El aposento está oscuro, impregnado por un ambiente triste y lúgubre, al igual que toda la vieja casa familiar. Me encuentro arrodillado al lado de la vetusta cama de mi padre, donde éste, herido de muerte, agoniza esperando un final que su cuerpo se resiste a aceptar. Cojo sus manos con las mías y las aprieto con cariño, su muerte me duele como si me arrancaran las entrañas, pero nada puedo hacer por él, ni aun rezar oraciones que no serían escuchadas. La plata del cuchillo con el que le hirieron ha ido envenenado su sangre y, poco a poco, la gangrena avanza lenta pero irrefrenable.
Mi padre gira la cabeza y me mira.
—Hijo, es hora de que te narre con detalle la historia de nuestra noble estirpe —me susurra en un último esfuerzo, no sin un deje de orgullo en la mirada.
Este es su relato:
“Debes saber hijo, que nuestra historia se remonta muchos siglos atrás, casi al principio de los tiempos, tiempos lejanos en los que los hombre vivían varios siglos, el tiempo en el que los hombres comenzaron a ser hombres y a poblar la tierra. Mi padre fue uno de los primeros hombres en morar en este planeta; Caín, el maldecido, era su nombre.
Caín había sido maldecido por el mismísimo Dios, era odiado y repudiado por todos. Él que siempre había trabajado la tierra, se vio obligado a huir de su lugar y vagar como una sombra por las ciudades, evitando ser reconocido, perdiéndose entre el gentío. Pero por mucho que lo intentará, la marca de su frente, el sello de la maldición de Dios, acababa delatándole. Y entonces debía huir a otra ciudad, comenzar una vida nueva, esforzarse en seguir tapando su frente con gorros, capuchas o aun con el pelo. Esa era la vida de mi padre, la vida de un paría, de alguien que nunca halló la piedad ni la compasión de sus semejantes, ni mucho menos la de su Dios.
En una de esas huidas de ciudad en ciudad a mi padre se le echó la noche encima y buscó refugio en una pequeña gruta, en la inmediaciones del desierto. Pero al poco de entrar en ella oyó un ruido a sus espaldas, proveniente del interior de la cueva. Supuso que sería una banda de maleantes o salteadores y se dio por muerto. Pero no; era una mujer. Una mujer al parecer joven, aunque a decir verdad de edad indeterminada, pues su piel no reflejaba los años. Era delgada, con una mirada sensual y un cuerpo esbelto y bien proporcionado. Su nombre era Lilith.
Ella también era una proscrita de los hombres y de Dios y, al igual que Caín, llevaba en su frente la marca de la maldición. Dos almas condenadas, solitarias, que se encontraban en medio del desierto, no pudieron sino darse el cariño que su humana naturaleza necesitaba. Esa misma noche fui engendrado. Necesitados de compañía decidieron vivir juntos en aquel apartado desierto. Sobrevivir no sería fácil, pero siempre era posible aprovecharse de las tribus nómadas y los pastores por allí se extraviaban. Al principio la decisión obedeció a un mero deseo, pero cuando el estado de Lilith se hizo patente fue una necesidad. Si para un maldito esconderse en la ciudad era ya complicado, para una pareja con un niño era impensable. Pensaron que estaría más seguro en la soledad del desierto, lejos de la ira, el miedo y la superstición de la gente.
Tras el periodo de rigor nací yo. Mis padres suspiraron aliviados, en mi frente no había marca alguna. Pero Lilith no era mujer que se dejase atrapar por ataduras, a los pocos días de mi nacimiento huyó mientras mi padre dormía, dejándome a mi también con Caín.
Mi padre, solo en el desierto y conmigo en brazos, decidió volver a la ciudad. Volvería a intentar pasar desapercibido. Se vendaría la frente, tapando la marca de la frente y uno de los ojos como si fuese tuerto. Confiaba en que nadie descubriera su treta. Yo podría crecer con los otros niños, jugar, e incluso aprender eso que llamaban escritura.
Al principio fue más o menos bien. Mi padre logró un empleo y yo crecí con normalidad. Aun así mi padre desconfiaba y temía ser descubierto, procuraba relacionarse poco, yendo tan solo de casa al trabajo y del trabajo a casa. Por otro lado la gente de la ciudad tampoco sentía mucha simpatía hacia nosotros. Éramos forasteros, sin familiares conocidos, reservados. Pronto empezaron las murmuraciones sobre nosotros, los cuchicheos y maledicencias. Sospechan que padre fuese un ladrón o quizá, incluso, un asesino. A medida que fui creciendo esas suspicacias hacia mi padre fueron trasladándose a mi persona: las madres evitaban que me acercara a sus hijos, y estos, correctamente instruidos me evitaban e incluso me apedreaban y golpeaban. Mi padre enfurecía, pero callaba, guardando un odio inmenso en su interior, sabiendo que era mejor ser humillado que descubierto. Con el tiempo, cuando creciera, él podría huir, y la gente acabaría por olvidarse de sus prejuicios hacia a mi, y yo podría llevar una vida normal y feliz.
El tiempo pasó y yo cumplí los quince años. Era ya todo un hombre. Un hombre solitario, huidizo, como solo puede serlo alguien que únicamente ha recibido el desprecio y la suspicacia de sus vecinos. Procuraba no relacionarme con nadie, todos procuraban a su vez no acercarse a mi. Nunca entendí esa actitud; yo no había hecho nada malo a nadie, era solo un niño recién nacido cuando me conocieron. Según crecí me acabe convirtiendo en un ser solitario y taciturno, alguien lleno de rabia, de incomprensión y de odio, alguien que vivía con miedo y tristeza en medio de su resignación. Pero un acontecimiento ocurrió entonces, un acontecimiento que cambio el curso de mi existencia: Era casi de noche cuando fui al río a recoger agua, me gustaba esa hora, ya casi oscura, así no tenía que ver a nadie y nadie tenía que verme a mi. Llegué al río y la vi; era mi vecina. Tendría un par de años más que yo, estaba desnuda, bañándose. Me quedé un rato mirándola, no sé que pasó en mi cabeza, pero mi mente se quedó en blanco y poco a poco me acerqué hacia ella. Debí hacer algún ruido porque se giró hacia mí, gritó, y tapándose como pudo con sus ropas salió corriendo semidesnuda.
Yo estaba atónito, era la primera vez que veía algo tan bello, tan hermoso. Tras un rato ensimismado reaccione a medias. Debía huir de allí, pero estúpidamente me quedé a llenar mis cantaros de agua.
Mientras terminaba mi tarea oí jaleo a mi alrededor. Una horda de gente venía armada de palos, piedras y cuchillos. En un segundo de abalanzaron sobre mi; se hizo la oscuridad.
Desperté. Debía ser la media noche, sobre mí, únicamente las estrellas, pues me hallaba tendido en la campo. Mi padre estaba a mi lado, gravemente herido. Yo me encontraba tumbado, con las manos cruzadas sobre el pecho y envuelto en un sudario blanco. Cerca nuestra un hoyo a medio excavar; sin duda era una tumba. Mi padre gritó despavorido. Me dijo que había muerto, que era imposible que volviese a la vida. Pero así era. Estaba vivo, me encontraba bien, mejor que nunca. Tenía hambre y me sentía débil, pero aun así mis músculos contenían en su interior la fuerza de veinte hombres, mi vista llegaba donde nunca antes había llegado y en mi oído penetraban los más leves susurros de la naturaleza. Mi padre no tuvo tanta suerte; esa misma noche murió.
Me encontraba solo y no sabía muy bien que hacer. Todo era extraño. Poco a poco fui descubriendo mi nuevo ser, la esencia de eso que los hombres de hoy evitan pronunciar. La maldición de mis progenitores me había perseguido más allá de la tumba; pagaría los pecados de mis padres. Era el primero de una nueva raza maldita, hijo de los maldecidos por Dios, la estirpe que los hombres habían despreciado en vida. Quizá no pudiese vengarme de Dios, quizá no había porqué, me había hecho la más fuerte y poderosa de las criaturas. De los hombre me vengaría, de ellos, de su maldad, y en su carne, de Aquel a quien llamaban Padre.
Podría haber causado un baño de sangre, sus armas no me afectaban, aun de día, cuando me encontraba más débil era más fuerte que cualquier hombre. Mis sentidos era más agudos y tenía incluso cierto control sobre los elementos y la materia. Pero no, yo no quería matarles, eso era demasiado fácil. Demasiado innoble. Yo no era, ¡yo no soy un asesino!. A lo largo de mi vida únicamente he matado para comer. Yo quería verles sufrir lo que yo había sufrido, quería verles como se odiaban entre ellos, como lanzaban su anatema unos contra otros. Quería que sufrieran mi maldición; ser despreciados por todos. Quería ver como poco a poco se aproximaban al fuego del infierno. Quería que en su alma solo habitara la maldad y el pecado. Y fruto del pecado; el odio. El odio a si mismos, el odio a sus hermanos y el odio a su Dios a través del odio a sus hijos.
Me infiltré entre ellos, haciéndome pasar por una persona honrada, inocente, un modelo de ciudadanía. Y valiéndome de ese respeto, de ese acatar sus leyes, les fui alejando de las mismas. Sus sacerdotisas inmaculadas fueron cayendo en mis brazos, siendo mancilladas parea siempre. Las hijas de los hombre, esas bellas, inocentes, era llevadas a la lujuria y la deshonra. Si no eran preñadas por mi semilla, pronto se descubría su pecado. Ellas serían señaladas de por vida, condenadas a una vida de soltería y por tanto de hambre. Y sus padres, avergonzados y repudiados, tendrían que vivir el resto de su vida odiando, sintiéndose traicionados por lo que más querían. Ellos, los padres, esos honrados padres de familia, ¿cuántos no serían apresados por las cadenas del vino, deslumbrados por un mundo de placer fácil? ¿Cuántos no perderían su hacienda en el juego, engañados por mis ardides y trampas? ¿Y cuántos castos maridos no caerían bajo los influjos de tus hermanas, de las criaturas que yo iba creando a mi paso? ¿Qué decir de esos honrados mercaderes a los cambiaba la mercancía en un descuido? Esos que cobrando buen genero vendían bazofia, esos de cuyos cuerpos se llenaros las celdas.
Pero todo ello era poco, yo quería más. ¡Más! Por ello fui extendiendo mi imperio. Hijos e hijas me servían fielmente, compartían la sed de venganza por los pecados cometidos contra su estirpe. Pronto no hubo pueblo, ciudad e imperio que no estuviera poblado por al menos unos de los nuestros. Pero no nos conformamos con las pequeñas disputas. Fuimos creciendo, infiltrándonos en los más altos puestos de la sociedad. Pronto fuimos respetables generales, ricos prestamistas, hacendosos comerciantes, grandes gobernantes. Pronto fuimos sanguinarios mercenarios, usureros desalmados, estafadores y tiranos. Con nuestro poder e influencia sumíamos a la gente en las más terribles desesperaciones, les hundíamos en las más insoportables miserias, sacando a relucir lo peor de sus almas. Convertimos a cuantos hombres pudimos en animales asustados, en seres que se odiaban, que desconfiaban unos de otros. Seres que veían en sus semejantes a auténticos lobos, a sus peores enemigos.
Y seguimos creciendo a medida que crecía el mundo. Cayeron imperios que dieron lugar a otros. Nacieron reyes que fueron nuestros títeres. Aparecieron filósofos honrados, que fueron calumniados por los nuestros hasta perder sus nombre en el olvido, sus enseñanzas fueron manipuladas y el hombre pensó lo que le dijimos que debía pensar. Vieron la luz religiones que hablaban de amor; en una generación nuestros fueron sus obispos y ulemas. El mundo se extendió, y allí donde llegaba el hombre, llegaban las fronteras de nuestro imperio.
Pero nuestro número creció tanto, tanto la necesidad de comer que algunos hombres acabaron descubriendo nuestra existencia. Comenzaron a circular leyendas, cantares y libros. Pronto nos encargamos de tacharles de locos, pero el mundo era oscuro y supersticioso. Creamos la luz, la nueva ciencia que ridiculizó a quienes luchaban contra nosotros. Y con esa ciencia, con ese conocimiento cambiamos el mundo. Les ofrecimos a los hombres nuevos lujos, nuevos placeres y, lo más cruel, nuevas esperanzas. En cambio estaban cada vez más sometidos, a medida que el mundo crecía, que la técnica avanzaba, aumentaba nuestro poder sobre las personas. Nada cambió en realidad, porque la naturaleza del hombre es inmutable. Los mismos terrores, las mismas viejas pasiones, la misma moral disfrazada una y otra vez bajo nuevos argumentos. Su odio, su desprecio al diferente, al que se aparta de lo socialmente bueno, de lo hipócritamente aceptable. Sus temores a la muerte, al dolor, al ver sufrir a los suyos, al hambre, al frío y a la guerra. Unas guerras cada vez más destructivas, un hambre cada vez más difícil de evitar. Un hombre que era cada vez menos hombre y más animal. Encerrado en sus ciudades como hormigas, dependiente de una tecnología que no comprende. El hombre estaba cada vez más en nuestra manos, es poco menos que nuestra mascota, un animal de granja al que sádicamente manipular.
Pero como ves hijo mío, todavía no somos indestructibles, después de siglos voy a morir. Casi me alegra este descanso. Pero aun así tú, mi benjamín, debes de seguir el ejemplo de tus hermanos. Tú y tu descendencia. Debéis de seguir sometiendo al hombre, vengándoos. Sembrad más odio entre ellos, haced de su vida el peor de los infiernos. Que sigan recluidos en sus ciudades, que sigan sin recordar levantar la vista al cielo, sin mirar un amanecer. Que cada día que se levanten sigan sintiendo sobre su alma la losa de una vida que no pueden cambiar, de una vida de insatisfacciones que sin embargo les esclaviza. Y a pesar de ello seguid dándoles sueños de riqueza y felicidad, sueños que romperá la próxima crisis que creéis, la próxima guerra que desatéis. Seguid torturándoles con promesas que no alcanzaran. Haced que sigan luchando contra ellos mismos, que no duerman trabajando, estudiando, y aun es sus escasos momentos de reposo, que en su cabeza solo haya imágenes de miedo al fracaso, de rencores hacia los otros y de envidia hacía nosotros. Sí, hacia nosotros, que disfrazados gobernamos sus vidas. Hacia nosotros que somos los dueños de sus países, sus bancos, sus empresas. Hacia nosotros que les decimos que programa ver, que música oír, que libro leer, que bazofia comer o que pensar. Y si alguno intenta revelarse, pintadle de loco, encerradle, apaleadle y cuando nadie mire alimentaros con su sangre. Porque ese es nuestro destino; la venganza hacia la que nos empujaron hombres y dioses. Porque somos hijos del mal y únicamente podemos obedecer a nuestro ser, hemos nacido para extender la maldad sobre la tierra hasta que no quede un ápice de amor o de esperanza, hasta que no haya un hombre feliz sobre la tierra. Eso somos hijo, los hijos de Caín y de Lilith, la raza maldita, somos la esencia del mal, somos vampiros.”
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.