Yo no quería que todo acabara así. Pronto amanecerá y yaceré indefenso en el suelo, esperando impotente la llegada de la muerte. Siempre he sido un hombre ambicioso, un individuo que quería perdurar por toda la eternidad. ¡Qué estúpido ególatra he sido! Que queden estas líneas como testigo mudo de lo que pudo ser y no fue, y que sirvan de advertencia para los que tengan la misma idea que tuve yo.
Todo empezó cuando cumplí treinta años y conocí aquel maldito club de Vampirismo que me sugirió una idea descabellada. El germen de aquella idea estaba en las conversaciones que había tenido con mi querida Ana sobre el transcurrir del tiempo y las secuelas que deja en nuestros cuerpos, finalizando siempre en la muerte.
No sé por qué guardé en secreto mi ingreso en los Vampiristas; pensé entonces que testearía las aguas y si lo que encontraba era satisfactorio, sorprendería a mi amada con mi historia. Lo cierto es que me avergonzaba creer en algo tan descabellado como los vampiros. Aquel sitio debía estar poblado por charlatanes que se divertían poniéndose dentaduras postizas y maquillando sus caras de blanco cadáver. No estaba lejos de la verdad, la mayoría eran jóvenes que se dejaban llevar por una estética muy determinada, influenciada por un buen número de subproductos culturales.
Estuve a punto de dejar el club, cuando conocí a Igor. Destacaba entre los jóvenes como una serpiente entre ratones. Tenía poco pelo y ya encanecido, y los surcos de su rostro indicaban una edad muy avanzada; pero la vitalidad se desprendía de cada uno de sus movimientos, sus profundos ojos negros eran pozos de siniestra sabiduría.
Se carcajeó sin alegría, sino más bien con desprecio, cuando le hice ver su diferencia con el resto de los socios. Un escalofrío mezclado con expectación me embriagó cuando contemplé sus largos colmillos, que eran tan reales y peligrosos como los de un tigre.
—Estos críos creen que ser vampiro es un juego, ¡estúpidos! —Exclamó Igor—. Qué saben ellos de los moradores de las tinieblas, del ansia por cazar a tu víctima, del terror que suponen objetos tan habituales como un crucifijo…
—Y de la inmortalidad —añadí para llevar la conversación por donde quería.
—Sí, eso también —dijo con lo que interpreté como melancolía—. Pero ¿de qué sirve ver pasar los siglos si es para convertirse en un mero anacronismo, una huella del pasado que vaga sin rumbo?
—Mientras vivimos, todos formamos parte del presente. ¿Acaso no hay otros como tú con los que relacionarte?
—Por lo que yo sé quedamos muy pocos. Los cazadores de vampiros pueden estar en cualquier esquina, así que lo único que podemos hacer es escondernos como ratas.
Hablamos largamente, aunque ese primer día no reuní el valor suficiente para transmitir a Igor mi petición, que como habréis adivinado, era nada menos que convertirme en un vampiro y alcanzar la vida eterna. Supongo que un sexto sentido me advertía contra la locura que esto suponía; desgraciadamente, no lo escuché.
Así que después de numerosas charlas, en las que yo me convencía más y más de la naturaleza de Igor, al fin le pedí que me transformara. Él se mostró reacio.
—Sí quieres tener una vida de verdad, aprovecha la que te queda por delante. Yo cambiaría la eternidad por ser como tú.
Sé que fui un insensato por insistir tras la advertencia de Igor, quien sabía de lo que hablaba; yo pensaba que nunca estaría solo, pues convertiría a Ana tan pronto como fuera un vampiro, y entonces tendría todo la eternidad para estar junto a ella, ¿qué podía haber de malo en eso?
Finalmente puede que fuera el hambre, o el hecho de verme como un aliado, lo que hizo que Igor accediera a morderme. Prometió succionar la suficiente sangre como para contagiarme sin llegar a matarme.
Yo pensaba en aquel día como el principio de una nueva vida; ahora sé que era el primer paso hacia la muerte. La cara de Igor se deformó espantosamente mientras se acercaba. Al verle me quedé inmóvil, aterrado. Por fortuna, perdí el conocimiento en cuanto aquellos terribles dientes mordieron mi cuello.
No recuerdo cómo volví a mi apartamento, debí de hacerlo en un estado semejante al sonambulismo. El hecho es que dormí en mi cama durante lo que quedaba de noche y toda la mañana siguiente. Cuando me desperté, sentí que un nuevo vigor bombeaba por mis venas; comprobé que era más fuerte, pues podía levantar la mesa de madera maciza del salón con una mano, también era más rápido. Traté de mirarme en el espejo y al no verme reflejado estallé en una sonora carcajada que me recordó la de Igor, inhumana y carente de alegría.
Bajé a la calle al amparo de la oscuridad. Di un largo paseo en el que contemplé a la gente que pasaba a mi lado. Algunos caminaban presurosos, otros hablaban tranquilamente entre ellos, y una familia volvía a casa con un niño y una niña jugueteando y sonriendo despreocupados. Al verlos experimente una sensación nueva: era como si aquellas personas no pertenecieran a mi mundo, me parecían extraños, frágiles y poco interesantes. Esta misma idea me resultaba escalofriante, no estaba dispuesto a perder mi cualidad humana, por mucho que me dijera el instinto.
Tenía unas ganas terribles de ver a Ana, eso al menos no había cambiado; por desgracia, no volvería de un viaje de empresa hasta el fin de semana. En mi segundo día como vampiro comencé a tener hambre; compré una hamburguesa y un refresco y los subí a casa, pero en cuanto los tuve delante me di cuenta de que aquello no era un alimento adecuado, la comida que antes me gustaba ahora me repugnaba.
En mi defensa debo decir que mi primera idea fue cazar un animal y beber su sangre. Conocía un coto de caza cercano donde podría dar con un jabalí o una presa parecida. No tenía armas apropiadas para la tarea, pero con mis nuevas aptitudes, supuse que un cuchillo bien afilado sería suficiente.
La mañana del miércoles dormí en el suelo, pues el colchón me molestaba de puro blando. Cuando desperté, la Luna lanzaba sus primeros rayos de plata. Me vestí, cogí mi rudimentaria arma y baje a la calle. Esta vez contemplé a la gente que pasaba con deseos de morderlas y desangrarlas hasta la muerte; estaba famélico, mas no podía permitirme semejante crimen; no mientras hubiera una alternativa.
Llegué al coto de caza y salté la valla con un impulso que habría avergonzado a un atleta profesional. Corrí por la hierba en posición acechante; mis sentidos estaban aumentados. Sentía la hierba mecerse a cien metros de distancia, el vuelo de un pájaro en lo más alto de un roble y, lo que más le interesaba: los pasos furtivos de un ciervo que se acercaba a un riachuelo a saciar su sed.
Me acerqué a contraviento con el sigilo de un cazador al acecho, que es exactamente lo que era. Estaba ya muy cerca, con mi presa a la vista, cuando mi pie derecho aterrizó sobre una rama seca que emitió el crujido que me delató.
El ciervo miró en mi dirección sobresaltado y huyó a toda velocidad en dirección paralela al río. No hay hombre sobre la tierra que pudiera haberla alcanzado, pero para bien o para mal, yo ya no era un simple ser humano. Corrí en diagonal con enormes zancadas y en unos segundos estaba detrás del animal, comiendo terreno a cada segundo que pasaba.
En el estrepito de la carrera no nos encontramos con demasiados obstáculos, yo me limité a esquivar los cantos rodados, apoyándome en la hierba húmeda. Supongo que el ciervo contaba con su mayor resistencia, pero mis músculos eran de acero y la sangre me bombeaba por todo el cuerpo con la fuerza y la cadencia de las aguas bravas.
Estaba ya muy cerca cuando salté y volé literalmente unos diez metros para acabar encima del ciervo con el cuchillo entre los dientes. Caímos al suelo y resbalamos hasta yacer muy cerca del agua. Pasé el cuchillo a mi mano derecha, pero en el frenesí del combate, preferí utilizar mis dientes siguiendo el instinto del autentico depredador que era. Sentí como el ciervo pataleaba cada vez más débilmente hasta morir con un débil gemido. El agua se tiñó de rojo y yo traté de succionarla, pero mi cuerpo rechazaba, al igual que pasó con la hamburguesa, aquel alimento.
Impotente, lancé un grito aterrador que debió resonar a lo largo y ancho del coto de caza. ¿Es que no había alternativa al asesinato? ¿Debía convertirme en un monstruo? ¿Por qué no me dijo Igor cual era mi destino? Volví a casa, cegado por el hambre y asustado de mi mismo. Los primeros destellos del amanecer luchaban por disipar las brumas cuando volví a mi rincón del suelo y caí en la inconsciencia, durmiendo profundamente y sin sueño alguno.
Desperté automáticamente cuando el Sol ocultó su rostro. El hambre era intolerable, necesitaba sangre humana con urgencia, pero seguía negándome a cometer un crimen. Un plan desesperado me vino a la mente: trataría de robar la sangre en un hospital, recorrería cada habitación si hacía falta hasta que diera con mi objetivo.
Si pudiera soportar la vida diurna, todo sería más fácil, pues me habría acercado al puesto de donación y habría robado el líquido vital; en el centro médico se complicaba todo.
Bajé a la calle y tuve que hacer un tremendo esfuerzo por dominarme y no atacar a los escasos viandantes con los que me tropezaba; ¡eran presas tan fáciles y tan deliciosas!
El hospital estaba poblado por numerosos enfermos y accidentados que guardaban cola, por lo que no me resultó difícil andar por allí a mis anchas. Claro que lo que andaba buscando no estaría en las salas que me eran accesibles, sino en algún refrigerador de la zona de operaciones.
Me colé tras una camilla, pero cuando llegaba a mi posible destino, un hombre me dio el alto y me dijo que allí no podía estar. No, no iba a conseguir entrar sin armar un escándalo y ponerme en evidencia, pues las cámaras de video me delatarían, y posiblemente aquel guarda, a quien podría reducir enseguida, conseguiría refuerzos en un santiamén.
Volví sobre mis pasos, impotente y rayano en la locura. Mi aspecto humano disminuía a cada segundo; solo Dios sabe el esfuerzo que me suponía no lanzarme al cuello de un inocente. Juro que lo que aconteció poco después no fue premeditado, sino fruto de mi ansia de sangre y de la animadversión que siempre me había provocado uno de mis vecinos; era el traficante del barrio, todos lo sabíamos, pero la policía le ignoraba o quizá carecía de pruebas para echarle el guante.
Un cúmulo de desgraciadas casualidades comenzó cuando choqué con Miguel, el traficante, cuando entraba apresuradamente en el portal de casa.
—¡Mira por dónde vas, capullo! —Dijo Miguel al tiempo que se encaraba conmigo—. ¿Tanta prisa llevas, atontado?
—Lo mejor será que te apartes —respondí—, puedes salir muy mal parado—. Casi todo el mundo evitaba meterse con aquel vecino; entre otras cosas porque la droga le había dejado trastornado y porque se sospechaba que siempre tenía una navaja a mano; yo nunca le tuve miedo, aunque siempre evité tener trato con él.
Cuento todo esto a modo informativo, no porque piense que me esculpa del mal que causé. Miguel me dio un empujón y la rabia afloró como un torrente. Fui incapaz de contenerme; no pensaba, solo actuaba como el monstruo en el que me había convertido.
Le lancé al suelo tirándome encima, sus intentos de zafarse eran como los de un niño pequeño enfrentados a mi poder. Clavé mis dientes en su cuello con una excitación y un ansia que repugnarían a cualquier persona. Mi víctima apenas emitió un gorjeo antes de morir; yo sentí un nuevo vigor fluyendo por mis venas.
En ese momento de horrible éxtasis aconteció la segunda de las casualidades. Mi querida Ana, que debía haber vuelto de su viaje antes de tiempo, contempló desde la puerta como succionaba la sangre del cuerpo de Miguel. Yo la miré absorto en mi tarea, pero aún así su gesto de terror y náusea se quedó grabada en mi mente. Ella huyó a toda prisa y yo sentí toda la vergüenza humana sobre mí.
La seguí cuando hube terminado con mi víctima; por un instante creí haberla perdido, pero al cruzar una calle a la derecha volví a tenerla a la vista. Dentro de mi desgracia, me alivió ver que Ana no acudía a las autoridades, sino que huía, probablemente a la casa de sus padres.
La agarré cuando estaba a mitad de camino; antes de que pudiera decir una sola palabra ella sufrió un colapso nervioso y cayó inconsciente en mis brazos.
Llevé a Ana a un almacén abandonado que conocía bien y en el que sabía que no seríamos molestados. Bloqueé la puerta con un trozo de vieja maquinaria, las ventanas llevaban años cubiertas por tablones que imposibilitaban una escapatoria.
Observé embelesado cómo mi amada despertaba; mi única chispa de esperanza era ver que mi amor por ella no se había disipado, ésta era mi única concesión a la humanidad. Cuando volvió a verme, Ana chilló y trató de apartarse, pero en seguida comprendió que yo no quería hacerle daño alguno.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó con voz entrecortada—. ¿Quién te ha hecho eso?
—He abrazado la vida eterna, cariño —respondí con toda la suavidad de la que era capaz, pero mi propia voz me parecía el siseo de una serpiente—. Lo hecho por los dos, para que podamos estar siempre juntos.
—¡Eres un vampiro! —exclamó—. Ya no tienes vida, ¿no lo ves? Eres un monstruo, un asesino, un no muerto, pero tampoco vivo.
—No sabes lo que dices —repliqué—, ahora soy un ser mejorado, sin las ataduras de la carne mortal. Lamento lo que le he hecho a Miguel, pero tú sabes que era un criminal. Contigo a mi lado, encontraré la forma de alimentarme civilizadamente. Solo necesitamos un plan, sentarnos y meditar sobre nuestra nueva vida.
—¡Nuestra nueva vida! —Repitió con horror—. Yo jamás podré estar contigo, ya no eres el hombre al que amaba.
—¡Tonterías! En cuanto te convierta, comprenderás mi punto de vista.
—¡No! —gritó—. Antes prefiero la muerte.
Por un instante sentí la tentación de acercarme y morderla, pero no podía ir contra su voluntad. Aunque quería convencerme de lo contrario, en el fondo sabía que ella tenía razón: era un engendro, cada vez más inhumano.
—Está bien —dije—. Te dejaré elegir. Cuando llegue el día, yaceré dormido e indefenso en el suelo del almacén, justo tras esa puerta. Entonces podrás acercarte a mí y clavarme una estaca en el corazón. Sólo tendrás esa ocasión de acabar conmigo, pues cuando llegue la noche despertaré, y ni todas tus súplicas podrán impedir que te convierta en señora de la noche.
Y aquí llegamos en lo que seguramente sea el final de mi historia. Conseguí una estaca que Ana debe tener en este momento en sus manos, y traje también el cuaderno y el bolígrafo con el que estoy escribiendo ahora mismo.
Sé lo que va a ocurrir, Ana me romperá el corazón por dos veces: una negándose a compartir la eternidad conmigo, la otra clavándome la estaca que me matará. Al menos la mía será una muerte indolora, con la mente vacía, y quién sabe si así liberaré mi alma.
Lo único que tengo claro es que he aprendido demasiado tarde la lección: es mejor marchitarse y morir, que deambular en la noche como una grotesca forma de vida.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.