la 7º y 82º Divisiones Mecanizadas, urdeshita y samotracia, respectivamente. 

-Me parece bien. ¿Qué fuerzas tiene el enemigo? 

-Las estimaciones varían mucho, señor.- Un táctico alto y de aspecto demacrado pasó a su comandante un fajo de informes.- La mayor parte de las fuerzas enemigas se componen de la milicia, una fuerza bastante heterogéneo formada por cultistas, miembros traidores de las FDP locales y voluntarios forzosos. Creemos que su fuerza ronda entre cincuenta mil y cien mil hombres. Lo más preocupante son unas diez brigadas del Pacto Sangriento, una fuerza de unos cuarenta y cinco mil hombres, perfectamente equipados y entrenados. 

-Bien. Para la primera oleada entrarán en acción cinco divisiones de infantería, en la segunda entrarán otras cinco. Las siete restantes quedarán en reserva. ¿De acuerdo? 

Los presentes asintieron. 

-Bien, mañana, a las 5:30, hora del amanecer local, empezará el bombardeo. Éste durará una hora, momento en que entrarán las divisiones blindadas de la punta de lanza. A partir de aquí, todo depende de nuestros hombres y de la gracia del Emperador.

 

Día 1. 5:25h.
La tenue luz del alba teñía de un suave rosado las nubes de color gris plomizo que se extendían sobre Bonaventure. La noche había traído heladas, y las largas ramas de los altos pinos, casi despojadas de hojas, se combaban hacia el suelo por el peso de la nieve y la escarcha. Los débiles rayos de sol hacían brillar las gotas de rocío de las agujas de los pinos.

Desde lo alto de la colina, se veía el amanecer helado en todo su esplendor. Los bosques nevados que rodeaban Bonaventure se teñían de un dulce fulgor rosado, que poco a poco iba diluyéndose hasta el blanco virginal de la nieve a medida que el sol ascendía sobre el horizonte. El viento del este mecía las ramas de los árboles, y golpeaba a los hombres con un frío abrazo.

En la cima despejada de la colina, los cañones autopropulsados Basilisk del 17º Regimiento Blindado de Ketzok habían tomado posiciones el día anterior. Ahora, los cascos oliváceos de sus vehículos estaban cubiertos de una fina y quebradiza escarcha. Las tripulaciones retiraban las telas de protección contra el frío de los cañones. Las telas, endurecidas por el hielo y el frío, parecían paneles de cartón y costaban de mover. No obstante, habían cumplido su función: los cañones lucían brillantes y engrasados, sin que el frío los hubiera dañado lo más mínimo.

La dotación del cañón 115, como el resto de sus compañeros, retiraron la capa aislante. A pesar de los gruesos abrigos y los gorros de lana, el frío matinal calaba hasta los huesos. Uno de ellos no dudo en encender un pequeño calefactor de plasma que sacó del habitáculo, y empezó a preparar cafeína. Mientras hervía el agua, entró de nuevo en el habitáculo. Salió otra vez con una botella en sus manos enguantadas.

-¡Muchachos, la cafeína está lista! ¡Traed las tazas!

Uno a uno, los otros cuatro servidores del cañón pasaron con sus cuencos abollados de aluminio. El soldado tenía en una mano la cafetera, y en la otra la botella que había sacado del habitáculo. Vertía el contenido de ambos recipientes en los cuencos de sus compañeros. Finalmente, se sirvió en el suyo.

El oficial al mando de la dotación, un joven con la graduación de alférez, sonrió al improvisado camarero.

-Bien, Ortega, veo que te guardabas una sorpresa.

-Señor, amasec de veinte años. Creo que el momento merece la pena.

-Si el comisario te lo encuentra, vas listo.

-Si el comisario me lo encuentra, le invitaré a una copa. No creo que ni siquiera a él le guste congelarse el culo esta jodida mañana.

De un trago, los cinco vaciaron sus cuencos. A su alrededor, el resto de dotaciones intercambiaban bromas y tomaban cafeína, del mismo modo que ellos. Parecía reinar un buen humor.

Mientras los soldados seguían con sus charlas matinales, llegaron varios tractores de transporte Trojan. Soldados con las insignias de la intendencia del regimiento saltaron de los vehículos y empezaron a distribuir la carga de proyectiles entre los cañones. Los soldados del 115, como el resto de sus camaradas, descargaron su parte y la situaron al lado de su cañón. Pronto, una montaña de obuses de latón se alzaba al lado de cada Basilisk. Tras repartir su carga, los Trojan se retiraron.

Las dotaciones se situaron en sus puestos. Cargaron los cañones y esperaron.

Dos cazabombarderos Thunderbolt cruzaron el cielo rugiendo, marcando con sus turbinas rectas estelas de vapor en el cielo. A toda velocidad sobrevolaron la ciudad, arrojando las granadas de señales. Pronto, unas tres docenas de columnas de humo rojo se alzaron en varios puntos de la ciudad, marcando los puntos que el Estado Mayor había designado como objetivos para el bombardeo.

Las dotaciones se pusieron las orejeras, y encendieron el sistema de comunicación interno de cada vehículo. Pronto, empezaron a disparar. Aunque sus oídos no notaban el ruido, amortiguado por las orejeras, el retumbar de los cañones hacía vibrar todo su cuerpo. La nievo de los árboles caía a grandes copos, e incluso alunas de las ramas más pesadas, incapaces de soportar su peso, caían debido al retumbar de las armas imperiales.

El alférez se dirigió a sus hombres. 

-Nuestro objetivo es el punto marcado en el cuadrante 57.-Con los magnoculares observó una columna roja en la zona este de la ciudad.- Inclinación de treinta y cinco grados.

A su orden, dos soldados ajustaron el cañón a la inclinación prevista.

-¡Fuego!

Observó el impacto. Cerca, pero no en el blanco.

-Variación: dos grados ascenso.

El cañón fue situado en los treinta y siete grados. Lo cargaron, y abrieron fuego. El alférez sonrió al ver como impactaba en su objetivo. 

-Fijado. Fuego continuado.

Empezaron a disparar sobre su objetivo. El alférez dirigía el fuego, mientras el artillero y el cargador disparaban y cargaban el cañón. Los otros dos soldados cargaban los pesados obuses y los llevaban a la plataforma de tiro. La montaña de obuses de latón del lado del tanque empezó a disminuir, mientras otra compuesto de carcasas vacías empezó a crecer tras el vehículo. Las carcasas, al salir, humeaban al rojo vivo. La nieve del suelo se fundía bajo ellas, creando un espeso barro.

El bombardeo prosiguió otra hora. Los soldados, a pesar del frío, se despojaron de sus abrigos, algunos quedándose en camiseta, con los hombros y brazos perlados de sudor por el esfuerzo de cargar los pesados proyectiles.

-¡Alto!- Gritó el alférez.

El retumbar paró. Los soldados se quitaron sus orejeras. Aún sonó algún tiro esporádico, pero pronto la batería quedó muda. Ortega se puso el abrigo sobre su camiseta sudada, y sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo. Con calma, se puso uno en la boca y lo encendió. Exhaló una nube de humo, mientras posaba sus ojos en el cielo. Acto seguido, miró a sus compañeros.

-¿Alguien quiere?

Se sentaron a fumar y charlar. El resto del regimiento pronto volvió a su rutina, pasando el rato mientras llegaba alguna nueva orden.

Mientras tanto, a cuatro kilómetros de allí, la vanguardia de las fuerzas blindadas imperiales entraba en la ciudad.

 

La lucha es como un círculo, se puede empezar en cualquier punto, pero nunca termina.

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 Día 1. 6:45h.
El cielo sobre ellos, cubierto por unas espesas nubes de un tenue gris y con el aspecto de algodón, parecía anunciar otra tormenta de aguanieve. No obstante, se habían acostumbrado ya a verlo así, y sabían que lo que en Samotracia era señal inequívoca de un temporal invernal, allí era el pan de cada día en los meses fríos.

Avanzando por la amplia avenida, la columna se movía como una gigantesca y pesada serpiente de metal entre acantilados de edificios. Se notaba que aquella antaño había sido una de las grandes vías de tránsito de la capital: lejos de los neutros apartamentos de hormigón de los arrabales, cada casa estaba construida con piedra y materiales nobles. Las casas lucían ventanas de altos y agudos picos, muros blancos y ornamentadas gárgolas en los extremos de los inclinados tejados de pizarra, características de la arquitectura de estilo gótico tardío que denotaba un alto estatus.

Ahora, todo aquello se había esfumado. Las blancas paredes estaban ennegrecidas por el hollín y acribilladas por la metralla; semejaban más la superficie de un asteroide que las fachadas de las viviendas de la clase alta. Las gárgolas seguían sonriendo, pero con sus facciones desgastadas por la lluvia ácida de siglos, y los combates de los últimos días. La mayoría de las casas lucían los efectos colaterales del poder de la artillería pesada: tejados hundidos, muros derruidos, fachadas reducidas a cascotes mostrando sus lujosas entrañas devoradas por los incendios. En los muros que aun no habían sufrido el ataque de las llamas o los obuses, podían verse pintados símbolos blasfemos o lemas de desafío a los guardias imperiales.

Apiñados sobre los transportes de tropas Chimera como la progenie de una araña sobre su madre, los soldados de la 82º División Mecanizada contemplaban el desolado paisaje. Los más veteranos miraban recelosos el vacío silencioso de las casas y de las calles que cruzaban, esperando de un momento a otro ver surgir la estela de un cohete anticarro de las ventanas negras como cuencas oculares de una calavera. Los más jóvenes, reclutas todos ellos, paseaban su mirada vidriosa y cansada sobre todo cuanto les rodeaba con una mezcla a partes iguales de curiosidad, miedo y excitación. 

Las conversas fluían sobre los vehículos de color verde oliva sucio, pero no eran para nada naturales: simplemente, les servían para distraer el nudo que todos sentían en el estómago, la sensación de un combate inminente. La verdadera tempestad no caería del cielo, desde luego.

El cabo furriel Alexander Broz revisaba su maltrecho rifle láser. El metal de la culata estaba abollado, las cinchas de cuero de la correa estaban remedadas con cinta adhesiva negra y la pintura gris verduzca de mala calidad casi había desaparecido. No obstante, seguía funcionando perfectamente, seco, mojado o helado. Sacaba los cargadores, comprobaba su carga, y los unía mediante cinta adhesiva en paquetes de dos. Como le había dicho el viejo Josip, que el Emperador lo tuviera en su gloria: “Cuando estés en un combate cerrado, ponerte a buscar en el macuto será como si le hicieras un calvo al enemigo.”

El resto de la escuadra se dedicaba a tareas similares. Todos ellos estaban sentados con las piernas colgando hacia fuera, de tal modo que, en caso de ataque, un simple salto y ya estaban fuera del vehículo. Algún comentario en tono de reproche o consejo paternalista de los veteranos como Broz a los jóvenes reclutas eran las parcas palabras que cruzaban entre ellos. Todos permanecían atentos, alerta.

Mitrovic, el artillero auxiliar a cargo del bolter pesado de la escuadra, compartía cigarrillos con uno de los dos nuevos. Broz no pudo evitar sonreír al ver el contraste entre el enorme corpachón de Mitrovic, con su pecho de toro cruzado por las cintas de munición del bolter y sus inmensas manazas velludas, y el aspecto juvenil del recluta. El casco le iba un tanto grande, y el uniforme de estrías verdes y pardas que llevaba le quedaba antinatural.

La voz gangosa de Nikola rompió el sepulcral silencio.

-Bueno, parece ser que el Pacto sangriento se ha acojonado y nos va a brindar una cálida bienvenida, la cual agradeceré porque hace un frío de cojones.

Mitrovic no tardó en replicarle, como hacía siempre. Ambos individuos se odiaban de una forma sincera y visceral.

-Calla, idiota.

-Calla tú, gorila lobotomizado. Se me congelan hasta las muelas aquí, y el jodido paseo en tanque me está mareando.- Carraspeó y escupió. El escupitajo dio en el blindaje frontal del tanque que iba tras ellos.- Para hacer un paseo por el parque, mejor me dejan en los cuarteles. En Morlond, al menos, ganábamos medallitas de colores.

Nadie contestó a la ocurrencia del soldado. Estaban ya hartos de su humor soez y deslenguado. Broz pensó para sus adentros que agradecería que algun hereje le reventara la tapa de los sesos en un plazo de una semana. A la vista de lo que les esperaba, era más que posible. Sólo que dudaba de que él pudiera llegar a disfrutarlo.

Seguían avanzando en una lenta procesión. Las calles estaban cubiertas de cascotes, y podían ver como algunos blindados, equipados con bulldozers, se afanaban en allanar el camino al avance imperial. Los piquetes de soldados con el negro uniforme del Comisariado avanzaban a ambos lados de la columna, registrando los civiles que salían asustados con las manos en alto de sus hogares. Más de una vez, los soldados vieron con impotencia como eran ejecutados sumariamente por jóvenes cadetes de comisario con largos abrigos de cuero.

Pasaron frente a un vehículo blindado destruido. Aún lucía los colores de las FDP de Bonaventure. Alguien, jocosamente, había escrito con tiza: El temible enemigo que Steiner no pudo vencer. Las risas estallaban en todos los vehículos de la columna que pasaban frente al improvisado gag sobre su antiguo comandante.

Toda la escuadra rió. Nikola, escandaloso como siempre, a punto estuvo de caer del tanque del ataque de risa que le cogió.

-¡Steiner, valiente inútil! ¡Muy cierto, muy cierto!

El sargento Bruno Mladic le dirigió una severa reprimenda.

-Nikola, más cuidado. Como te oiga uno de los comisarios, ni yo ni el coronel te salvaremos del pelotón de ejecución.

Tras ese breve momento de risa, de nuevo se apoderó de ellos la misma mirada perdida, los mismos sombríos pensamientos, aquella certeza funesta que los veteranos de Morlond y Urdesh tan bien conocían. El trayecto prosiguió otra media hora, media hora de tedio mezclado con tensión. Las calles progresivamente tenían más restos de vehículos y cráteres, testigos del bombardeo matinal. Empezaron a ver los primeros cadáveres. Civiles y milicianos en harapientos uniformes, y de vez en cuando, algún cadáver con el rojo oscuro del Pacto Sangriento. Los soldados escupían sobre los cadáveres del odiado enemigo.

Llegaron a una gran plaza, confluencia de dos avenidas. El primer tanque que entró, explotó en una brillante rosa de fuego. Luego, otro más estalló, arrojando eslabones de orugas y piezas de carlinga al aire, que sonaban estrenduosamente al chocar contra el suelo. Los gritos empeazron a oírse, órdenes y contraórdenes. Por la radio, alguien indicaba las posiciones de artillería enemiga.

La columna se dispersó, rompió su formación. Los hombres se descolgaron de los vehículos y empezaron a extenderse por entre los cascotes. Las dotaciones de armas pesadas tomaron posiciones: dispusieron sus armas, las cargaron y buscaron objetivos en las anónimas paredes grises que les rodeaban. Pronto, de los edificios cercanos, empezó a caer una lluvia de fuego láser y proyectiles sobre la infantería samotracia. Los guardias imperiales respondieron, y pronto se les unió el apoyo de los cañones de los blindados. 

El sargento Bruno Mladic, Nikola y el joven recluta al que Mitrovic había dado sus cigarrillos cayeron en los primeros disparos. Como ellos, varias decenas más de hombres murieron. Los uniformes verde-parduscos de los samotracios se unieron a la gama cromática de los colores que lucían los cadáveres. Chillidos desgarradores de heridos y moribundos fueron audibles incluso entre el fragor del caótico combate.

En otros puntos de la ciudad, las otras columnas imperiales empezaron a toparse con la misma encarnizada oposición. De los edificios en ruinas, respondían los herejes con armas ligeras y anticarro. Los tanques disparaban a quemarropa contra edificios, sepultando bajo cascotes decenas de hombres. La infantería asaltaba las casas, se luchaba cuerpo a cuerpo con cuchillos, culatas y manos por cada habitación, cada pasillo, cada metro cuadrado.

Todo el mes anterior, había sido una mera farsa.En ese momento era cuando los verdaderos combates por Bonaventure acababan de empezar.

Sólo el Emperador sabía por cuánto más durarían.

 

Día 1. 18:00h. 
El anochecer llegaba a su fin, y la noche empezaba a caer sobre la ciudad. Algunos rayos dorados del sol poniente lograban cruzar la densa capa de nubes, arrojando largas sombras sobre los edificios envueltos en la penumbra. Los montones de cascotes y ruinas creaban un juego de luces en el que furtivas figuras oscuras se movían de un lado a otro, al amparo de la oscuridad. 

Por las calles desiertas, los patios vacíos y las casas destruidas, resonaban los disparos y los gritos. Esporádicamente, retumbaba el estallido de una carga de demolición o un obús, y se proyectaban fulgores anaranjados en las paredes. Los soldados ojerosos y cansados seguían combatiendo, pero las posiciones parecían haberse estancado ya, y los combates progresivamente se iban reduciendo en intensidad, quedando en algún intercambio de fuego aislado entre dos edificios cercanos. 

En el tercer piso de un bloque de lujosos apartamentos, el pelotón del teniente Koresh había tomado posiciones. Por las ventanas los soldados de guardia vigilaban la oscura calle, atentos a cualquier posible enemigo desplazándose oculto entre los escombros. Sus compañeros descansaban en las habitaciones, destrozados físicamente tras doce horas de continuos combates casa por casa. Por hoy, había suficiente. 

Los cincuenta miembros del pelotón se habían distribuido entre dos habitaciones adyacentes. No habían dudado en tomar todos los colchones posibles del edificio antes de que llegara el resto de la compañía. Algunos dormitaban tendidos sobre los sucios colchones, o jugaban a cartas, fumando cigarrillos apestosos. Otros se dedicaban a destrozar armarios bellamente tallados con espadas sierra y culatas de rifle para hacer fogatas con las que calentarse en la fría noche de Bonaventure. 

En un rincón, sentados sobre un sofá con los colchones acribillados por los disparos láser, el teniente Koresh y su ayudante revisaban en un mapa las posiciones conocidas de las fuerzas imperiales. Como podían ver, y a pesar de la tenaz resistencia desplegada por el enemigo, los objetivos se habían cumplido, dentro de los parámetros propios de aquél encarnizado combate. El espaciopuerto había caído, y el distrito comercial estaba en su mayor parte bajo poder imperial. Sólo la ciudadela seguía lejos de las fuerzas de la Guardia Imperial. 

Alguien picó en la puerta. Los soldados pronto se pusieron tensos, dejando sus quehaceres. Las conversas se interrumpieron, las cartas se desparramaron por el suelo. El guardia de la puerta se puso el rifle al hombre. 

-¿Quién va? 

-¡El Pacto Sangriento, no te jode! Intendencia. La cena está servida. 

Abrió la puerta. Entró un soldado ya mayor, con la barba de tres días y los ojos llorosos, ataviado con un pesado abrigo y un gorro de lana. A su espalda cargaba un pesado contenedor de aluminio. Se lo descolgó y lo depositó en el suelo. Abrió la tapa, y el olor a comida llenó la sala. Con la mano derecha tomó un cucharón, mezclando el contenido líquido, mientras tendía la mano izquierda al aire. 

-Acercadme las fiambreras. 

Algunos hombres se pusieron en fila, acercándole las fiambreras de abollado metal. El soldado de intendencia empezó a servirles. La cara de los hombres cambiaba en cuanto veían el contenido del plato: una sopa casi transparente con algún triste pedazo de carne ahumada flotando, solitario. 

Un cabo no pudo reprimir un comentario al intendente. 

-¿Qué bazofia es ésta? 

El intendente levantó sus ojos grises cargados de legañas de los paltos que servía y los clavó en el hombre que tenía enfrente. 

-Yo qué sé. –Dijo, encogiendo los hombros y con aspecto resignado.- No te quejes, porque yo también he de comer esta sopa de meado. 

-Sí, pero me apuesto que el general de la división y su estado mayor comen buenos filetes de grox. 

Koresh levantó un momento la vista del mapa y dirigió una mirada reprobadora al cabo deslenguado. 

-Cabo Michelss, moderé su lengua. Eso podía considerarse falta de respeto a los superiores. 

-Pero teniente, sólo he dicho una verdad como un templo… 

-Michelss, bastantes bajas hemos sufrido hoy como para que usted se empeñe en que lo fusilen. 

Michelss volvió a su sitio, con el ceño fruncido y murmurando por lo bajo. Se sentó y empezó a devorar con avidez la sopa, como hacían el resto de compañeros. Un silencio sepulcral envolvía las habitaciones. Ni risas, ni charlas, nada. Estaban demasiado cansados para ello. La mayoría, en terminar su cena frugal, se recostaban en los colchones, se cubrían con mantas polvorientas que habían sacado de los armarios de la casa e intentaban dormir. 

La mayoría de los hombres roncaban ya. Koresh dejó a un lado el mapa, se levantó del sofá y se restregó los ojos. El cansancio también hacía mella en él. Sentía todas sus articulaciones cansadas, sus extremidades pesadas. El fuego casi se había extinguido, y hacía frío. Se puso encima el pesado abrigo gris con la insignia de la 30º división de infantería de Sarpoy, y se acercó a una de las ventanas. 

Sentado sobre una vieja silla, un soldado montaba guardia con su rifle de plasma, apoyado en el alféizar. El teniente se sentó a su lado. Se sacó un cigarrillo, se lo puso en la boca y lo encendió. Antes de guardar de nuevo el paquete en el bolsillo, se lo tendió al guardia. 

-No gracias.- Dijo el hombre, negando con la cabeza.- Como un francotirador enemigo vea el pitillo encendido, mi cabeza correrá peligro. 

-De acuerdo.- Guardó el paquete.- Tranquilo todo, ¿no? 

-Sí, de momento tranquilo.- Dijo el soldado.- Aunque no creo que bailen mucho esta noche. Les hemos pegado una buena zurra. Estarán lamiéndose las heridas. 

-Eso espero. Nos conviene descansar esta noche. Bastante duro será ya lo que viene. 

-¿Cuántas bajas, señor? 

-Sesenta heridos, treinta y dos muertos en la compañía. Sólo doce heridos leves de nuestro pelotón. 

El soldado soltó un silbido. 

-Joder, esto es tener suerte. Aunque no creo que nuestros culos salgan tan indemnes en cuanto acabe todo esto. 

El teniente se levantó. Los párpados se le cerraban. 

-El Emperador protege, soldado. Voy a dormir. Y usted hágalo también. 

-De momento no, señor. De aquí a media hora cambio de turno. Hasta entonces, a helarme el culo. 

-Procure que no le vuelen la cabeza. Demasiado pronto para empezar a tener bajas. 

-No se preocupe, señor, esta noche no. Pero mañana ya será otra cosa. 

Tendido ya en un colchón, cubierto por una manta, apenas oyó la respuesta del soldado. Respondió, casi subconscientemente. 

-Sí, mañana será otra cosa…

La lucha es como un círculo, se puede empezar en cualquier punto, pero nunca termina.

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Día 2. 6:00h.
Otro nuevo día llegaba. La noche retiraba su oscuro manto sobre la ciudad, y los pálidos rayos de un frío sol invernal iluminaban la ciudad. Ésta se rebelaba al nuevo día en una paleta de grises y azules, oscurecidos por columnas de humo que se alzaban al cielo. Las llamas oscilantes de los incendios nocturnos se habían apagado; pequeñas ascuas rojas entre cenizas era lo poco que quedaba de solemnes edificios que habían sido pasto de los lanzallamas y bombas incendiarias.

Como la noche anterior, la Plaza del Triunfo permanecía en silencio. Antaño núcleo del distrito comercial y viva imagen de la opulencia de las clases mercantiles de Helice, ahora era un mudo testigo de lo atroz de la guerra. El pavimento había saltado, y los cráteres cubrían el suelo. Algunos de éstos, habían llegado a hundir el suelo de la plaza, comunicando con las alcantarillas. 

Los árboles de los jardines ornamentales, despojados de sus hojas por la llegada del invierno, ahora se reducían a tocones de medio metro de altura, con sus nobles y augustos troncos reducidos a astillas por los tiroteos de la noche anterior. El suelo de los parques había sido excavado, y se encontraba cruzado por zanjas de metro y medio de profundidad. 

Por entre aquellas zanjas, alguna figura furtiva se movía. Dos de esas figuras salieron de un oscuro pozo, corriendo agazapados entre los tocones y los setos sin hojas, hasta saltar al interior de una zanja. Ni un disparo había salido de las ventanas de los edificios que conformaban la línea enemiga.
Con sus rifles a la espalda, corrían agachando su cabeza, oculta a los ojos de francotiradores. Uno de ellos cargaba en sus manos dos pesadas cajas metálicas.

Llegaron a un cráter donde esperaba otro individuo. Se pararon, se sentaron junto a él, escondiéndose tras una derruida estatua de algún santo imperial de nombre olvidado.

El teniente coronel Shenko, comandante del 23º batallón de pioneros de asalto urdeshitas, adscrito a la 7º división mecanizada, se dirigió a los dos recién llegados. Como él mismo, y el resto del millar de hombres bajo su mando, ambos iban equipados con una voluminosa armadura de caparazón y el uniforme negro con franjas blancas propio de los orgullosos soldados de asalto de Urdesh.

-Teniente Hindermann, informe.

El individuo de mayor edad, con las insignias de teniente en el cuello, informó a su superior.

-Las cargas ya están dispuestas. Los grupos de Forolle, Evansen y Kurtz las han situado en puntos estratégicos. Nosotros acabamos de poner los detonadores. –Con dificultad, debido a lo voluminoso de su armadura, puso su mano en el bolsillo del pecho y saco un papel sucio y arrugado que desplegó.- Éste es el edificio de las oficinas centrales de Piensos Agrícolas Helicanos, donde esos cabrones de los herejes se han hecho fuertes. –Haciendo un gesto a su compañero, éste le tendió un lápiz de mina gruesa.- Hemos colocado cargas aquí, aquí y aquí, bajo la arcada principal. Cincuenta kilos de explosivo plástico en cada sitio, que bastarían para derribar sus nidos de ametralladora bajo capas de cascotes.

-Bien, perfecto. Vaya a avisar a los pelotones de Murdok y Hanssenn que se preparen: sus hombres con lanzallamas al frente, despejando el edificio. Avance en tenaza tan pronto como hagan explosión las cargas. El quinto regimiento de la división nos proporciona fuego de cobertura. Barrerán la plaza sobre nuestras cabezas desde allí –Señaló con la mano un punto tras ellos.- y allí. ¿De acuerdo?

-Sí, señor. 

-Vaya pues.

De un salto, el teniente salió del cráter. Shenko se dirigió al soldado que quedaba en el cráter junto a él. Vio las insignias de sargento especialista de su cuello y su cara cubierta por las violáceas cicatrices de antiguas quemaduras. Lo reconoció: Furon, el experto en demoliciones.

-Sargento Furon, explosión en cuanto dé la señal.

El hombre levantó la vista de lo que tenía entre manos. Las dos pesadas cajas que cargaba no se trataba de otra cosa que de los emisores de señal. Había conectado los cables correspondientes, y una señal intermitente roja indicaba que los detonadores estaban activados. Su dedo pulgar esperaba sobre un botón verde la señal de su superior.

-Todo bien… ¡Ahora!

Un ruido ensordecedor, tres hongos de humo gris y polvo. Los muros se derrumbaron, las fachadas cayeron sobre la plaza, sepultando bajo ellos las posiciones de tiro enemigas. Pronto el traqueteo de los bolters pesados resonó por la plaza: ráfagas de proyectiles explosivos se clavaron en el humo.

Un millar de urdeshitas saltaron de sus refugios. Al frente, unos cincuenta hombres divididos en dos grupos abrían la formación, separados del resto. A treinta metros de la entrada al edificio, diez brillantes lenguas de fuego bañaron las paredes, chamuscándolas. El fuego entró por los orificios de la pared, y pronto sobre el rugir del lanzallamas empezaron a oírse agudos gritos de agonía.

Varias figuras envueltas en llamas salieron por ventanas y puertas, para ser acribilladas por los rifles infernales de los asaltantes. Pronto, por esas mismas ventanas y puertas, entraron los urdeshitas.

Los defensores del interior, confusos, apenas pudieron reaccionar. En el vestíbulo principal, frente a una gran escalinata que daba a los demás pisos, una cincuentena de herejes heridos fue acribillada. Los urdeshitas entraban a saco. Los lanzallamas y las granadas limpiaban las habitaciones. Los heridos eran pasados a bayoneta. En la parte delantera de los primeros pisos, la más afectada por el asalto, apenas encontraron resistencia: sólo cadáveres chamuscados y heridos por quemaduras.

A medida que se adentraban en el edificio, la resistencia fue ganando consistencia. En los salones de reuniones, las mesas de maderas nobles y las macetas con exóticas plantas se convirtieron en improvisados parapetos. El fuego de las armas ligeras llenó el aire de astillas y savia vegetal. Cuando en un salón la resistencia era demasiado encarnizada, se hacía uso del lanzallamas.

Durante una hora, el batallón luchó sala por sala, pasillo por pasillo, por el control del edificio. Tapices y alfombras de lujo fueron pasto de las llamas. Jarrones y esculturas de fina porcelana quedaron rotos en añicos por los tiroteos. Los pasillos y salones pronto quedaron cubiertos por cadáveres.

Shenko se encontró con sus oficiales en el vestíbulo principal. Todos ellos despedían el hedor agrio mezcla de sudor y sangre, con sus uniformes sucios de hollín, polvo de cemento y en algunos casos, sangre. Jadeaban por el esfuerzo y la adrenalina de la última hora.

-Bien, informe.

El capitán Forolle, un toro de dos metros de altura al mando de la primera compañía, hizo un breve relato.

-Hemos tomado la totalidad del edificio. La resistencia ha sido dispersa: en la mayoría de sitios de escasa importancia, pero en algunos lugares la situación se ha resuelto con uso de lanzallamas.

-¿Enemigos?

- Entre un millar y unos mil quinientos. Aproximadamente unas setecientas u ochocientas bajas por parte del enemigo. Tenemos unos doscientos cincuenta prisioneros, la mayoría heridos. El resto se han retirado a otros edificios.

-Bastantes prisioneros, ¿no?

Carazedav, capitán de le quinta compañía, respondió.

-Todos ellos pertenecientes a las milicias locales; algunos han luchado fanáticamente, pero la mayoría apenas nos han supuesto un problema. No hay ni rastro del Pacto Sangriento en todo el edificio.

-Ha habido suerte. En otros sitios esos cabrones están fuertes. ¿Cuántas bajas?

-Por lo pronto, -Intervino Forolle.- ochenta y siete muertos y doscientos heridos de diversa índole. Más que aceptables.

-Sí, más que aceptables. –Sentenció Shenko.- Bien, esto es todo por ahora. El quinto regimiento está en camino para reforzar la posición. 

-¿Qué hacemos con los prisioneros, señor?- Preguntó Carazedav.

-Un pelotón de sus hombres que se lo lleve a nuestras líneas. Allí, que se encargue de ellos el Comisariado. Nosotros nos lavamos las manos.

 

Día 2. 13:00h.
Acababa de despertarse, pero su único deseo era seguir durmiendo. Los ojos le pesaban, los pies le dolían y la cabeza le daba vueltas, como si se hubiera pasado la noche rodando colina abajo. Miró el cronómetro de pulsera. Había dormido menos de cinco horas. Cinco horas en tres jodidos días. A ese paso antes de fin de mes estaría en la tumba.

Se alzó y se sentó. El camastro de hierro gimió bajo su peso. Recogió las botas del suelo y se las calzó. Ni siquiera se había cambiado: aún llevaba encima el mono de vuelo gris apestando a sudor. Miró a su alrededor, confuso, buscando algo.

-Aquí tiene señor. Su casco y su chaqueta.

Tomó ambas cosas de las manos que le tendían. Le costó, pero entre las brumas de su confusa mente, reconoció la voz de su subalterno, Sanders. Recordó como éste le acababa de despertar urgentemente. Se levantó, se puso su chaqueta de cuero, tomó el casco y se fregó los ojos para espejarlos de las legañas. Sanders abrió la puerta. Le siguió.

Fuera, la luz era tenue. El cielo estaba cubierto por nubes grises, oscurecidas por las columnas de humo que aun se alzaban sobre las ruinas. No obstante eso, al principio quedó cegado, tras las últimas horas en la oscuridad del habitáculo. Un viento frío y endemoniado soplaba, colándose por los huecos del cuello y las mangas. A toda prisa acabó de cerrar el alto cuello de su chaqueta y ponerse los guantes.

A su alrededor, la pista bullía con su actividad habitual. Tras los combates del día anterior, gran parte del espaciopuerto había quedado inutilizado. Los herejes, en su retirada, habían prendido fuego a los gigantescos depósitos de combustible y volado las torres de control. No obstante, tras horas de trabajo intenso, los equipos de tierra de la Armada y los trabajadores del Munitorum habían puesto en condiciones un conjunto de pistas secundarias para la fuerza aérea imperial. Ahora, varias alas de combate y de apoyo estaban listas para entrar en acción. Dos escuadrones de bombarderos Marauder, dos de cazabombarderos Thunderbolt y cinco de cañonerasVulture estaban dispuestos para entrar en combate.
Siguiendo a Sanders, el jefe de escuadrón Constantin Prezan se dirigió al lugar donde estaba apostado su escuadrón.

-Bien, bien. Consigo pegar ojo por fin en tres días, y vas y me despiertas. Sí, te estoy muy agradecido, Sanders. ¿Qué coño pasa?

-Órdenes, señor. Prestar apoyo a la Guardia.

Un tractor Trojan que arrastraba un contenedor de municiones pasó a toda velocidad tras ellos. Prezan tuvo que apartarse de un salto de su camino.

-¡Imbécil, idiota redomado, sesos de grox lobotomizado! ¡Así te cojan, te extirpen el estiércol de tu cabeza y lo vendan como sustituto alimenticio!-La retahíla de insultos prosiguió hasta que se quedó sin voz. Carraspeó, escupió al suelo y siguió hablando con su subalterno.- Bien, perfecto. Ataque a objetivos terrestres, lo de siempre. ¿No?

-Sí, señor. Aquí tiene la información.

Le tendió una placa de datos. Le echó una rápida ojeada mientras caminaban. Al parecer el enemigo se había atrincherado fuertemente en varios edificios, impidiendo el avance imperial. Su objetivo era claro: reducir a escombros esos focos de resistencia.

-¿No podrían encargarse de eso la jodida artillería y a mí dejarme dormir?- Murmuró en voz baja.

-¿Decía, señor?

-Nada, nada, Sanders. Me duele la cabeza.

-Vaya con cuidado, que ahora toca volar.- Una risa mostró sus dientes perfectos.- No se nos estrelle.

“Ya te gustaría, malnacido”, pensó. Sanders no podía ser más diferente a él. Era joven, con ímpetu y una increíble sed de medallas y mando. Un típico hijo de la Academia Imperial de Vuelo: excelente piloto, devoto e idealista, y con un estricto sentido del honor y respeto hacia el código de la Armada. Prezan en cambio rondaba ya los cuarenta y cinco. Sus años de servicio le habían gastado, y era un elemento díscolo. Era un excelente piloto, pero malhumorado, pendenciero y algo indisciplinado. Su hosco carácter le había impedido el ascenso durante años.

Su escuadrón era su viva imagen. El 3º Escuadrón de la 27ª Ala de Apoyo se distinguía por un historial intachable en combate, y por el mayor número de expedientes disciplinarios durante los permisos. Algunos de sus hombres se estarían pudriendo en los calabozos del Comisariado si no fuera por la gran cantidad de medallas que conseguían cada vez que volaban.

Finalmente llegaron a su pista. Los equipos de tierra realizaban los últimos preparativos: llenaban los depósitos de combustible y cargaban los misiles y cohetes bajo las alas de las cañoneras Vulture. Todas estas lucían un color gris azulado neutro con la panza blanca. Lo único que rompía con esa monotonía era la franja roja en la cola de cada aeronave, símbolo del escuadrón.

Prezan se acercó a su cañonera. En el morro lucía pintadas unas llamas y su nombre: Vengador Bastardo. Como siempre antes de una misión, se encontró a su artillero Seng escribiendo frases en los misiles que después iban a tirar. Era parte de su ritual. Al ver a Prezan, arrojó su rotulador al suelo y enseño su perpetua sonrisa a su oficial.

-Seng, venga, mueve tu culo y a tu puesto. Nos vamos a volar.

Prezan subió a la cabina y se sentó en su puesto. Se abrochó el cinturón y los arneses, se puso el casco y se ajustó la máscara de oxígeno a la cara. Tras él, Seng ocupó su puesto y realizó los mismos preparativos. Comprobó los sistemas de armas y con el pulgar hacia arriba, le indicó que todo estaba bien. Sus ojos de chiquillo brillaban de emoción bajo el casco.

Prezan volvió entonces su cara hacia enfrente. Comprobó todos los sistemas y el combustible. Todo correcto. Activó la radio.

-Muchachos, calentad motores. En formación en delta de tras de mí. Procedimiento estándar: soltar los misiles y regresar. ¿Todo listo?

Doce voces le respondieron afirmativamente. Encendió las toberas de despegue. Se alzó verticalmente sobre la pista. Tras él, el resto del escuadrón hizo lo mismo. Estabilizó la posición, encendió los reactores y apagó las toberas. Salieron disparados hacia su objetivo.

-Dirección norte-noreste, muchachos. Tiempo estimado, diez minutos. Cargad misiles.

Dejaron atrás el epaciopuerto y las columnas de humo de los depósitos. Sobrevolaron los bosques de álamos y píceas que se extendían al sur de Bonaventure, y pronto entraron en el espacio aéreo de la ciudad. Bajo ellos se extendían calles y encrucijadas, edificios en ruinas y ardiendo. De vez en cuando alguna explosión estallaba. Incluso desde esa altura, podían hacerse una idea de la dureza de los combates.

-Bien, objetivo a la vista. Disparad… ¡ya!

Doce estelas de vapor cruzaron el aire, estrellándose en un alto bloque de apartamentos. Doce rosas de fuego nacieron en sus muros. Los escombros volaron por doquier, el humo cubrió el edificio. Las cañoneras encendieron de nuevo sus toberas inferiores, quedando suspendidas en el aire frente a la posición. De nuevo dispararon: doce misiles más impactaron en el edificio.

-Bien, podemos regresar ya.

De pronto, una de las cañoneras explotó. Con un impacto en el motor, cayó sobre la ciudad dejando tras de sí una estela de humo. Un hongo de fuego nació entre dos edificios cuando tocó tierra.

-¡Hemos perdido a Sanders!- Gritó una voz en la radio.

-¡Fuego antiaéreo! ¡Acción evasiva!

Las cañoneras se dispersaron. Proyectiles trazadores empezaron a cubrir el cielo. Prezan vio su origen: en la terraza de un edificio, una batería antiaérea Hydra abría fuego.

-Seng, carga los cohetes. Murray, Darling, formad tras de mí, cohetes cargados. Si fallara, encargaos de ese bastardo.

Con un giró en el aire, las tres cañoneras e dispusieron, una tras de otra. Los proyectiles trazadores cruzaban el cielo alrededor de ellos. Prezan notaba como las balas impactaban en su fuselaje. Toda la aeronave vibraba con cada impacto, con un ruido metálico.

-Seng, solución de tiro ya.- No respondía.- ¡Seng! –Notó un líquido empapándole la espalda. Giró su cabeza un momento. Vio el cristal del puesto del artillero roto. Del pecho de Seng, abierto por un agujero de un palmo de ancho, brotaba una cascada de sangre roja y brillante.- ¡Murray encárgate de ellos!

Con una ágil maniobra, se apartó de su camino. Las balas siguieron a Prezan, pero la aeronave de Murray, tras él, lanzó sus cohetes. La batería explotó.

-Murray, enhorabuena. Recomendación al canto. Chicos, volvemos.

La llegada a la base no fue festejada con gran alegría. Prezan, furioso y dolido, echó una última ojeada al cadáver de su artillero antes de que cerraran la anónima bolsa negra. Ni siquiera muerto había perdido su sonrisa y su infantil mirada perdida.
Murray se le acercó. Llevaba un papel en una mano y un bolígrafo en la otra.

-La lista de bajas. Debe firmarse y entregarse al gran culo gordo. –Murray hizo mención al sobrenombre del comandante del ala para animar a su superior. Pero no lo hizo. Repasó la lista.

-El cabo artillero Seng, el sargento artillero Dolom, y –Prezan paró.- el teniente Sanders.

Murray rió.

-No hay mal que por bien no venga, señor. Dolom y Seng eran buenos muchachos, pero me alegro de que el señorito ya no nos vuelva a incordiar.

-Más te vas a alegrar Murray. A la porra lo que diga el culo gordo. Dejas de ser subteniente Murray, para ser el teniente Murray. Bienvenido, eres el segundo al mando.

Dicho esto, le dio la lista firmada y se retiró a dormir, con la esperanza de que fueran más que cinco miserables horas.

La lucha es como un círculo, se puede empezar en cualquier punto, pero nunca termina.

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KonradCurze
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 Día 2. 16:45h.
La escuadra de guardias del alférez Eriksson avanzaba por una de las calles del antiguo distrito comercial. Los quince soldados se movían en fila india, con su oficial al frente. Se encontraban en terreno recién tomado por las columnas blindadas, y su misión era la de liquidar todas las posibles bolsas de resistencia. Por el momento no habían topado con ningún enemigo, y la tensión no paraba de crecer.

-Sobretodo, sed precavidos. Nada de estupideces.

Los soldados asintieron. Aferraban con fuerza sus rifles, hasta el punto de que los nudillos estaban blancos como la leche. Temblaban por los nervios, con las caras sucias por el hollín. El mayor de todos ellos no llegaba a los veinte años. Ni tampoco su oficial al mando.

Torcieron por un callejón, al resguardo de los edificios. Varias calles más allá, se oían el ruido de las orugas de los transportes de tropas por una de las avenidas principales. El fragor de los combates sonaba lejano, y en las tiendas de cristales rotos reinaba un silencio sepulcral.

-Comprobemos aquél edificio.- El alférez señaló un alto bloque de ladrillo rojo oscuro que sobresalía entre los demás.- Si no me equivoco, corresponde al Censo Imperial.

Los soldados avanzaron hasta llegar a las puertas del edificio. Arrancadas de sus goznes, las pesadas tablas de madera estaban en el suelo. Los picaportes de bronce con la forma del águila bicéfala habían sido brutalmente deformados a martillazos. En el vestíbulo principal, sobre la alfombra quemada, multitud de cristales coloreados cubrían el suelo, caídos cuando las explosiones habían derrumbado el techo de cristal. De este no quedaban más que unos costillares de hierro oxidado. Podía verse el cielo nublado de Bonaventure.

Cruzaron el vestíbulo, entrando en las dependencias principales. Lo que antes había sido una ordenada sucesión de mesas de trabajo y armarios, ahora era un caos. Muchas de las mesas estaban volcadas o rotas y astilladas. Los armarios habían sido reventados, y los papeles cubrían el suelo. Escasos rayos de luz entraban por las ventanas rotas y por secciones del techo derrumbadas.

La escuadra avanzó desordenadamente por entre el laberinto de restos. Pronto se encontraron con las señales del paso de las fuerzas del Caos: la mayoría de los escribas y funcionarios del Administratum se encontraban allí muertos, acribillados por armas láser en fuego automático. Llevaban allí mucho tiempo, desde la caída del planeta años atrás. Sus cuerpos eran poco más que huesos y pellejo, y sus ropas estaban ya grises y deslucidas.

Algunos soldados no podían contener su rabia.

-Malnacidos…

Otros, más pragmáticos, no dudaban en hurgar entre los cadáveres y los cajones del Administratum en busca de botín. En poco rato, los soldados se dispersaron.

-Escuadra, volved. Hemos de terminar con el registro.

Un rugido seco, un grito ahogado. El cabo Dale cayó al suelo, agarrándose las tripas. Un charco de sangre empezó a formarse a su alrededor. Una granizada de fuego láser empezó a llover de enfrente. Tres hombres más cayeron, mientras el resto se refugiaban tras las mesas y armarios. Los papeles volaron por los aires, mientras rayos escarlatas cruzaban el aire. Pronto empezó a olerse papel y madera quemados. La respuesta imperial eran tiros esporádicos y desordenados, dirigidos en todas las direcciones.

Tras un armario archivador de metal, el alférez empezó a dar las órdenes. A su lado, los soldados Nikos y Saliere disparaban desordenadamente tras una mesa. Un tiro magistralmente dirigido atravesó el cráneo de Saliere desde la mandíbula inferior a la nuca. Varios dientes salieron disparados. 

-¡Reagrupaos! ¡Cassel, abra fuego de apoyo!

El pánico se había apoderado de sus hombres. Disparaban a sin ton ni son algunos, otros se escondían bajo las mesas y se aferraban a sus armas. Eriksson se ponía nervioso por momentos.

-¡Cassel, joder, dispara o yo mismo te pego un tiro!

Detrás de un armario, salió Cassel. Pronto se oyó el rugido del bólter pesado. Los proyectiles explosivos cruzaron en brillantes estelas el polvoriento aire de las oficinas y impactaron contra las mesas y armarios que servían de cobijo a sus enemigos. Se oyeron gritos de dolor y aullidos de agonía. Los disparos contra la escuadra se redujeron en intensidad.

-Bien hecho, Cassel.

El soldado se volvió a ocultar tras el armario y sonrió a su oficial. En ese momento, varios disparos le dieron de lleno en el pecho. El artillero cayó.
Nikos, tras la mesa, dirigió una mirada a su oficial. Sus ojos temblaban de pánico.

-Señor, eso no venía de delante…

Un rugido bestial resonó. Seis figuras cargaron contra ellos. Ataviados con uniformes de color rojo sangre, con las caras cubiertas por macabras máscaras de hierro forjado, saltaban sobre las mesas y sillas con la bayoneta calada contra la escuadra de guardias. Eran inconfundibles. Eran el Pacto Sangriento.

-¡Nos han rodeado! ¡Rápido, bayonetas!

Algunos de sus hombres no tuvieron tiempo de obedecer las órdenes, y cayeron acribillados por disparos a quemarropa. El alférez vio como Solomon y Denkels arrojaban sus armas y levantaban las manos en señal de rendición, para ser atravesados por dos de aquellos monstruos. Sael intentó golpear con la culata de su rifle en la cara de un gigante de dos metros. Con un gesto desdeñoso y casi sin esfuerzo, esquivó el rifle del muchacho, y lo ensartó con su propia bayoneta. Como si fuera una bala de paja y él un labrador, levantó al guardia sobre su cabeza, riendo como un poseso mientras la sangre rociaba su rostro.

Otros soldados fueron brutalmente apaliados. Los asesinos de Solomon y Denkels se arrojaron sobre Mikaels cuando éste recargaba su rifle. Lo mataron con golpes de culata y las puntas de hierro de sus botas.

Eriksson formó a los supervivientes a su alrededor. Un monstruo sin casco con el cráneo tatuado y una ganchuda nariz en la máscara, cargó contra él. Disparando a quemarropa con su pistola láser, logró atravesarle la cabeza. A su lado, Nikos se enzarzó a una pelea cuerpo a cuerpo con el gigante. Ambos rodaron uno sobre el otro entre los papeles del suelo, hasta que el fornido soldado del Pacto Sangriento le rompió el cuello con sus dos manazas.

Eriksson vio como caía Nikos sin poder hacer nada, sólo para notar un dolor agudo en el vientre. Notó como sus piernas se mojaban con algo líquido. Sabía lo que era. Veinte centímetros de bayoneta salían de su estómago, y tras ellos, un rifle láser de metal abollado. Lo sostenía un individuo de uniforme rojo, con una máscara de hierro más delicada y elaborada que la de los demás. En sus hombros lucía unas charreteras que parecían una parodia o una blasfema imitación de las insignias de capitán de la Guardia Imperial.

Clavó unos ojos grises y fríos en los del joven alférez. Con voz ronca y un fuerte acento, habló.

-Hola, magir… Pacto Sangriento llegado hemos.

Sus ojos se cerraron, y sólo quedaron sombras.

 

PD: Perdón por el ladrillo, pero es para animar

La lucha es como un círculo, se puede empezar en cualquier punto, pero nunca termina.

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raiserdrc
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Muy buena xd ke curro tas dao pero se le de un tiron xd

PD

ya tenemos un foro de relatos

 

Cada cual debe encontrar su propio camino,ninguno kiere una alianza para ver como sus antiguos enemigos prosperan. Y nosotros tampoco deberiamos kererla.

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Kivan13
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muy buena, recuerda a las guerras rusas

no existe la inocencia solo diferentes grados de culpabilidad...

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Sidex
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Me gusta, la pregunta es, de donde salen los del pacto de dentro del edificio?

Comandante de los Conquistadores de Nuevo Atdorf, Comandnate de la 2ª FRR de Iber y de la patrulla 55 de los Angeles de Cobre, Regente del Monte Arachnos y sus cohortes, Guardian de las fronteras de los Dawii-Zhar

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