«La absolución del culpable es la condena del juez»
Publio Siro (poeta dramático romano).
I
Recuerdo mi infancia huyendo de un lado a otro, con la pobreza acechando nuestros pasos y el buen humor incansable de mi padre, Berg de Zwijnenhoeder. Aquel hombre fornido y optimista, hijo y nieto de porqueros, soñaba con abandonar aquella vida. Sin embargo, por más que deambulamos por media Europa la miseria nos acababa atrapando.
Crecimos con el hambre cosiendo nuestros estómagos y con el frío tambaleando nuestros cuerpos desnutridos. Mi madre sufría viendo cómo enfermábamos por la falta de alimento, y porque sus pechos carecían de leche con que amamantar a la recién nacida. La pequeña Betsie nos abandonó a los cinco días de su llorosa venida al mundo, lo cual desoló a Eline que poco a poco se distanció de mi padre. Mujer fuerte y generosa nunca manifestó en voz alta su amargura, pero sus miradas dolían tanto o más que cualquier reproche. Con el tiempo las risas y bailes se sustituyeron por silencios… cada vez más frecuentes.
En los últimos tiempos la ilusión no chispeaba ya en sus ojos, y padre culpabilizándose se arrastraba taciturno y frecuentaba la taberna hasta altas horas de la noche. A menudo regresaba beodo poco antes de laudes, y reclamaba entre efluvios o blasfemas los favores de mi madre. Los pequeños nos agazapábamos en el jergón de borra que compartíamos los tres, junto a la chimenea, demasiado asustados para hacerle frente. Llegué a odiar a aquel borrachín que nos había arrebatado al hombre cabal y risueño que había sido hasta entonces y que ahora golpeaba a su esposa a diario.
Muchas veces, tras esas palizas, cuidé de madre, postrada en su catre —sin fuerzas para sorber el agua que le ofrecía en la escudilla y apenada por el odio que se había instalado en el corazón de su marido a quien seguía queriendo a pesar de todo—, dejó de ser la misma. Así es como las lágrimas se convirtieron en amigas más leales que la sonrisa para todos nosotros.
No dormí ni una de aquellas noches, incapaz de acallar mi conciencia ante la vileza de un hombre al que había querido tanto. Las horas nocturnas discurrían entre golpes, sollozos e insultos, mientras los niños fingíamos dormir, por miedo. No obstante, los otros tres, algo más pequeños, acabaron cediendo al cansancio y a la costumbre de aquellos gritos y protestas, consiguiendo dar alguna que otra cabezada. Yo nunca lo logré. Las ojeras se instalaron en mi mirada haciendo de mí un anciano prematuro. Demasiada desdicha para un niño.
La noche en que por fin tomé la decisión de acabar con aquella injusticia, mi padre nos propuso un viaje. Llegaba arrepentido y sobrio, compungido y asfixiado por la nostalgia de la felicidad de los tiempos pasados. La conversación, entre dos caballeros exiliados, de la que había sido testigo en la granja para la que trabajaba, le había cambiado. Le creímos.
Hablaban de viajar a las Américas. Aquellas palabras reavivaron, de algún modo, su pasión de antaño por la vida y nuestro progenitor se enrocó en conseguirnos unos pasajes.
Las semanas hechas meses, por los angostos caminos embarrados recorridos a pie, no borraron ni un ápice aquel entusiasmo que nos hizo abandonar nuestro humilde hogar, en pos de un sueño, con el hatillo al hombro y una mula vieja que cargaba a turnos en sus lomos a los gemelos y a mi madre, además de algunos aperos. No hubo más riñas y padre nos contagió su esperanza, incluso a madre. Nunca se mostraba cansado, por más que hubo de trabajar durante el trayecto lo mismo de pescador, como de herrero, esquilador, carbonero o leñador, y por supuesto de porquero. Apenas dormía.
El viaje nos llevó varios meses, pues debíamos parar por un tiempo hasta que reunimos algunas monedas. Gracias a Coba, conseguíamos sacar algún emolumento extra que se sumaba a lo que ganaba, el inagotable Berg, portando mercancías entre población y población.
A pesar de las lluvias, las ampollas, las encías sangrantes, los piojos, el cansancio y el dolor… la frontera con Bélgica estaba cada vez más cerca. Lejos quedaba nuestra pequeña choza en Delft. Casi podíamos saborear la libertad de la que tanto habíamos oído hablar a padre. Cuando nos aproximábamos a alguna villa cercana al mar, nos gustaba imaginar cómo sería el nuevo mundo, hacia el que nos dirigíamos. Lástima que no todos llegamos al barco… la pobre Coba, nuestra mula, falleció por una infección en una de sus patas.
II
Fue un viaje largo y penoso desde el puerto de Amberes. Las olas golpeaban el casco entre fuertes vaivenes, y los mendrugos de pan y el queso rancio porfiaban por salir de nuestros cuerpos a cada sacudida. La fuerza del mar, aún estando en calma, hacía de nosotros guiñapos vacíos e impotentes. Todos nosotros enfermamos. Los pobres carecíamos de lo más básico. En altamar, sin verduras ni fruta, los dientes perdían su agarre y se nos caían entre esputos sanguinolentos. Brazos, rodillas y tobillos combatían contra su propio enemigo, hinchándose y amoratándose hasta que el dolor nos hacía perder el conocimiento. Los cabellos perdidos cubrían nuestros sucios ropajes, como una manta efímera que no presagiaba nada bueno. Cada nuevo amanecer rezábamos porque aquel sufrimiento cesase, pero el destino se burlaba de nuestros ruegos concediéndonos más tormento, fiebre y mareos. El primero en abandonarnos fue mi hermano Nard. Lo hizo con la entereza de quien sabe que la muerte es el triunfo final sobre el dolor cuando esté resulta insoportable.
No sé porqué lo hice, pero no pude tolerar que el cuerpo de mi hermano fuera tragado por las olas y devorado por tiburones. Adormecido ya por los temblores y en el regazo de mi madre, yo mismo le desangré entre sollozos vertiendo su sangre en una vasija. Instantes después, con una frialdad inhumana bebí su sangre. Nadie de los míos comprendió aquel gesto, pero tampoco lo impidieron. En el mismo momento en que su sangre bajó por mi garganta percibí que mi cuerpo recuperaba vigor. Aquel extraño impulso no respondió a una decisión premeditada, pero desde aquel momento me alejé de la fe.
Días después hube de repetir la misma operación con mis otros dos hermanos, Peet y Ot, nacidos a la par y que nos abandonaron seis años después también al mismo tiempo. Apenas transcurridos cinco días hube de sobreponerme nuevamente a la pérdida fatal, en esta ocasión el hueco que quedaba en mi corazón era mucho mayor: uno jamás olvida la pena de perder a su madre; nunca olvidaré su rostro sonriendo de alivio cuando padre la besaba mientras yo le cerraba los ojos, y ella decía adiós a la vida. En el caso de Berg, fue él mismo quien me hizo jurar que si él tampoco sobrevivía, yo procedería al igual que con todos los demás: aquel holandés testarudo y jovial anhelaba terminar aquel viaje fuera como fuera.
«Si mi sangre riega tus venas, yo también lo habré logrado», dijo.
Con la habilidad de quien lo ha hecho ya más veces, laceré una de sus muñecas y succioné directamente su plasma. A falta de tres días para avistar tierra, tampoco él pudo ver América.
Solo en el mundo y aferrado a su cuerpo, lloré sin consuelo. No había tenido tiempo de confesarle que desde aquella primera vez con Nard, la llamada de la sangre me había obligado a deambular por cubierta y bodega durante las noches, en busca de animalillos a quienes arrebatar hasta la última gota de aquel líquido manjar. Tampoco reuní el valor suficiente para decirle antes de morir que, aquellas excursiones no lograban saciar mi sed, pues el sabor de la sangre de ratas o gallinas ponedoras nada tenía que ver con la maravillosa sensación que dejaba en mi paladar la sangre humana. Ni tan siquiera los polluelos nonatos, refugiados en su cascarón apenas roto, podían borrar de mi espíritu aquel estremecimiento vivificante que me proporcionaba la sangre de mis iguales. Callé por falta de tiempo, aunque principalmente por vergüenza, mas en el fondo he de admitir que también por desquite: no le había perdonado aún los malos tratos dispensados a la buena y hermosa Eline.
Mi llegada a América no erradicó de mi espíritu esa necesidad de sangre. Me convertí en un ser solitario. Dedicaba la mayor parte de mi tiempo al pillaje, pero no actuaba como el huérfano desvalido que en realidad era. Dormía por el día y aprovechaba la oscuridad para mis incursiones alimentarias y pequeños hurtos. Paulatinamente la sangre pasó a ser mi sustento principal. Y sucedió lo inevitable: los cambios físicos vinieron en cuanto prescindí de otro tipo de viandas.
Casi sin darme cuenta transcurrieron los doce primeros años. Durante todo ese tiempo siempre procuré escrupulosamente que mis poco ortodoxas inclinaciones y el intenso apetito no me obligaran a transgredir la ley, matando a alguien con mis propias manos; aunque sabía que estaba fabulando y que era cuestión de tiempo que ese momento llegara.
Quise celebrar mis veintiún años gozando con las encantadoras señoritas de un burdel, y la casualidad quiso que uno de los clientes me convidara a unas copas. Insistió tanto que no pude eludir su invitación. Desde aquel primer encuentro nos hicimos inseparables. En él encontré a un amigo.
Fue él quien intuyó que compartíamos algo más que el gusto por el mismo tipo de mujeres con quienes retozar en el lecho, y me invitó a una orgía mortal, como él la denominó. Si hasta entonces yo siempre había tenido la delicadeza de elegir a enfermos y tullidos para satisfacer mi avidez, tales conmiseraciones desaparecieron en cuanto asistí a mi primer banquete con cuellos de prostituta como recompensa final. Fue él quien me enseñó a encontrar el punto preciso entre barbilla y oreja para beber directamente con los colmillos aquella exquisitez embriagadora. El mejor y más excitante de los besos debía darse en aquel lugar, pero no convenía precipitarse. De inmediato comprendí que aquella experiencia extasiante sobrepasaba con creces todas las demás y me hice asiduo de aquellas reuniones. Había que ser un buen galán e insinuarse a la amante con esmero y sutileza, pero también con abnegación. Cuanto más excitada estuviera la chica, tanto más placer a la hora de aspirar el flujo carmesí enjaulado en el terciopelo azul de sus venas. Mi maestro siempre insistió en dejar a un lado los sentimentalismos y extraer hasta el último hálito de vida de la víctima; yo asentía nervioso, pero nunca pude cumplir mi promesa.
Era fácil acostumbrarse a aquel ritmo. Todos los jóvenes sueñan con estar de fiesta en fiesta y dejarse llevar por la lascivia, y en eso no me distinguía de ellos; aunque en honor a la verdad he de reconocer que yo ya no advertía la diferencia entre el bien y el mal: me deleitaba en saborear con fruición el líquido acariciando la comisura de mis labios, sin importarme la procedencia de aquel néctar bermellón, aunque segundos antes me hubiera agitado sudoroso ante los requiebros amorosos de mi acompañante femenina, pues nada era comparable con la cálida exquisitez púrpura filtrándose a través de los orificios de mis colmillos y trasvasándose a mi torrente sanguíneo.
Como fuere, las autoridades locales nos iban cercando, en parte debido a mis descuidos, al no haber acabado definitivamente con la vida de aquellas mujerzuelas de vida alegre. Por ello Albert me propuso, con férrea autoridad, huir con él. Entre nosotros se había establecido una opresiva relación jerárquica: dado que él me salvó de la soledad, y de forma más reciente por librarme de las acusaciones que sobre mí vertían aquellas mujeres, heridas por mi fogosidad. No me restaba, por tanto, otra cosa que obedecerle dócil, pues a él debía todo mi aprendizaje y mi supervivencia en la última etapa. Los dos sabíamos que estaba en deuda con él.
III
Transcurrió algo más de un lustro. Viajamos por muchas ciudades, y a nuestro paso dejamos la huella inconfundible de nuestra hambre insaciable. Los negocios de Albert nos permitían vivir de forma lujosa, pero ser su pupilo no siempre resultó cómodo. El lujoso tren de vida de mi mentor tampoco contribuía a pasar desapercibidos. Siempre se nos veía juntos y apenas nos congraciábamos con otras personas. Muchos nos tachaban de invertidos, nigromantes y masones. Decidí dejarme acompañar por mujeres hermosas, durante el día, sugerencia que mi amigo desechó. Bajo ningún concepto renunciaría a sus hábitos nocturnos: él no era como yo. Tardé en descubrir que aquel discurso que hablaba de diferencias entre nosotros, más que de aquello que nos hermanaba era crudamente real.
Ahora contemplando aquella época con la pátina que deja el tiempo, la memoria me sugiere que nunca debí aceptar aquella copa. Y que aquel primer sorbo condenó mi alma, si es que no me había condenado ya, preso de mi propia trampa en aquel barco, salido de Amberes rumbo al otro lado del mundo. ¡Cuán necio pude ser al desmentir lo que me dictaban mis ojos! Aquel hombre, fraternizaba con el diablo. Alrededor de él un séquito de hombres y mujeres sin sombra, evitaban los espejos y evitaban la luz diurna. De todas sus amistades yo era la única que se dejaba ver durante el día. Yo mismo realizaba en su nombre las operaciones mercantiles pertinentes, mientras él descansaba en su mansión, en la más absoluta penumbra.
Tal vez debí abandonarle cuando reuní las evidencias, pero él se adelantó a mi resolución. Los hombres enamorados nunca actuamos con presteza y no existe una mente más llena de supercherías que la del hombre hechizado por las gracias de una dama.
Sus hombres de confianza, quizá debiera decir sus espectros, me abordaron en una callejuela. Maniatado me arrastraron hasta el cementerio de las afueras y me dieron matarile. Sólo reaccioné cuando los colmillos del jefe de aquella cuadrilla de asesinos atravesaron mi cuello y me despertaron del sopor de la muerte.
La avidez lujuriosa de la parca fluyó por mi cuerpo desde aquel instante, cerrando así un ciclo en mi existencia. Una vez más, hube de ocultar mi condición a aquella a quien de verdad hubiera entregado mi corazón. Mientras, en sus brazos, fingía ser el mismo, aunque con la nocturnidad como nueva amiga de nuestros encuentros furtivos. Creo que no sospechó nada, pero yo me sentía corrupto. Temía que mi conducta llegara a sus oídos y ella dejara de quererme. Llevaba tiempo cortejándola y el progreso natural hubiera sido nuestro casamiento. Sé que la traicioné, cuando aquella tarde en casa de su tía me retracté de mis intenciones. Habían sido muchos los cadáveres que había dejado a mi paso, pero a veces no se precisa asesinar para matar a alguien en vida. Aquella tarde fuimos dos los muertos.
No regresé a aquella casa. Por más que Olivia insistió en que le diera explicaciones sobre mi comportamiento, enviando billetes a través de su doncella para citarnos como si no hubiéramos roto. Yo no sabía mentir, así que la evitaba, con la misma pericia con que esquivaba las corrientes de agua, el sol, los espejos y todo lo religioso. Debería haberla encelado paseando con otras muchachas, pero mi nueva naturaleza impedía que saliera antes del ocaso. La catacumba de la que salía cada crepúsculo me protegía de la luz y de sus caricias y miradas, pero no de los recuerdos. No se puede rehuir el destino y la eternidad nos hace rehenes de la nostalgia.
Olivia era una mujer no sólo hermosa, sino tenaz e inteligente, y yo subestimé no su odio, sino su amor hacia mí. Fingiendo un nuevo pretendiente, se cercioró de que la noticia llegara a mis oídos. Y nos retamos en duelo a muerte. Mi rival apareció oculto bajo una de esas capas negras con capucha que tanto se habían puesto de moda traídas desde Europa. Bajo ella un antifaz también oscuro. Le acompañaba su padrino. Las balas de plata y la pólvora esperaban en los pistolones; el juez entregó uno a cada contendiente y contó los diez pasos de rigor. Yo seguía esperando ver a Olivia después de tanto tiempo, como si mi supuesto honor valiera menos que la presencia de ella. Estaba amaneciendo y notaba mi piel arder. Mi adversario falló el tiro. Lleno de ira, e imbuido por la ciega hostilidad del hombre que sabe que ama a una mujer seducida a su vez por otro, disparé. La bala atravesó mortalmente su pecho. Para entonces los primeros rayos de sol despuntaban en el horizonte. El sudor ya perlaba mi rostro, y caí desmayado por la fiebre, medio ciego por la claridad. Todo había terminado.
EPÍLOGO
Desperté en el castillo, lejos del sol y a salvo. Pero maldigo aquella hora y aquella fecha. Maldigo el desmayo que me arrebató a Olivia. Pues fue ella quien acudió al duelo. Ella fue la figura embozada que quiso morir en mis manos para reunirse conmigo en la eternidad. Su padrino tenía órdenes precisas de revelarme la identidad de mi oponente para que yo la diera el beso que nos reuniría para siempre.
No siento respeto por mí mismo y soy un paria entre los míos, un chupasangre que no se siente a gusto ni entre inmortales ni entre hombres. Un condenado a quien estorba demasiado la eternidad. Tengo siglos de razones para morir. Si lees estas páginas he de pedirte un favor… busca en el sótano. Hazlo antes del anochecer: mañana puedes ser tú el muerto. Una vez allí levanta la tapa del ataúd. Mantén la calma y clava en mi pecho un crucifijo de madera. Tu vida a cambio de la mía.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.