VIA MUERTA
BRIEGO
Apenas había salido el sol por el horizonte cuando emprendió el camino sola. Aurora salía de su casa sin nada más que su cansado cuerpo y una toalla en la mano. No miró atrás cuando cerró la puerta de su maravillosa vida, ni derramó una lágrima por todas aquellas cosas que dejaba dentro. Sus recuerdos se los llevaba con ella y eran lo único valioso que le quedaba. Las sirenas aullaban a lo lejos. En la casa reinaba un silencio de muerte.
Una anciana gemía acurrucada en la escalera de entrada. Ella había avisado a la policía. Su trabajo en aquella casa consistía en lavar y fregar, en planchar y en recoger los juguetes de los niños. Era lunes y le aguardaba una dura jornada de trabajo tras un largo fin de semana festivo.
Al llegar, a las nueve como todas las mañanas, le extrañó no escuchar los habituales ladridos de Castor. Todos los días salía a saludarla moviendo su peluda cola, contento porque ella siempre le guardaba los mejores huesos del cocido que preparaba los domingos para su marido. La mujer agitaba la bolsa de plástico que portaba y el ruido conseguía hacer salir de su escondite al labrador, ansioso por devorar el suculento manjar que Roberta le regalaba con cariño. Pero esa mañana el animal no dio señales de vida.
Entró y su preocupación aumentó. En el aire faltaba algo. Su respiración se agitó. Olía a baúl viejo, a aroma de tumba cerrada durante años. Se asustó. El olor le recordó al ataúd de su padre cuando lo abrieron para introducir el cuerpo de su madre fallecida años después. Cuando se lo mostraron, solo atisbó a ver restos de huesos desmigados. Un aire viciado surgió de la madera podrida. Y en aquel momento se acordó de las momias egipcias y de cadáveres consumidos por el tiempo. En aquella casa volvió a sentir lo mismo: el aire viciado y el olor a seco, a vacío.
Su miedo seguía aumentando. No se oía ni el tictac del reloj del salón. Avanzó por el descansillo y un grito atronó la estancia produciendo ecos en las habitaciones solitarias.
Descubrió el primer cadáver en la cocina. El hijo pequeño de la familia yacía tumbado sobre la mesa. Arrugado y seco. No había sangre, no había heridas en su cuerpo, parecía un anciano enano. Tenía las cuencas de los ojos vacías. El cuerpo dormía embutido en una paz extraña, no había sufrido en su muerte. Casi sonreía aunque los labios estuvieran agrietados y blanquecinos como si aquel cadáver llevara tiempo muerto.
Roberta huyó hacía el salón y allí tropezó con el resto de la familia. Todos muertos en las mismas condiciones que el niño. Como pasas arrugadas, dormían la muerte en el sofá, viendo sin ojos el informativo matinal, porque el televisor continuaba encendido, ignorando que sus televidentes yacían muertos hacía horas.
Llamó a la policía y salió a respirar el aire terso de la madrugada. Agradeció la brisa fresca, casi heladora, de la mañana fría de invierno. Contempló mecerse a las hojas de los sauces del jardín y se acurrucó, débil y anciana, en la escalera de entrada de la casa, a la espera de la llegada de las ambulancias…
Aurora se encontraba lejos cuando escuchó el sonido lejano de las sirenas de la policía. Se acordó de Roberta, la anciana que cuidaba a los niños y limpiaba la casa mientras ella salía a visitar a los enfermos cada día. Seres moribundos que le daban el pan; la querían, la trataban con cariño y ella, despacio, los iba consumiendo sin dolor. Nos los hería, no les hacía daño, solo aspiraba su aroma, respiraba su frágil vida y así se iban consumiendo sin apenas sentir que morían. En el fondo, su trabajo debería ser gratificado y agradecido por los hombres y mujeres que temían a la muerte.
Pero nunca había sido así. Siempre la habían acusado de bruja o de asesina, dependiendo de la época en qué se hallase; porque ella era antigua, ancestral. Ya en los tiempos de Tutankamon viajaba por los desiertos ayudando a los moribundos en sus últimos momentos a cruzar el umbral de la muerte.
Continuó caminando mientras recordaba todos los momentos en los que los humanos la habían tratado como a una vulgar delincuente. Incluso una vez terminó sus días en la hoguera, quemada por bruja. Y se divirtió entre las llamas. Ellos creyeron que gemía de dolor pero nunca supieron que lo que escuchaban eran las carcajadas de la joven alma que todavía invernaba en el interior de su cuerpo maldito, retozando con el fuego amigo.
Ahora, en esta época moderna, repleta de vicios, de estrés y de consumismo barato, había conocido a un hombre amable. Le había dado pena acabar con su vida y la de los dos hijos de su anterior esposa, pero aquella noche habían discutido muy fuerte y su enojo le produjo hambre. Sintió bruscamente ascender desde sus entrañas esas ansias de alimentarse, de oler la esencia de su esposo y de dejar penetrar en su cuerpo el vigor y la energía de aquel que le daba cobijo y amor; porque la amaba con ardor. Era la primera vez que sentía ternura y pasión desde que surgiera de la noche, en una bruma oscura de fuego, de las profundidades de la tierra. Sentimientos ambiguos, que no tenían razón de ser en su existencia inmortal. Si no consumía almas, desaparecería en la noche tal y como llegó, convertida en humo. Cuando conoció a aquel buen hombre buscó un trabajo que le permitiera alimentarse sin depender de los seres vivos a los que amaba; se encargaría de cuidar ancianos enfermos, a un paso de la muerte, y los ayudaría, como hiciera en otras épocas, a cruzar esa línea divisoria entre la vida y el más allá. Ellos no sufrían y ella vivía.
Néstor había dejado una profunda huella en su interior. La cuidó cuando enfermó y se sintió débil. Él ignoraba las causas de su enfermedad, igual que los médicos del pueblo. Tantos días sin alimentarse de la esencia de cuerpos vivos la dejaron postrada en la cama, débil y a punto de desaparecer. Tuvo que aventurarse a salir en la noche y aprender de nuevo a cazar animales. Escondida entre las basuras los olía y absorbía su energía. Pronto dejaron de corretear por el barrio gatos y perros vagabundos sin que nadie los echara de menos; ella escondía sus cadáveres entre los desperdicios de los contenedores. Gracias a aquellos pequeños seres regresó de la enfermedad con fuerzas renovadas y programó unas divertidas vacaciones aquel verano para que todos olvidaran su rara enfermedad. Fue cuando Aurora volvió a encontrarse débil y ansiosa. Deseaba alimentarse de nuevo y no la colmaban los ancianos, ellos casi estaban ya muertos cuando ella los absorbía.
Aquella discusión desencadenó su antigua hambre de muerte. Y decidió que debía cambiar de rumbo, salir de aquella familia que la dejaba sin fuerzas. El amor que le profesaban la debilitaba, por eso caía enferma tan a menudo. Su labor en la tierra debía continuar.
Se acercó a su marido para besarlo y sellar la paz con ese beso apasionado que él nunca rechazaba. Pero no lo besó. Aspiró profundamente y captó la esencia del hombre, que cayó sin vida, seco, en el acto. Lo dejó sentado en el sofá, ya estaba frío en el mismo instante en que murió. Y se preocupó de no dejar huellas de su crimen. Aspiró también a los niños. A Irene la dejó junto a su padre y a Ernesto en la cocina. Permaneció sentada en un rincón observando los cuerpos sin vida de aquellos seres, que la llenaron de amor, hasta que observó que amanecía. Olvidó apagar el televisor y salió a la fría mañana de invierno. Tampoco se percató de que, en su afán de alimento, en su aspiración ansiosa por introducir la esencia de aquellos seres, vació las cuencas de sus ojos, un manjar al que había renunciado hacía tiempo. Y se sintió fuerte, más fuerte que en otras ocasiones, porque esta vez se había llevado algo más de aquellos seres, se había alimentado de amor. Y emprendió su camino hacia otro lugar.
Continuaba caminando triste y sola. No sabía hacia dónde dirigir sus pasos. La Tierra había cambiado. Todo le resultaba extraño. Era difícil ocultarse como una sombra en un mundo de luces artificiales. Debía tener un nombre, una identidad que la diferenciara de los otros. En otras épocas resultaba más sencillo camuflarse entre los seres humanos. Decidió adentrarse en un bosque de pinos que tenía a su lado. El bosque la ocultaría durante un tiempo mientras los hombres la buscaban. En el interior de los árboles se alimentaría de pequeños animalitos y, después de un tiempo volvería a dedicarse a cuidar enfermos moribundos.
El bosque olía a musgo, a tierra húmeda y a frío. Aurora caminó por la hojarasca sintiendo en sus pies el blando suelo. Agradeció regresar al bosque, su antiguo refugio y disfrutó del olor del barro y de la lluvia. Su caminar pausado no la debilitaba. El alimento de aquella madrugada le serviría para unos cuantos días. Mientras, buscaría una cueva donde refugiarse.
Ya anochecía cuando descubrió las vías del tren. Decidió seguirlas. Parecían abandonadas. La hierba crecía entre sus hierros olvidados. El hombre era extraño. Construía cosas inútiles para luego abandonarlas sin más. Ella no lo entendía, pero siempre había sido así, desde el principio de la humanidad. Se entristecía al pensar en ellos y en sus débiles construcciones de hierro y piedra. Siempre caían destruidas cuando la sabia madre Tierra despertaba y se estiraba aburrida. Un bostezo suyo hacía huir a los hombres de sus casas y de sus fábricas. Y Aurora reía cuando la que le otorgó la vida gritaba en sueños y su alarido hacía vibrar y temblar los suelos, dejando a los hombres malheridos y enloquecidos de terror.
Mientras su mente divagaba ente nubes de pensamientos, seguía avanzando por la vía abandonada. Durante el camino no se encontró con nada ni nadie, ni siquiera un zorrillo o un ratón de campo. La noche y el día se confundían en su memoria. Todo estaba en silencio. Ni el sonido de los pájaros rompía aquella extraña paz. El aire helado removía las hojas de los árboles y caían gotas de rocío sobre el cabello de Aurora.
Decidió detenerse un momento. La vía parecía infinita, un camino hacia la nada. Debería pensar en un lugar adónde ir. Si seguía el caminando volvería a sentirse débil y aquel extraño bosque abandonado no le ofrecía sus alimentos, la rechazaba. El silencio que escuchaba la intranquilizaba. El lugar no ofrecía caminos ni animalillos, no dejaba lugar a la elección, solo continuar siguiendo aquella vía muerta. Era un bosque vacío, tan vacío y muerto como los cuerpos que había dejado atrás en su anterior vida.
Se sentó entre los hierros de la vía y abrió la toalla que portaba en la mano, casi olvidada. Dentro, arrugado y mustio, contempló el corazón de Castor. Lo había guardado para el camino. El animal no sufrió cuando ella se acercó, le acarició las orejas y comenzó a captarlo con suavidad. Los perros le daban fuerza, eran nobles y leales. Su amor sin condiciones se transmitía con la esencia de sus venas. Toda la vida de Castor pasó a ser propiedad de Aurora.
El corazón del animal le salvaría la vida. Caminaba imbuida en sus pensamientos y en sus recuerdos, sin alimentarse durante no sabía cuántos días y su cuerpo comenzaba a debilitarse. Necesitaba vida y el bosque todavía no se la había ofrecido.
Aspiró el aroma del corazón, que se secó y se convirtió en una pasa rojiza. Su energía ya no era tan profunda como cuando estaba vivo, latiendo caliente en el cuerpo de su dueño, pero su esencia continuaba allí, aguardando a ser devorada en oleadas de aspiraciones para introducirse en los espacios vacíos del cuerpo de Aurora.
Dejó los restos orgánicos inútiles junto a la toalla entre unas zarzas y continuó su camino errante. A los lejos divisó una pequeña oquedad en la roca de la montaña. Una cueva, pensó. Y aceleró sus pasos. El bosque no era tan cruel, le ofrecía un refugio donde esconderse. Y dentro de aquella oscuridad encontraría murciélagos y otros sencillos seres nocturnos que le regalarían sus almas sin resistencia.
Al llegar observó el agujero. No era natural, no era una cueva ni un refugio. No había vida en su interior. Era un túnel excavado por el hombre. Y allí terminaba la vía. Moría en la oscuridad de la noche. ¿Sería su final? ¿Regresaría a la negrura que la trajo a este mundo?
Se sentó aguardando su segura muerta. No sentía pena ni tristeza por dejar un mundo de soledad. Los sentimientos vividos con Néstor ya eran pasto del olvido. Aurora no tenía corazón. Su interior solo eran entresijos oscuros que se llenaban de vida cuando aspiraba las esencias de seres vivos. La sangre y sus fluidos rellenaban sus huecos vacíos y le daban la energía necesaria para continuar con vida. Momentos efímeros en los que Aurora parecía humana.
Las horas pasaban. A ella el tiempo no la aturdía ni la estresaba. El sol salía y se escondía siguiendo su ciclo, dejando paso a la luna. El aire soplaba lento, el frío arreciaba y el cabello de Aurora comenzó a llenarse de canas. Comenzaron a verse a través de su piel blanquecina los túneles huecos que componían su cuerpo. Ella continuaba con los ojos cerrados, esperando. El final de su vida se convertiría en su ansiada libertad. Volaría, convertida en humo, y su alma regresaría a los profundos abismos de los que había surgido…
Un grupo de niños correteaba por el bosque. Jugaban al “pilla-pilla”. Llevaban mochilas y hacia unas horas que se separaron del grupo del colegio. Se aburrían recogiendo hojas para un herbario, ansiaban aventuras. Y el bosque oscuro y silencioso les producía curiosidad y miedo. Sin que la profesora del campus de verano se percatara, se alejaron y se escondieron entre la maraña de zarzas que cubría el musgo del suelo. Pasaron horas dando vueltas por el bosque. Correteaban, gritaban, se perseguían y reían. No recogían hojas, no escuchaban el silencio insólito del bosque. Ni un pajarillo piaba en la tarde. Nada, solo silencio.
_ ¡Mirad! Una vía muerta. ¡Vamos! Se ve un túnel_ gritó, de repente, uno de ellos.
Descubrieron la vía del tren, casi oculta por la maleza, y se acercaron a la entrada del túnel. Estaba oscuro y sintieron miedo. Se agarraron y estuvieron a punto de dar media vuelta y regresar al sendero junto a sus compañeros. Pero no lo hicieron. Cada uno pensó que si no avanzaba hacia el interior del negro túnel, los demás se pasarían el resto de sus vidas de niños riéndose de su cobardía. Avanzaron aunque el corazón de todos bombeaba sangre a toda máquina para paliar el terror que se iba apoderando de sus cuerpos sin razón.
Uno preguntó:
_ ¿Alguien tiene una linterna?
Nadie respiró. Ninguno llevaba linterna. La excursión no requería material especial. Solo habían salido a recoger hojas para hacer un herbario, sin alejarse del sendero, y llevarlo a casa como recuerdo del campus de verano.
Del túnel surgía un aire helado que les removió los flequillos. Se abrazaron más. Se juntaron convirtiéndose casi en un solo ser, un monstruo de infinitos brazos y cabezas. Y avanzaron hacia el interior de la oscuridad sin ver más allá de sus zapatillas.
El miedo se había instalado en sus respiraciones. El vaho surgía de sus narices enrojecidas. Un extraño frío se había adueñado del lugar.
Los niños no retrocedieron. Ninguno de ellos quería ser el hazmerreír del colegio. La valentía seguía siendo lo más valioso en el grupo. No se podía ser cobarde. Si había que tirar piedras, se tiraban. Si había que robar la merienda en el supermercado, se robaba. Si había que cazar gatos, se cazaban. Y un túnel oscuro no era tan terrorífico para salir huyendo como un “gallina”.
Avanzaron juntos, unidos en una cadena de amistad. Andaban al unísono, no se separaban ni un milímetro. El calor de sus cuerpos atenazados por el miedo se transmitía de uno a otro dándoles la sensación de unión. Y eso les daba la suficiente fuerza para no huir. Si en aquellos momentos algo hubiera crujido o el sonido de un pájaro hubiera roto aquel silencio, aquellos niños habrían huido aterrados y habrían salvado sus vidas. Pero nada se movía en el atardecer del bosque. Los animales hacia horas que se habían escondido en sus madrigueras; olfateaban la muerte. El ser humano no era muy inteligente. Se había rodeado de lujos y comodidades y había perdido hacía siglos el instinto de supervivencia natural de todo ser vivo. Hacía décadas que el hombre no necesitaba sobrevivir en los bosques y había perdido ese olfato.
Los niños se adentraron en el túnel siguiendo la vía muerta del tren. Sentían miedo, pero la curiosidad ganaba el pulso al terror. Y la unión, vivir juntos la aventura, los hacía más fuertes. Uno solo nunca se hubiera atrevido a entrar en el túnel, el grupo sí.
De repente, el más torpe, porque siempre en todo grupo hay un patoso, tropezó con un raíl y cayó al suelo, arrastrando a todos en su caída. Se magullaron las rodillas. Hicieron ruido, demasiado ruido en aquel silencio de muerte. Uno de ellos le dio una colleja en la cabeza al torpe y todos rieron en la oscuridad.
Aurora, que yacía tumbada, casi translúcida, despertó al escuchar el griterío que retumbaba en el túnel vacío y olió el perfume de la vida. Se levantó y, lentamente, sin apenas fuerzas para moverse, avanzó, arrastrándose en la oscuridad, por la vía muerta, hacia los niños, hacia el aroma de la esencia de sus cuerpos. Desde lejos comenzó a aspirar ávida el hedor de los cuerpos sudorosos de los pequeños y sonrió…
Este es un relato que sí, cumple unos mínimos de corrección y estilo, aunque son eso, mínimos: no significa que no le viniese bien un repaso. Sin entrar a cada detalle hay comas que faltan, sobran o no están en el mejor sitio; un pequeño problema con los guiones de diálogo, algún acento (como en "hacía unas horas") y algún dedazo (en "su segura muerte").
En cuanto al estilo, hay una tendencia a arcaizar (como en "sintiendo en sus pies el blando suelo") que no tiene nada de malo de por sí (puede gustar o no), pero que tal vez no encaja con el tono, el vocabulario y el estilo del resto del texto, y esto ya sí que puede convertirse en algo negativo.
Sobre la estructura, creo que la extensión del relato juega en su contra. Un buen relato breve es aquel en que todo conduce a su final, y en este sentí que era mucho más relevante la información del nudo que la del desenlace.
Así que por ser un texto correcto en forma hasta el punto de poder ser corregido y publicado, y por adecuarse correctamente al tema (y con algún detalle que diferencia al suyo del monstruo clásico, lo que es muy de agradecer), le doy a este relato una puntuación de 2 estrellas.
El rebaño del lobo