Un solo diente
Debajo de la boina campaba un rostro amplio y afeitado de profundas arrugas de expresión y boca retraída sobre unas encías mondas, poco dispuestas a soportar dentadura postiza.
—Ana Cifuentes, encantada, y este es Óscar de Andrés.
—Hola.
El viejo les estrechó la mano con la suya, tan ancha y curtida como su semblante.
—Marcelino Nogales. Ande, vengan, aquí abajo están— ceceó. La joven pareja de periodistas le siguió por la empinada cuesta hasta el fondo del prado. Allí, junto al cierre que les aseguró electrificar con el pastor eléctrico, se encontraban los animales muertos. Cuatro ovejas separadas por cortos trechos, tendidas y espatarradas sobre la escarcha que allí no había llegado a desaparecer. Se aproximaron a la más cercana para ver si, en efecto, mostraba la extraña e inusual característica de aquellos ataques. La lana estaba un poco ensangrentada en los bordes de un profundo orificio en la garganta. No presentaba ningún otro daño. Había que admitir que, realmente, no se parecía a la marca de ningún depredador común, el cual además no se habría ido sin consumir, aunque solo fuera en parte, el cadáver.
—¿Qué? ¿Qué les parece?— el viejo, reclinado, se apoyaba el mentón y las manos en el cayado, como esperando su veredicto.
—¿Qué le han dicho los agentes del SEPRONA?
Óscar se acercó a las otras, pero Ana ya había tenido suficiente, prefiriendo observar al lado del anciano como su compañero sacaba la cámara de fotos y empezaba a trabajar.
—SÍ, vinieron los de la Junta y los del SEPRONA hace apenas una hora, para hacer informes y tomar muestras, pero estaban tan desconcertados como todos. Mire, tengo ochenta y seis años y desde los seis he cuidado del ganado, pero nunca hasta ahora había visto nada semejante.
—¿Y este olor?
—Lo notan ¿Verdad?
—Sí— dijo Óscar dejando un momento de apuntar con el objetivo de la cámara a las reses muertas— es algo así como a plástico quemado.
—Buf, pues ahora no es nada, ya casi ha desaparecido del ambiente. Cuando vine por la mañana temprano para llevar a los animales al pastero, casi no se podía respirar. Y era algo peor que a plástico quemado pero no sabría describírselo, la verdad, algo muy desagradable y agobiante… y el perro no ha habido forma de que se acercara por aquí, es un mastín, se llama Jabato, pues tampoco le había visto tan nervioso y acobardado como hasta hoy…
Ana empuñó el boli y la libreta para empezar a tomar nota.
—Así que es la primera vez que ocurre…
—Pues claro, nunca he tenido conocimiento de que hubiese lobos o perros asilvestrados con un solo diente, que en vez de devorar, chupan la sangre— el anciano había entrecerrado los ojillos azules, como ofendido ante la obviedad del asunto.
—Sí, eso parece, habrá que esperar al informe oficial, y, dígame, ¿Ha pasado o visto algo también raro aparte de esto?
Óscar le sacó una foto de cuerpo entero al pastor, repentinamente callado y pensativo. Se recolocó la boina con parsimonia antes de murmurar como para sí:
—No, nada, excepto… las luces…
—¿Qué luces?
—Bah, nada, señorita… miren, hago quesos ¿Les gustaría probarlos?
—No gracias, no se moleste, pero
—¿Cuándo saldrá el reportaje?
—Mañana, en la sección de sucesos— le contestó el joven— pero mire
—Yo no es por nada, pero tengo unos corderos recién nacidos que ha rechazado la madre y tengo que ponerlos a mamar
—Sí, no se preocupe, ya hemos tomado nota, puede seguir con sus labores, muchas gracias por la colaboración.
—A mandar.
A mitad del ascenso, Óscar se rio entre dientes.
—¿Qué colaboración? En cuanto se le ha escapado lo de las luces, se ha cerrado en banda.
—Ya ¿A qué se estaría refiriendo?
—Ni idea. A lo mejor es que vio en la noche luces extrañas sobre el redil.
—Ya estamos con los OVNIS ¿Cómo te puede interesar ese tema?
—Porque es algo real, mujer. Yo no creo en marcianitos verdes, pero sí en que hay avistamientos de objetos y luces misteriosas de vez en cuando… pero pueden ser cualquier cosa, extraterrestres, experimentos militares, seres de otra dimensión…
—Dios, que mal rollo. No sé cómo puedes dormir por las noches— mientras lo decía, la chica le visualizó en la redacción como en tantas ocasiones, aprovechando los tiempos muertos para hojear sus ejemplares de MÁS ALLÁ de la Ciencia, ENIGMAS y AÑO CERO. A Óscar le encantaban los temas paranormales, seguro que su gran sueño era acabar trabajando para alguna de esas revistas especializadas. Aquella anomalía tenía que ser muy de su gusto y así decidió comunicárselo— Esto tiene que interesarte mucho.
—No te creas; tienes razón, Ana, así sobre el terreno ya no tiene tanta gracia. Esos agujeros eran muy extraños y profundos, a uno de los animales le llegaba al hueso. Acojona pensar en lo que puede andar suelto por estos andurriales buscando sangre.
—Mira— ella le señaló hacia la cuneta donde habían dejado el coche, justo en la cima de la ladera. Había un chico rubio al lado del vehículo, un indígena con botas de goma azules hasta la rodilla y funda de trabajo color verde, en claro contraste con el par de urbanitas menos adaptados al agreste y frondoso terreno.
—Sois los reporteros ¿Verdad? Y venís de ver las ovejas de Marcelino, ¿a que sí?
—Has acertado, chaval— le contestó Óscar amistosamente.
—Yo fui quien avisó al periódico ¿Qué os parece?
—Somos periodistas, no detectives— le dijo Ana, un poco molesta al parecerle que los habían confundido con tales— habrá que esperar a los resultados de todas las muestras e indicios encontrados en el lugar.
—Pero es algo muy raro ¿No? Como lo de las luces y
—Sí, las luces— la chica tomó la palabra al vuelo— ¿Qué pasa con ellas?
—¿Qué os ha contado Marcelino?
—Mañana lo sabrás, pero de las luces no quiso hablar.
El chico resopló por la nariz y levantó los hombros.
—Es que ellas eran lo que daba miedo antes, pero al menos no atacaban como esto.
—¿Cuándo fueron vistas? ¿De noche? ¿Desde cuándo?— Ana ya tenía de nuevo la libreta en ristre.
—¿Cómo son?— apuntó Óscar.
—Hace como tres semanas que empezaron a verse, ahí, en las cumbres, de madrugada. Como resplandores muy intensos, eso dicen, yo no las he visto, pero los que sí las vieron se asustaron muchísimo.
—¿Sólo como resplandores, sin ninguna forma definida?
Al oírle formular aquella pregunta, Ana ya se imaginó que Óscar estaba pensando en los típicos platillos voladores con forma de sombrero y luces abajo, en el fuselaje. El chico rubio asintió con un ajá.
—Ah sí, y los que tenemos granjas y establos por aquí, bueno, a dos les han desaparecido los perros guardianes, animales fieros, imaginaos, pues por la mañana solo estaban el collar y la cadena… y no han encontrado ni el menor rastro de ellos por mucho que han buscado… aunque creo que ya sé que les ha pasado…
—¿Qué?— dijeron los dos casi a un tiempo.
—Venid conmigo y os enseñaré algo… mi padre tiene cabras y acabo de encontrar a una que faltaba desde ayer.
El joven tenía un tractor pequeño allí aparcado. Se metieron en el coche expectantes y lo siguieron. Tras un corto recorrido, abandonaron la carretera secundaria por una pista de tierra que acabó desembocando en una granja caprina. Dejaron los vehículos en la entrada, el chico abrió el candado del largo portal y en lugar de hacia la nave central les condujo hasta uno de los cobertizos anexos. Desde sus casetas les observaban sin ladrar dos grandes perros.
—Están asustados, hay algo que no les gusta en el aire, lo notan…— les informó el chico mientras abría la puerta metálica.
El interior sombrío del cobertizo de bloques de cemento y techo de uralita guardaba diversos aperos agrícolas y garrafas de combustible y desinfectantes. Sortearon una carretilla de mano mientras su guía les señalaba un rincón al fondo.
—Está ahí, contra la pared. En comparación, lo de las ovejas no es nada.
Se toparon con el cadáver de una cabrita joven, de pelaje marrón-rojizo, pequeños cuernos arqueados y perillas colgantes bajo la mandíbula. Comprobaron al instante que estaba plana, vacía, eviscerada por completo a través de un perfecto corte recto desde el esternón a la ubre. El chico se acuclilló y, cogiéndola por los cuernos, le levantó un poco la cabeza para que viesen el profundo tajo que mostraba también en la garganta, por el que le habían extraído toda la lengua, y le alzó los párpados para mostrarles que además faltaban los globos oculares.
—Y ni una gota de sangre, por supuesto— remachó.
—¡Joder!— se le escapó a Óscar mientras sacaba veloz la cámara de la funda que le colgaba al cuello.
—No, no quiero que le saquéis fotos, aunque la podéis incluir junto con las ovejas cuando escribáis sobre los animales mutilados.
—Pero esto es diferente— observó Ana— parece que aquí actúan dos tipos de merodeadores. En el caso de las ovejas podría tratarse de un animal, no sé, a lo mejor alguno mutante o deforme, pero tras esto hay sin duda alguien inteligente… esos cortes parecen hechos con un bisturí… y los ojos tan bien extraídos, sin dañar los párpados, esto es imposible para cualquier animal.
—¿Y quién sería el bestia que le haría semejante cosa a un pobre animal?
—Alguna secta de pirados— apuntó Óscar— o algún experimento secreto…
—¿Experimento? ¿Pero que se podría sacar de provecho en hacerle esto a una cabra? No tiene mucho sentido… pero bueno, ehh…
—Carlos.
—Mira, Carlos, esto seguro que será investigado, no os preocupéis, si hacemos el suficiente ruido, no podrán evitar hacerlo.
—Hay otra cosa que me asusta. No solo han desaparecido en la zona cabras y perros ¿Creéis que esos locos se atreverían a hacerle lo mismo a una persona?
—¡Eso es muy fuerte!
—Es que hay un vecino que tiene una granja de pollos y un trabajador empleado para atenderla. Un polaco que vagabundea por la comarca haciendo chapuzas y reparaciones. Él le contrató hace un año y no tenía queja de él. Hace dos noches cargaron unos camiones de pollos y él se quedó cerrando la granja. Cuando el dueño fue por allí a la mañana siguiente, se encontró su moto tal y como la había visto horas atrás, como si ni siquiera se hubiese pasado por casa a echar una cabezadita. Le llamó y le buscó pero nada, no estaba tampoco en la casa donde vive solo. Nadie le ha visto desde entonces. Mañana va a ir al cuartel de la Guardia Civil a dar parte de su desaparición.
—Que chungo— Óscar intentaba olvidar las ganas de fotografiar a la cabra que vigilaba de refilón, sin dar crédito a los destrozos que presentaba.
—Aunque a veces bebe de más, a lo peor se ha caído en alguna zanja u oquedad del bosque— sugirió entonces el chico.
—Las posibilidades más obvias son las más probables— confirmó Ana.
Era hora de regresar con la jugosa noticia. Carlos les indicó que podían salir directamente a la carretera más arriba, siguiendo el camino sin dar media vuelta. Lo que no les dijo es que aquella pista de un solo sentido terminaba en una bifurcación. Igual que habían hecho para decidir quién conduciría durante el viaje, echaron a cara o cruz el camino a tomar. La moneda eligió la izquierda y un cuarto de hora después estaban desorientados por completo. Como era finales de noviembre, la noche no tardó en cerrarse.
—Este lugar me pone los pelos de punta— Ana contemplaba las frondosas cunetas de la estrecha y ondulante carretera en la que habían terminado, pero que ya se les asemejaba más conocida— tienes razón, me hace pensar en lo que puede estar ahí rondando en la oscuridad.
—¿Sabes esa serie que no me pierdo nunca, Expediente X?
—Sí, he visto algún capítulo.
—Ahora parecemos Mulder y Scully— bromeó el fotógrafo, divertido. Ella le sonrió la gracia— La verdad es que todo esto me recuerda a unos casos de animales desangrados que han ocurrido en Costa Rica.
—¿Ah, sí?
—Vas a flipar. Dicen que podrían haber sido causados por un bicho bípedo con un solo diente al que llaman… adivina.
—¿Cómo lo llaman?
—Chupacabras.
—Por favor. A esa cabra le hicieron mucho más que chuparle la sangre, además, creo que la falta de ese líquido se ha debido a que la mataron en un sitio y luego la dejaron en otro.
—¿Y las ovejas?
—A ellas sí que les extrajeron la sangre por el agujero del cuello.
—¿Crees que hay relación?
—Sí
—¿Y con las luces o resplandores?
—También.
—Del chupacabras se dice que puede ser un ente extraterrestre.
—Seguro que se trata de un perro enfermo y aquí lo mismo.
—¿Y las luces? No pensarás que son los focos reflejados de alguna discoteca.
—Por poder…
Un repentino golpe le hizo a Óscar perder casi el control del coche mientras Ana intentaba sujetarse al salpicadero. Frenó justo antes de salirse de la vía y chocar contra el tronco más cercano.
—¿Qué ha pasado?
—Hemos atropellado algo, mira que tremendo bote ha dado el coche, le hemos pasado por encima. Pásame la linterna de la guantera.
Óscar se apeó del automóvil y se agachó para revisar los bajos. Ana se inclinó hacia el asiento del piloto, a ver que se encontraba. Él volvió a levantarse al momento:
—Pues no, es un reventón, había un trozo de rama y se ha clavado en el neumático. Sí, lo sé, este era el de repuesto. En fin, mira, hace como un kilómetro me pareció ver la luz de una casa o granja, espero que sea lo primero, porque voy a ir hasta allí a ver si tienen un teléfono ¿Vale?
—Pero es un buen trecho a pie.
—No te preocupes, tú quédate aquí, a lo mejor para algún buen samaritano. Intentaré no tardar mucho.
Después de mirar cómo se alejaba, Ana intentó entretenerse repasando sus notas y apuntes pero cada vez se sentía más nerviosa. Volvió a dejar la libreta junto al bolso en el asiento de atrás y decidió salir un rato del coche. Se apoyó en el lateral y miró al cielo. Sobre su vertical, una estrella fugaz arañó por un instante la bóveda estrellada. Sin querer, regresó a los extraños sucesos, esas reses mutiladas, a los perros y el tipo polaco desaparecidos como si se los hubiese tragado la tierra. No iba a pasar ningún coche, seguro, pues recordó las palabras del chico sobre que la gente había empezado a evitar venir al monte de noche a no ser que hubiese una extrema necesidad en sus naves ganaderas.
Miró el reloj, había pasado casi media hora. Le pareció demasiado tiempo y los nervios cada vez se parecían más a un ataque de miedo, como cuando era niña y la pequeña Anita era encerrada en los cuartos a oscuras por los sádicos de sus hermanos mayores. Tenía que ir a buscar a Óscar, ver donde se había metido, maldita sea, pues la luna estaba casi llena y se veía bien el reluciente asfalto a seguir. Aunque la aterraba, no era capaz de apartar de su cabeza el hecho de que se encontraba en el lugar y en la hora favoritos de unas inhumanas entidades desconocidas para practicar disecciones, deseó intensamente que no se tratara de vivisecciones, y alimentarse chupando sangre.
De repente, tras una de las abundantes curvas escondidas por la espesura, se quedó petrificada, asimilando lo que estaba notando. Intenso, insoslayable, empezaba a flotar en el aire nocturno el extraño hedor con reminiscencias a plástico quemado. No sabía si seguir adelante o volver corriendo al coche. Observando con aprensión el entorno, descubrió una luz algo más abajo, entre los árboles. En la tierra de la cuneta había marcado el derrape de unas zapatillas. Quería llamar a Óscar pero un nudo en la garganta le impedía vocalizar.
Descendió con cuidado la pendiente hacia los helechos aplastados donde estaba la luminosidad. Era el haz de la linterna, allí caída junto al cuerpo de su compañero de trabajo. Óscar estaba tirado sobre el costado izquierdo, con el lado derecho del anorak y el jersey desgarrados, mostrando un profundo agujero en la base del cuello, por encima de la clavícula, los ojos desorbitados y la boca como congelada en un grito ya inútil. La piel lechosa contrastaba con el negro de su pelo y la barba de tres días, pues le habían dejado limpio de sangre.
Cuando volvió un poco en sí del shock, Ana se descubrió corriendo enloquecida hacia el coche, el cual de todos modos no era ninguna garantía de salvación, convertido como estaba en un inútil cajón inamovible. Por el rabillo del ojo vio con horror el telón de un blanco casi sólido que la venía siguiendo, sustituyendo a la negrura boscosa. Se lanzó dentro del vehículo y echó el cierre.
La luz lo inundó todo, pero a pesar del fulgor, no cegaba. Un golpe sobre el capó acompañó a la criatura que acaba de saltar sobre él. Ana pegó un brinco hacia atrás al ver que solo el parabrisas la separaba de un ser pequeño, pelado y grisáceo, de cortas patas y largos brazos de cuatro dedos con uñas curvas, y empezó a chillar desesperada al reparar en sus enormes ojos como semiesferas negras, tan relucientes como vacuas, y en el único colmillo afilado hacia la punta que salía del centro de la ranura viscosa que tenía por boca. Por desgracia, era muy consciente de que ya estaban allí los científicos de las estrellas y su sangradora mascota de un solo diente.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.