Cuando Dios da la espalda
No era la primera vez que Fredo navegaba, ni que viajaba en silencio y ocultándose de las miradas ajenas, pero nunca lo había hecho dentro de una pequeña barca de madera.
La noche era tan oscura, que la vista no alcanzaba a ver el mar, incluso le costaba visualizar la espalda del marinero que le había recogido en el puerto de Ibiza, y que hundía los remos en el agua sin producir el mínimo sonido. A pesar de la calma, de vez en cuando una ola golpeaba el borde de la barca con la suficiente fuerza para que la espuma le salpicara en el rostro y mojara la cubierta.
Llevaba una chaqueta marrón con el cuello levantado, tan llena de pliegues como las arrugas de su rostro. Metió las manos en los bolsillos, acarició la petaca de cristal y se obligó a sacarlas de nuevo para no pensar en ella, ni en su contenido, y ya no sabía si el esfuerzo por mantener sus pensamientos alejados de la botella le hacía sudar o tenía el rostro mojado por la brisa del húmedo paisaje.
Giró la cabeza hacia la inmensidad de las tinieblas, aquello era como tener los ojos cerrados en la soledad de su antigua celda. Y como entonces, la pareja que habitaba en sus recuerdos hizo su aparición. Iban cogidos de la mano, jóvenes y aun hermosos a pesar de los agujeros de bala en sus cabezas. De pronto se desplomaban muertos sobre la gran mesa divina. Y asomaba el Dios que siempre se había imaginado desde niño, acusándolo de asesino y cerrándole las puertas del cielo. Llevaba treinta años arrepintiéndose por haber aceptado matar a la exnovia de un narcotraficante y a su nueva pareja. Treinta interminables y angustiosos años dedicando su vida a conseguir el perdón de Dios…
Un ruido le hizo volver a este mundo. El marinero había soltado un remo y se encontraba de píe, con el brazo estirado y aguantando el equilibrio. Se agarró a un objeto del exterior que parecía una sombra, y que Fredo jamás hubiera visto de haber navegado solo. Salió dando un salto, cogió una cuerda y la ató a la sombra, que resultó ser un poste de madera. Encendió una antorcha y, como si de un truco de magia se tratase, apareció de la nada un puente con tablas de madera.
Fredo aceptó la mano que le ofrecía el hombre, preguntándose, mientras abandonaba la barca, en que momento de la noche habían dejado de estar a cielo descubierto para entrar en aquella cueva.
Recorrieron el puente, dejando las huellas de sus pasos en las tablas, y llegaron a una puerta de acero sin marcos incrustada en la roca de la cueva. El marinero sacó una llave y la giró hasta tres veces en la ranura para poder abrir.
Al otro lado había un salón repleto de velas, cuyas llamas se encendieron a la vez para dar la bienvenida a Fredo. Se pudo ver entonces un largo sofá con cojines de seda. Los muebles eran antiguos, pero tan relucientes y bien cuidados como si acabaran de construirlos. El suelo estaba cubierto por una alfombra persa, y en las paredes colgaban retratos de personajes de la aristocracia. No había ventanas, ni puertas, solo un largo pasillo que se perdía en la penumbra de la casa. En el ambiente flotaba un desconocido pero agradable olor, posiblemente era la mezcla de aromas que formaban los muebles y los objetos traídos de todos los rincones del mundo.
-Enseguida le recibirá. Por favor… -dijo el marinero, señalándole el sofá. Después cerró la puerta, dejándole solo, y se oyó como echaba la llave.
Fredo dio unos pasos, ahogados en la alfombra, y se sentó, hundiéndose en el sofá. Movió entonces un poco el trasero hacía el borde para mantenerse derecho.
-Matheson, Matheson… -susurraba sin dejar de mirar a su alrededor. Era el nombre que le había dado su compañero de prisión. El nombre de la persona que podía cambiarle la vida.
Se calló de golpe al descubrir que no estaba solo. Había un hombre alto apoyado en un mueble, con las manos en los bolsillos y sin apartar la mirada de su invitado. Tenía unos cuarenta años, llevaba un traje blanco y una corbata tan negra como sus ojos. Su pelo estaba peinado hacia atrás, y era tan pálido, que el recorrido azulado de sus venas se dibujaba bajo la piel de su rostro.
Fredo intentó sostenerle la mirada. Lo hacía por inercia, en su mundo bajar la mirada significaba sumisión. Pero esos ojos le hurgaban el alma y le congelaban los huesos. Apartó rápidamente la vista en cuanto sintió ceder un muro en su cabeza, o una puerta abrirse, y alguien ajeno a su alma apoderarse de la información de su pasado, de sus sueños, de sus pensamientos y miedos, y de las instrucciones del manejo de su consciencia.
-¿Quién le ha dado mi nombre? –preguntó Matheson. Si su mirada congelaba los huesos, su voz era el martillo que los hacía añicos.
Fredo movió los labios pero no dijo nada.
-Anthony –dijo Matheson por él.
Fredo afirmó con la cabeza y entonces recordó que no se había presentado. Se puso de pie y dijo:
-Gracias por recibirme. Me llamo Alfredo y soy, bueno, fui compañero de prisión de Anthony.
El hombre le indicó que volviera a sentarse mientras se apartaba del mueble. Sus ojos se vieron reflejados por la luz de las velas. Eran marrones. Unos ojos normales. Fredo se tranquilizó un poco.
-Los amigos de Anthony son mis amigos –dijo Matheson, sentándose en el sofá y doblando las piernas-. ¿Cómo le va?
-Bien. Lo tratan bien. Nunca le falta de nada.
-Intento ocuparme de eso. ¿Le contó que pasó muchos años a mi servicio?
-Si. Habla de usted con orgullo.
-El mismo orgullo con el que yo recuerdo a Anthony, sin duda. Era un chico entregado.
-Si, si.
-¿Y qué le contó sobre mí?
-Bueno, al principio no me hablaba de usted. Yo lo conocí cuando entré en prisión, hace treinta años. Ahora acabo de salir, convertido en un viejo, y Anthony sigue estando igual de joven como el primer día. Le pregunté por su secreto, bueno, en realidad todos lo hacíamos, hay incluso carceleros que le preguntan como diablos no envejece, y él nunca dice nada, nunca. Pero, en mi última semana, me habló de usted. Si, me dijo que usted conoce el secreto para alargar la vida.
Matheson se echó a reír entre dientes.
-No hay otro como él.
-No, no lo hay –repitió Fredo, animado por la risa del hombre.
-Puede que no haya envejecido por fuera, pero por dentro su cerebro debe de estar arrugado y atrofiado para decir esas cosas. ¿Usted le creyó?
Fredo se quedó callado. Comenzó a ruborizarse, a sentirse un idiota por haber creído en sus palabras. Pero eran treinta años. Treinta años en los que a ese tipo no le había salido ni una arruga. Treinta años escuchando diversas historias sobre pactos con satán, pócimas mágicas, vampiros, genética, experimentos… hasta que finalmente Anthony le contó su secreto. Y su secreto se llamaba Matheson.
-Creo en lo que ven mis ojos –respondió al fin.
El hombre aun sonreía.
-Debe tenerle mucho aprecio para que le haya dado mi nombre.
-Ya sabe, en sitios como ese uno crea grandes lazos.
-Como lo fue el nuestro–dijo el hombre, sumergiéndose en sus pensamientos.
Hubo un largo silencio. A Fredo empezaron a sudarle las manos. Incómodo, metió la mano en el bolsillo donde guardaba la petaca, pero en su lugar sacó un paquete de tabaco y recortó un trozo.
-Ah, me dio esto, aquí es donde me apuntó su nombre y la persona por quien debía preguntar en la cervecería del puerto.
Matheson se inclinó a un lado para coger el recorte. Durante un segundo se encontraron dos brazos estirados sobre el sofá, pero solo se proyectó la sombra de uno de ellos.
Fredo cerró la mano con fuerza varias veces sobre su abdomen para generarse calor. Rozar los dedos de aquel hombre le había producido tanto frío como meter la mano en un congelador.
-¿Qué es exactamente lo que desea? –preguntó Matheson, dándole vueltas al trozo de cartón y sin apartar la vista de su propio nombre escrito a lápiz.
El invitado se aclaró la garganta y aprovechó esos segundos para ordenar las palabras.
-No quiero la juventud que posee nuestro amigo. Yo ya paso de los sesenta y él me dijo que usted no podría hacerme retroceder ni un solo día de mi vida. Tampoco quiero la inmortalidad. Se que mis ganas de vivir algún día desaparecerán, y desearé la muerte. Hace treinta años cometí el peor error de mi vida. Solo quiero tiempo para remediarlo hasta conseguir el perdón de cierta persona. Y Anthony me dijo que usted sabe como detener el tiempo.
Matheson se levantó.
-Cierta persona… -susurró, mientras paseaba por la sala.
Fredo creyó ver que, en algunos de los cuadros por donde el hombre pasaba, los retratos cambiaban de expresión.
-¿Le teme a la muerte? –Preguntó el hombre-. ¿Teme aquello que pueda estar esperándole?
-Yo temo… -Si pestañeaba veía a la pareja. A Dios cerrándole las puertas del cielo.
-Teme morir sin encontrar la paz consigo mismo.
Fredo se quedó callado.
-La ayuda que yo puedo ofrecerle, quizá no sea de su agrado –dijo Matheson.
-No quiero convertirme en un vampiro.
Matheson se detuvo.
-Anthony me lo confesó. Me dijo que se declaró culpable cuando la policía encontró los cadáveres con los que usted se había alimentado. Y su recompensa por el sacrificio fue alargarle la vida, dejándole beber su sangre, para que cuando saliera de la cárcel tuviera un futuro por vivir. Hasta que él dijera basta, tomando agua bendita para destruir su influencia y envejecer desde ese momento como una persona normal. Es esto lo que pido, señor, beber su sangre y alargar mi vida.
- Beber mi sangre… -repitió el hombre. Luego retomó el paso, cruzó junto a una zona sombría donde no alcanzaba la luz de las velas, y desapareció.
-Trabajaré para usted si me lo pide. En su día acabé con dos vidas inocentes. Puedo ahora entregarle la vida de asesinos, proxenetas, maltratadores, puedo limpiar este mundo de maldad hasta rehacer lo hecho, y así quizá consiga el perdón. Ayúdeme a liberarme de mi condena, por favor. Ayúdeme a ser libre, como ayudó a Anthony a serlo.
-Ser libre… -dijo Matheson entre risas-. Pongamos las cartas sobre la mesa, don Alfredo. Anthony no es libre de nada. Vivía para servirme, y me sigue sirviendo entre los muros. ¿Anthony libre? Me temo que no. Si bebes mi sangre nunca serás libre. Serás mi perro. Mi fiel esclavo-. Su voz sonaba desde distintos puntos del salón.
-Eso no es...
-Los hombres como usted se convierten en mi esclavo, o en mi alimento.
-No pienso elegir.
-Es que no tiene elección, don Alfredo. Solo yo elijo a mis perros, y mis perros elijen mi alimento. ¿Lo entiende ahora? Anthony continúa sirviéndome incluso dentro de esos muros. Y jamás dejará de hacerlo.
El invitado se levantó. Le temblaban las piernas.
-¿Sabe qué he aprendido a lo largo de los años? –Preguntó el vampiro-. Mientras más miedo pasa un humano, mejor sabe su sangre.
Fredo se giró rápidamente al sentir el aliento en su nuca. Pero no había nadie.
-Por favor, déjeme en paz –dijo el invitado, cruzando el salón sin dejar de mirar a todas partes. Llegó a la puerta, pero no había pomo ni manivela de donde tirar para abrir. Se dio la vuelta. El vampiro seguía sin dejarse ver.
Las llamas de las velas comenzaron a temblar y las sombras se movieron por el salón. De vez en cuando, el rostro pálido del vampiro aparecía un instante en la oscuridad, con las pupilas convertidas en dos puntos rojos.
Fredo apoyó la espalda contra la pared para tener un franco menos del que preocuparse.
-¿Desea ser libre? –Dijo Matheson desde algún lugar-. Ni siquiera después de la muerte será libre. Su alma vagará por esta tierra hasta la noche en que yo desaparezca. Condenado, esclavizado, tan maldito como yo.
Aparecieron, atravesando las paredes y arrastrando los pies, almas en pena con ropa de distintas épocas. Las había con vestidos blancos y exuberantes de la edad media, ropajes de pordioseros y enfermos de peste, gente con tejanos y ropa de marca; marineros, prostitutas, príncipes…
Los espíritus rodearon al invitado.
-Libéranos, libéranos… -susurraban arrastrando las palabras.
Fredo se encogió ante las manos de las almas, que proporcionaban frío al transformarse en humo cuando tocaban su cuerpo. Se deslizó por la pared hasta sentarse en el suelo, cubriéndose los ojos con las manos.
-No era así como debía ser. No era así…
-Es exactamente como lo planeamos –dijo el vampiro. Los espíritus habían desaparecido, y Matheson se encontraba en cuclillas delante de Fredo. Su iris tenía un brillo carmesí, y su aliento olía a putrefacción.
El invitado trataba por todos los medios de no mirarle a los ojos.
Los colmillos del vampiro, afilados, mortales, crecieron hasta llegarle a la barbilla. Las venas tomaron un color oscuro debido a la excitación, y se esparcieron por sus mejillas, como las ramas desnudas de un árbol.
Fredo abrió aterrorizado los ojos y lanzó un grito.
El vampiro lo agarró del cuello y lo levantó hasta ponerlo de puntillas. Sus largos dedos, de uñas como garras, le presionaron la barbilla para girarle la cabeza y dejar el cuello al descubierto. Satisfecho, echó la cabeza hacia atrás, mostrando una boca donde se estiraban finos hilos de saliva, y por donde asomaba una larga y apestosa lengua.
Descendían ya los colmillos cuando algo se estrelló contra su sien, mojándole el lado izquierdo del rostro.
Fredo volvió a tocar el suelo. Abrió la mano, que tenía un corte con sangre en la palma, y el morro roto de la petaca cayó sobre la alfombra, junto al resto de cristales.
El vampiro se tocó la mejilla. Al separar la mano vio como se desprendía una fina capa de piel y se quedaba pegada en sus dedos. Empezó a salir humo de la parte mojada de su cara.
Fredo se abrió la chaqueta. Llevaba una cruz formada por dos tubos colgando del cuello, y en los bolsillos interiores asomaban el morro de tres petacas más de cristal.
-Agua bendita. ¿Te gusta mi plan?
Brilló el odio en los ojos del vampiro. En apenas un segundo se había abalanzado hasta el invitado y tenía la cabeza entre sus manos. Su primera intención fue la de partirle el cuello. Pero el dolor de las quemaduras era tan insoportable que necesitaba sangre con urgencia para cerrar las heridas. Si lo mataba, su sangre se contaminaría. Y el dolor le haría actuar sin pensar, saliendo fuera y cazando al primer humano que encontrara, exponiéndose a ser descubierto.
Fredo cogió otra petaca e intentó partírsela en la cabeza, pero Matheson le agarró de la muñeca y le clavó los colmillos en el cuello. El dolor le cortó la respiración y le produjo calambres en los miembros de su cuerpo.
Debido a uno de estos calambres, la mano se cerró con fuerza y la petaca estalló, derramándose su contenido.
El vampiro sacó los colmillos y, con la boca desfigurada por el dolor, se miró la mano, en cuya piel se formaban burbujas que explotaban y dejaban la carne al descubierto.
Fredo, mareado, agarró el crucifijo y trató de imponer su fuerza.
Matheson clavó la vista en la cruz y escupió sobre ella.
-¡Tú Dios te ha dado la espalda!
El invitado le contestó partiendo la cruz, y los tubos se iluminaron con potencia durante un instante, cegando al vampiro y aprovechando este momento para estallarle las dos últimas petacas en la cabeza.
Matheson comenzó a arrancarse la ropa entre gritos y aullidos de dolor, e intentaba quitarse el líquido de la cara, arañando su rostro. Clavó las rodillas en el suelo. Uno de sus ojos, antes puro fuego, estalló y se convirtió en un líquido blanco deslizándose por su mejilla.
Los gritos del vampiro reventaron los tímpanos de Fredo y abrieron grietas en las paredes y el techo del salón, del cual comenzó a desprenderse un polvillo blanco.
Fredo se tambaleaba de un lado a otro, perdiendo sangre por las orejas.
El agua bendita deshizo la carne del rostro del vampiro, y se transformó en fuego al entrar en contacto con el cráneo. Matheson intentó apagarse las llamas con las manos, y en unos segundos se propagaron por todo su cuerpo. De haber conservado la garganta de una pieza, el espantoso grito se hubiera escuchado por toda la isla.
Fredo se alejó, dejándolo arder en compañía de todos los espíritus, que lo miraban consumirse en silencio. Se sentó en la punta más alejada del sofá, sacó el paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. Sintió en su espalda el calor del fuego, que se propagaba por todo el salón. Los cuadros y algunos objetos se desprendieron a causa del temblor y cayeron al suelo.
Dio una calada con la mirada fija en la pared que debía de dar al mar. Esperaba que llegase la visión de la pareja. Pero ésta no se produjo. Por primera vez desde que cometió el asesinato no podía recordar sus caras, ni sus cuerpos. Se giró y vio a todos esos espíritus desaparecer en calma, libres al fin tras la muerte del vampiro. Y sintió esa paz de la que tantas veces le había hablado el sacerdote de la cárcel, y que significaba su anhelado perdón de Dios.
El polvo que caía del techo se convirtió en una lluvia de arenilla.
Y Fredo cerró los ojos mientras todo se derrumbaba a su alrededor, y por primera vez en treinta años la oscuridad del interior de sus parpados se transformó en una luz que cegó por completo a las tinieblas de su pasado.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.