PETER CUSHING NUNCA LO HIZO
El detective Solo no había dado importancia a la noticia hasta que Clara contactó con él por teléfono. Se trataba de una llamada de trabajo en la que la asistente social le había propuesto investigar un extraño suceso (¿podía llamarse “trabajo” si no tenían intención de pagarte?). Y sin embargo, resultaba innegable que algo subyacía bajo aquella conversación. Algo íntimo.
Clara, la asistente social. Clara, su amante. Clara, su ex… ¿Ex qué? ¿Acaso podía considerarla su ex novia? Solo se resistía a creerlo, aunque aún le escocía al recordar que lo había cambiado por un roquero trasnochado. ¿Y acaso había hecho él algo para evitarlo? Nada, ya que en su fuero interno sabía que era lo mejor. Si hubieran continuado juntos, Clara habría terminado muerta. O loca. O lo que era mucho peor: envejeciendo a su lado.
El detective sintió un escalofrío.
-Como te lo cuento, Solo. Sin una gota de sangre en el cuerpo. ¿Y sabes lo más curioso? Nadie se paró a ver si le sucedía algo. Lo encontró el guarda de seguridad de la estación de Metro de Canal al finalizar su ronda. Nadie se fijó en aquel mendigo sentado en la bancada, tan pálido que solo podía estar enfermo o muerto. ¿Puedes creerlo?
El investigador podía hacerse una idea: estaba acostumbrado a ver pasar gente junto a los sin techo como si estos fuesen invisibles. O como si no existieran. ¿Y acaso alguien podía culparlos? Darwin dijo que únicamente el más apto sobrevive, y Solo añadiría que también el más precavido. Y cuando entra en escena un mendigo, un yonqui o simplemente un tipo desaliñado, una lucecita de alarma se enciende en la cabeza del transeúnte. No es egoísmo, es selección natural.
Fue entonces cuando recordó aquella extraña noticia en el periódico, en un recuadro tan pequeñito que parecía abocado al olvido. El texto narraba la milagrosa desaparición de ciertas plagas en Madrid: la población de palomas había descendido drásticamente, y encontrar una rata en el alcantarillado se había convertido en un ejercicio de agudeza visual. Toda una buena nueva de la que, al menos por el momento, nadie había osado otorgarse mérito alguno.
La anécdota había pasado desapercibida para el público general, sepultada por cientos de noticias que todos los días oscilaban entre lo estrambótico y lo terrible. Por desgracia la muerte del vagabundo había corrido similar suerte: nadie la había prestado atención o ya había sido olvidada. Excepto por Clara, por supuesto.
Pero ahora Solo había relacionado ambos sucesos, y ya no podía ignorarlos. ¿Desaparición de animales? ¿Un mendigo desangrado? O mucho se equivocaba, o un vampiro andaba suelto en la ciudad.
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Colarse en los túneles del Metro no era una tarea demasiado complicada. Bastaba con aguardar al último tren y jugar al gato y al ratón con el segurata de turno durante un rato.
Tras una corta espera, el investigador salió de su escondrijo y aguardó unos minutos hasta que las luces se apagaron. La oscuridad lo engulló de un suculento bocado, y Solo aprovechó para poner a prueba su nueva linterna con bombilla halógena. Iluminaba lo mismo que una normal, pero el nombre le daba un toque de distinción. Alumbró el mapa que sostenía en la otra mano, y la red de túneles impresa en aquel amarillento pergamino quedó a la vista.
El subsuelo de Madrid está repleto de pasadizos y subterráneos, conformando una especie de laberinto que volvería tarumba al mismísimo Dédalo. El plano que llevaba el detective mostraba cada recoveco de tan intrincada red de túneles; desde pasadizos secretos que unían enclaves de interés estratégico, hasta varios polvorines utilizados durante la Guerra Civil. Por aquel entonces la red de Metro fue usada como refugio, e incluso se expandieron varias vías para transportar alimentos y medicinas a zonas poco accesibles. Pero lo que de verdad interesaba a Solo en esos momentos era la existencia de estaciones fantasma, inutilizadas hacía largo tiempo y hogar de vagabundos y drogadictos (a excepción de la de Chamberí, ahora reconvertida en Museo). Si existía mejor refugio para un vampiro, el detective desconocía cuál.
La oscuridad del túnel que partía de la estación de Canal, fue atravesada en dos por el halo de luz de la linterna. Allí habían encontrado al mendigo muerto, por lo que no era descabellado pensar que su asesino pudiera esconderse en la estación fantasma que discurría bajo la calle Bravo Murillo. La cercanía entre ambos puntos así lo hacía suponer.
El detective no se dejó amedrentar por el eco de sus pisadas rebotando en las paredes. Al fin y al cabo llevaba un arsenal digno de un Van Helsing cualquiera: balas de plata en la pistola, daga ungida en esencia de acónito y rosas silvestres, estacas recién traídas de La Roda. También la sempiterna petaca rellena con agua bendita por cortesía del padre Martín. Y aunque Solo jamás le hubiera dedicado una oración a deidad alguna, para tan magna ocasión se había resignado en colgarse al cuello una cruz de generoso tamaño.
Siguiendo las indicaciones del mapa, el detective atravesó varios túneles aparentemente cegados hasta llegar a la estación de marras. El olor a humedad y restos orgánicos en descomposición aturdía los sentidos, y Solo se preguntó por qué en las películas de la Hammer siempre se pasaba por alto aquel tipo de detalles a favor de la asepsia propia de un decorado de cartón piedra.
Lo primero que llamaba la atención de aquella estación abandonada era su escasa longitud, en cuyas vías apenas cabrían cuatro vagones de un convoy moderno. El detective apuntó con la linterna intentando abarcar la máxima extensión posible. Según las habladurías, aquellas estaciones estaban llenas de seres marginales de muy diferente ralea. Sin embargo allí no había ni un alma.
Aunque quizás…
Sí, allá en el fondo el detective vislumbró un bulto con forma humana. El gatito tatuado en su brazo izquierdo escocía como un demonio, como si quisiera avisarle de un peligro inminente.
-Alto ahí- dijo una voz a escasos metros de distancia.
Solo obedeció, sacando su pistola y apuntando con la linterna a aquel que acababa de romper el silencio de la estación.
-¿Quién eres?- preguntó el investigador. Y sin dar tiempo a contestar:- ¿Y qué coño haces en mi ciudad?
El tipo que tenía delante no parecía representar ninguna amenaza, con su camisa de franela y sus pantalones de pana. De hecho, si no fuera por los colmillos que sobresalían por las comisuras de sus labios habría pasado por un ejemplar padre de familia.
-No estamos aquí por gusto- dijo con un extraño acento medio rumano medio italiano. El vampiro se llevó una mano a los ojos para protegerse de la luz directa de la linterna, un tic tan humano que en una criatura como aquella resultaba extravagante.- Nos echaron de nuestra ciudad, allá en la vieja Roma. Vivíamos en unas catacumbas cercanas a San Calixto, pero el auge del turismo nos obligó a emigrar… Únicamente queremos ganarnos la vida… Sobrevivir…
El detective no había escuchado aquella perorata; se había quedado en la primera frase: “no estamos aquí por gusto”. En plural.
Quizás por ello sintió que el corazón se le escapaba por la garganta cuando una mano se posó en su hombro. Si no llegó a gritar, le faltó un pelo. Solo se dio la vuelta dispuesto a enfrentarse a una muerte segura cuando se encontró cara a cara con un demacrado yonqui.
-Yo te cubro, compañero- dijo aquel con una sonrisa despistada.
“Lo que me faltaba”, pensó el detective. Luego se preguntó si habría alguna película de la Hammer titulada “Drácula contra el politoxicómano”. No, definitivamente el bueno de Van Helsing no se había visto metido en nada similar.
-Por eso os pido que nos dejéis en paz. No queremos problemas. No hacemos daño a nadie.
El discurso del indefenso refugiado habría calado más hondo si no fuera por un detalle.
-Excepto a mendigos, ¿verdad?
El vampiro negó triste con la cabeza.
-Fue un descuido, de verdad. Antes solo comíamos alimañas, ratas. Pero mi hijo… Muy impulsivo, ¿sabes? No pudo evitarlo. Pero jamás volverá a suceder.
El detective estaba de acuerdo. Tanto, que sacó de inmediato su pistola y descerrajó tres tiros a la cabeza de la criatura.
-¡Jooodeeer! ¡La hostia, tío!- jaleó el yonqui a su lado- ¡Así, directo a la cabeza! ¡Menuda puntería, jefe!
Solo contempló atónito como su supuesto aliado ocasional, después de palmearle la espalda con entusiasmo, se acercaba al cadáver de manera muy temeraria y estúpida, y con aviesas intenciones.
-¿Pero qué coño te crees que haces?- bramó el detective.
-Heeeeyyy. Tranquilo, compañero. Que el bicho está fiambre y a los fiambres ya no les hace falta la cartera, ¿verdad?
Solo profirió una carcajada socarrona. Se adelantó, agarró al yonqui por el cuello de la camiseta y lo apartó del vampiro con un violento empellón. Fue fácil; probablemente el pobre diablo no pesaba ni los cincuenta kilos.
-Grandísimo gilipollas. ¿Pero dónde has visto tú que se pueda matar a un vampiro de un tiro en la cabeza?- El tipo le devolvió una mirada desconcertada a través de unas greñas grasientas, y a Solo le dio algo de lástima. A fin de cuentas, había pretendido ayudarle.- Cretino… Las balas son de plata, y la plata los envenena, los paraliza, pero no los mata.
-Pero yo creí que íbamos a patearle el culo al chupa-sangres…
-Todo a su tiempo, amigo.
En realidad la prioridad del detective pasaba por tener un bis a bis en privado con el/los verdadero/s culpables del asesinato. Y a ser posible, abandonar vivo aquella estación. Pues claro que no iba a cargarse de buenas a primeras a su único informador y posible salvoconducto. “No estamos aquí por gusto”. Las palabras continuaban revoloteando en su cabeza, como murciélagos excitados.
-Venga, salid de vuestro cubil, alimañas- exigió el detective a la oscuridad mientras barría la estación con su linterna-. Sé que estáis ahí. No querréis que aquí mi amigo el patriarca sufra las consecuencias ¿verdad?
Y esgrimiendo sus mejores argumentos, el detective extrajo una afilada estaca de su petate de cuero y apoyó la punta sobre aquella pechera de franela en cuadros rojos y negros. Lamentos y murmullos a su alrededor. Seis silenciosas siluetas abandonaron sus escondites entre las sombras y avanzaron con paso vacilante hacia la luz de la linterna. Venían por la derecha, por la izquierda, se descolgaban del techo por encima de ellos. Jesús. Los habían tenido así de cerca desde el principio. Solo examinó a la peculiar familia: dos desgreñados chiquillos de unos cinco años, gemelos; una niña delgaducha con largas trenzas morenas de unos doce o trece; una cuasi-veinteañera que parecía mayor a causa de las gruesas capas de maquillaje en el rostro y el llamativo atuendo (compuesto por un ceñido corpiño de leopardo, unos translúcidos leggings negros y zapatos de tacón de aguja color cereza); el bebé, que vaciaba con su diminuta boca de lamprea el pecho otrora grávido de su pálida y sufrida madre. Un bebé... Maldita sea. Eso complicaba las cosas.
-¡Ay, la hossstiaa!- exclamó el yonqui, un poco por detrás del detective.
-Muy bien, familia. Lo estáis haciendo realmente bien.- Solo recorrió los rostros asustados de las criaturas.
-Tíoooo…- insistía el yonqui, mientras señalaba a la hija mayor-. Que a esa la he visto yo en Montera…
-Por favor, signore…- susurró la mujer-. No le haga daño a mi marido… Haremos lo que usted diga, pero no le haga daño.
Espera. El respetable papá había dicho algo sobre cierto hijo impulsivo. Un muchacho. ¿A cuál de los gemelos se habría referido…? A no ser que… Un aullido escalofriante surgió desde lo profundo del túnel. Dos rápidas ráfagas de linterna bastaron para enfocar al demonio que se les venía encima corriendo a cuatro patas. “Aquel bulto antropomorfo yaciendo en el suelo”. Luego, un chasquido metálico, como de dos eslabones que se abren. En serio, ¿cadenas? Solo apenas tuvo tiempo de apartarse durante la brutal carga. Menos fortuna tuvo su improvisado compañero, que recibió el impacto de pleno. El yonqui realizó un corto vuelo hasta dar con sus huesos entre la mugre acumulada desde la prehistoria del metro. Crujido de huesos y tejidos que se abren. Espoleada por el olor de la sangre, la enfurecida criatura ya se alzaba ante el desgraciado todo garras y dientes, cuando de pronto la función llegó a su fin. La estaca se había abierto paso hasta reventarle el pecho y el detective resollaba detrás del monstruo sosteniendo el arma asesina con firmeza. Tenían razón los doctos del crimen. Siempre resulta más fácil alcanzar los órganos vitales desde la espalda, y también es más limpio. ¡Ay! Si Peter Cushing y compañía hubieran tenido en cuenta tan sabios consejos, ¡cuántas camisas y chalecos habrían salido impolutos tras la confrontación con los no-muertos!
El grito de dolor de la madre retumbó en la pequeña estación y se propagó a través del laberinto de túneles. Cayendo de rodillas y agarrando al bebé con fuerza, comenzó a mecerse mientras el resto de los hijos acudía a ofrecerle consuelo. El padre frunció el ceño, los tres agujeros en su frente parecían más pequeños; recuperaría la consciencia en unos instantes. Solo no alcanzaba a entender del todo lo que estaba pasando.
-Los cambios de la pubertad entre los nuestros a veces son… drásticos. Se había convertido en un peligro para todos- explicó la hija mayor haciendo rodar las palabras en su boca antes de escupirlas- Por eso lo teníamos encadenado.
-¿Va a matarnos también, señor?- preguntó la niña de las trenzas.
Solo contempló el desgarrador cuadro compuesto por aquellas criaturas impías. “Hay que joderse”. No, no iba a matarlos. Al menos de momento. Una idea se había abierto paso en su cabeza. Tal vez aplicando el correctivo adecuado que sirviera de ejemplo y advertencia…
-Podéis vivir… pero necesitaremos una muestra de buena voluntad a modo de garantía.
Acto seguido se agachó junto al padre, introdujo los dedos en las cuencas y le arrancó los ojos con una velocidad y una presteza envidiables. El vampiro gimió en su inconsciencia.
-Estos- le dijo a la aterrorizada familia- se vienen conmigo. Así podré veros siempre y saber si os estáis portando bien.
Luego el detective guardó los órganos en un bote dentro de su petate y se volvió hacia el yonqui. El tipo tenía las piernas rotas y quizá varias costillas hechas puré, pero aún respiraba. Era muy probable que dado su precario estado no sobreviviera aquella noche pero, ¿qué iba a hacer el detective? ¿Dejarlo allí? Así que cargando con el compañero entre sus brazos y los ojos del vampiro a buen recaudo en la bolsa, dio la espalda a la familia y se adentró de nuevo en el túnel.
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En un primer momento, Clara no prestó demasiada atención al grupo de niñas rumanas que se había repartido los vagones del metro para optimizar la recaudación de posibles limosnas. Era una escena demasiado común en los últimos tiempos, y siempre la ponía de mal humor eso de ver a los niños explotados en plan Oliver Twist. Por eso no pudo evitar dar un respingo cuando la chiquilla se paró junto a ella y la agarró del brazo. Era una cría de unos doce o trece años, con trenzas largas y negras, bastante guapa. La niña olisqueó la manga de su abrigo y tras clavar sus negros ojos sobre el rostro desconcertado de Clara susurró:
-Dile a tu amigo que estamos siendo muy buenos. Y pregúntale cuándo le devolverá los ojos a mi papá. Ahora le cuesta más cazar a las ratas…
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.