«Enter Detroit at your own risk»
Cierto. La policía instaló carteles con dicho aviso en todas las entradas de la ciudad. La verdad es que estaban enfrentados a una alarmante escasez de medios, a la falta de credibilidad, y lo que es peor, a un incipiente problema con los vampiros.
Por razones de sobra conocidas, Detroit, la decadente Detroit, la ruinosa y quebrada Detroit, se convirtió en un grano reventado en el grueso culo de América. Un símbolo obsceno de los arrogantes sueños del hombre moderno. Apenas una carcasa vacía, como la concha de un animal monstruoso varada en las ignotas riberas de un lejano planeta. Sea como fuere, un lugar donde personas y alimañas pugnaban cada día por repartirse la miseria.
De la noche a la mañana y como si no tuviésemos bastante, aparecieron los nuevos inquilinos con la idea de asentarse y prosperar al cobijo de sus calles desiertas y sus muros agrietados. Parece cosa de risa, sí, hasta que compruebas de lo que son capaces. Lo mismo podía hallarse un cuerpo quebrado en dos mitades colgando de los hilos eléctricos, que una cabeza cercenada rodando por el agua hacia las alcantarillas. Y encontrar esas cosas te hace reflexionar. Y empiezas a pensar acerca de quién cojones hay en el mundo capaz de una cosa así.
La morgue tuvo una formidable tarea tratando de encontrar dueño a tanto miembro extraviado, hasta rematar una macabra colección de pedazos arrancados a narcos y camellos bien conocidos de la policía. La duda de si asistían a una guerra de bandas quedó disuelta entre litros de sangre de la peor calaña, ya que pronto fue que no quedó uno con vida.
Mal que bien, aun con los pocos medios disponibles, la policía apuró nuevas líneas de investigación intentando encontrar sentido a semejante carnicería. Pero pronto se vieron desbordados ante tantas desapariciones misteriosas y ante tan pocas pistas que pudieran ser tenidas en cuenta desde una perspectiva lógica. Yo mismo acompañé a las patrullas que recorrían las cloacas de Detroit persiguiendo sombras y recogiendo las virutas de piel humana que pendían de las bóvedas del techo. Y tuve el desagradable honor de estar presente cuando los bomberos trataban de desencajar lo que quedaba de una prostituta, del interior de una chimenea en Ransom Gillis. Y qué difícil tarea tratar de recomponer un puzle humano con el lote de miembros amputados hallado en el interior de un motor home.
Pero la prueba irrefutable —dado que ninguna cámara de seguridad los tuvo en su objetivo— fue cómo no, observarlos con los propios ojos. Luego era verdad, pese a intentar convencernos de lo contrario durante semanas. Así, contemplamos atónitos cómo tres engendros se subían a un coche patrulla y en un santiamén practicaban un agujero en el techo a zarpazos para después levantarlo igual que se abre una lata de conservas. ¡Diablos! ¡Y cómo me sentí entonces mientras el oficial Robert Woronchak desaparecía por los aires, gritando y pataleando, y cogido de sus cabellos! Aquello en lo que uno cree, aquello en lo que piensa, de repente se vuelve en tu contra y te martillea el cerebro hasta hacerte enloquecer. Desde entonces, las noches se hicieron condenadamente largas.
Creo que aún se escuchan las carcajadas en Washington. Esto apenas necesita comentarse. Porque efectivamente, fue una estupidez aconsejar al sheriff del condado de Wayne que solicitaran ayuda al FBI refiriéndose al asunto en términos tan, digamos, «abiertos». En fin, lo esperable. Qué mejor para un caos como Detroit, que dejarlo en manos de una panda de chiflados. Sin embargo debíamos intentarlo, hacer algo enseguida, cualquier cosa, incluso buscar respuestas en los libros. Pero no, nada útil hallamos en la biblioteca. Nada comparable a lo que estábamos viviendo. Y nada de valor iban a enseñarnos esas estúpidas historias, noveluchas sólo aptas para lectores pusilánimes o adolescentes híper hormonadas. Nada hay de fascinante o seductor, en unos seres capaces de destripar a una embarazada para arrebatarle a bocados el fruto de su vientre. Y la misma consideración de quien desprecia la vida humana haciendo serpentinas con sus intestinos, deberíamos sentir nosotros hacia esos monstruos. Ninguna criatura de Dios hace eso a sus víctimas. Y ese mismo mensaje quiso transmitirnos Cynthia Coleman, la especialista que vino desde Langley con una acreditación de la CIA columpiándose en la solapa de su chaqueta.
Ms Coleman cogió a todos desprevenidos. Nadie la esperaba. Y llegó con su séquito dispuesta a revolucionar el Departamento de Policía de Detroit. Las máximas autoridades estuvieron encantadas de dejar todo en sus manos. Coleman les aseguró que en menos de setenta y dos horas desalojaría su jurisdicción de vampiros. Eso era muy difícil de creer, casi tanto como todo lo demás. Pero su voz no titubeó; y no dejó de dar instrucciones a cada minuto, manteniendo el teléfono móvil pegado a la oreja como si fuera un apéndice más de su cuerpo.
Pensábamos que a lo mejor establecía el toque de queda para nuestra ciudad, pero eso no sucedió. Por contra, su primera gestión fue mandar que retirasen de inmediato la ristra de ajos que los oficiales Fowler y Jackson llevaban colgada del espejo retrovisor de su coche patrulla. En escarmiento, les ordenó repintar toda pared o casa en ruinas que mostrara crucifijos grafiteados o mensajes alusivos al infierno; y eso eran muchas paredes. Luego ordenó a los agentes de tráfico que frieran a multas, justificadas o no, a cualesquier vehículo con matrícula de otro estado; especialmente a las unidades móviles que se habían desplazado hasta Detroit con el ánimo de captar una exclusiva y de paso atraer, como la mierda atrae a las moscas, a legiones de freaks y curiosos.
Efectivamente, no hubo de explayarse concediendo explicaciones; ni siquiera al jefe de policía. Pero por otra parte tranquilizaba muchísimo tenerla cerca. A ella, y a sus agentes especiales. ¿Quién era realmente esa condenada mujer, y por qué parecía manejarse tan bien en esas descabelladas circunstancias?
Inevitable no pensar que yo estaría de más, y que pronto escupiría una orden para perderme de vista. ¿Qué hacía un vulgar detective privado pululando por los pasillos y leyendo informes confidenciales? El jefe de policía, al que me unía una cierta amistad, me comentó que toda ayuda era poca. Y yo me presté a ello desde el minuto primero porque comprendía los apuros por los que estaban pasando. Pese a todo, yo quiero a esta jodida ciudad. La que me vio nacer. Y me dolía no poder hacer más por ella. Por tanto me sentí orgulloso de ser recomendado y finalmente incluido en el grupo que facilitaría labores de apoyo a Cynthia Coleman y su equipo.
Un helicóptero equipado con una sofisticada antena GPR sobrevoló durante horas el extrarradio de la ciudad. Estando junto a esa señora era frecuente oír hablar de apabullantes conceptos técnicos y extrañas terminologías. Apenas nada podíamos saber nosotros de radares de penetración terrestre. Y nadie tenía idea de qué coño era la hemeritrina, qué lecturas sacaba un escáner de polarimetría, o qué narices podía significar la birrefringencia de flujo. A mí todo aquel despliegue de aparatos y bidones con extrañas sustancias me tenía fascinado. Pasé mucho rato merodeando por allí intentando leer lo que ponía en las etiquetas de advertencia de los embalajes, o asomándome sin disimulo al interior de las cajas.
—¿Le intriga eso, señor Patterson?
Ms Coleman me cogió desprevenido. Había vuelto su atención hacia mí, aun estando tan liada organizando aquel barullo de agentes.
—No quiera saber para qué sirve ese botón —me dijo sin apartar la vista de sus papeles.
—Er… Perdóneme. No pretendía tocar nada. Tan sólo curioseaba.
—Nuestro pecado es ser hombres y querer conocer.
Tras aceptar mis disculpas se acercó, esta vez mirándome directamente a los ojos.
—Por cierto: me gustaría saber si puedo contar usted, señor Patterson. Trato de discernir entre quién puede serme útil, y quién un estorbo. Esta noche saldremos de caza. ¿Querrá acompañarnos?
El carácter de aquella mujer imponía casi tanto como sus planes. Dos unidades especiales Navistar MXT, de color negro mate y cristales blindados, esperaban aparcadas en la calle. Me temblaban las piernas. No tenía idea de lo que iba ocurrir después de subirme a uno de esos enormes armatostes con ruedas.
—Puedo atender sus preguntas. El viaje será mucho más cómodo si no sigue ahí en silencio, vigilándome la nuca todo el tiempo.
—Pues ahora mismo se me ocurren un montón de ellas, señora Coleman.
—Pruebe a ver. La curiosidad despierta lo que la paciencia termina.
Naturalmente no entraba entre sus planes explicarme para qué clase de departamento trabajaba, ese que se ocupaba de limpiar ciudades invadidas por vampiros.
—Al menos podría contarme algo acerca de esas criaturas. Algo que no sepa ya.
—¿Y qué cree que sabe, señor Patterson? Dudo que conozca algo. Quizá que sus orígenes son anteriores a los nuestros. Que sus remotos antepasados, los neandertales, y los nuestros, rivalizamos por este mundo al pie de treinta mil años. Pocos saben que los híbridos de ambas especies sobrevivieron a la extinción tras ser empujados al exilio en las cavernas más profundas del subsuelo. Evolucionando hacia la oscuridad, hacia el canibalismo, los ritos mágicos, y los sacrificios de sangre en honor a dioses desconocidos. Luego, el hambre, la penumbra, transformó sus características físicas a lo largo de milenios convirtiéndolos en criaturas troglobias. Su oído y su olfato, su fuerza, se desarrollaron de distinta manera; y su concepto del mundo acabó siendo completamente diferente al nuestro. Le contaré cosas de sus descendientes, esos seres críptidos, superorganismos estructurados en castas que forman colonias dispersas y duraderas. Los vampiros. Raros, preciosos para la ciencia. Similares en concepción, pero sólo en apariencia. Y letales enemigos, como ya ha descubierto.
—Caray. Quien lo hubiera dicho —dije yo como si hubiese entendido algo—. Deduzco que los admira un poco; como conocedora de su verdad...
—¿En serio lo cree? ¿Admira el pastor la belleza e inteligencia de los lobos que descuartizan su rebaño?
Quise ganarme su confianza y acabé pareciendo un idiota. Así que después de aquello me abstuve de hacer observaciones estúpidas. Pero de buena gana la hubiera preguntado si a los «detroiters» se nos consideraba en la CIA como a borregos.
—¿Si son no-muertos? No, obviamente. O al menos, no como está pensando. Hay ciertas causas… alteraciones bruscas del clima, ausencia total de alimento u otras que sería largo de enumerarse, que los hacen caer en un estado de dormancia por largas temporadas. En ocasiones décadas; a veces, por siglos. Se le denomina criptobiosis. Pero una gota de sangre que se derrame sobre su piel los devuelve rápidamente a la vida. Créame. Es un proceso fascinante. Y sí, son extremadamente vulnerables a la luz, esencialmente a los rayos ultravioleta. La consecuencia de una larga evolución en ambientes de oscuridad total. Osteogénesis pigmentosa explosiva. Así se define.
»Casi todo se puede explicar sin necesidad de recurrir a causas sobrenaturales, señor Patterson. Aunque no resulte tan sencillo. El ajo, los crucifijos, los espejos… todas esas cosas por las que me pregunta. Su mordedura: es extremadamente venenosa. La toxina la producen los diminutos gusanos parásitos que pueblan su boca e infectan su saliva. El sulfuro de hidrógeno que contienen los ajos es un excelente vermífugo natural. Proseguiré diciéndole que los vampiros tienen unos ojos peculiares, muy distintos a los nuestros. Y sabemos bien que sufren un tipo de daltonismo. Además, cuando posan la vista en una cruz que es sostenida inmóvil frente a su rostro, sucede algo llamado post-efecto, que no es sino un efecto óptico que agota su retina y aturde su percepción espacial; los ciega temporalmente, y los hace vulnerables. Ellos saben de su debilidad y sólo las evitan por ello. Respecto a los espejos, es por una particularidad de su piel. Sudor frío, cristales de sal que modifican la anisotropía de su dermis. Una forma de birrefringencia multiplicada por tantos cristalitos haya en la piel. No reflejan una imagen en superficies lisas, sino millones que acaban difuminándose, disueltas entre el fondo de objetos reflejados. Y por eso mismo tampoco proyectan sombra. Un camuflaje eficaz si atacan por la espalda, no cabe duda…
Los faros se abrían paso entre las sombras de Highland Park, haciendo brillar los cristales de hielo sobre los montículos de nieve apelmazada. El panorama era desolador.
—La función de toda esa línea de aparatos es ayudarnos a localizar el nido. Ellos tienen sus estrategias y nosotros las nuestras. Quizá sean más fuertes, pero nosotros estamos mejor preparados.
Esperaba que tuviese razón.
Los camiones pasaron muy despacio frente a la vieja factoría Packard. Y no sé por qué, presentí que acabaríamos en ese lugar. Un edificio enorme y abandonado. Oscuro. Un complejo de tres millones y medio de pies cuadrados, repartidos en treinta y cinco acres.
—¿Qué marcan las lecturas, teniente?
—Es aquí, Mayor. No hay duda.
—Pues en marcha. Dé la orden al helicóptero para que se retire, y que la patrulla de reconocimiento se prepare enseguida.
Supongo que si yo fuese un vampiro encontraría ese sitio ideal. En realidad me preguntaba qué narices hacía yo allí, salvo pasar miedo, importunar, y preguntar gilipolleces.
—¿Me permite? —Dijo uno de aquellos hombres tomándome de la muñeca. Vi que sostenía una jeringuilla en la otra mano—. Será sólo un momento.
—Remánguese el brazo, señor Patterson.
—Disculpe Ms Coleman. No entiendo —dije yo realizando un aspaviento.
—Sangre. Necesitamos un poco de la suya. Rh positivo. Antes de que me pregunte, le diré que solicité un informe médico suyo. Usted no fuma, ni bebe; no se droga. Está sano como una manzana. Sangre de la mejor calidad a cambio de unas respuestas que pocos más consiguen. Creo que es un trato justo.
—Bueno, yo no lo veo así exactamente. Permítame preguntarla por qué no sirve la de cualquiera de ustedes. Se les ve a todos igualmente muy saludables.
—Aquí no hay más sangre que la suya, señor Patterson. Entienda que ni mi equipo ni yo podemos permitirnos tomar esa clase de riesgos. Antes de hacer nada deben efectuarnos una transfusión completa. Nuestra sangre queda en neveras, guardada a buen recaudo hasta nuestro regreso. Por nuestras venas ahora corre una mezcla de hemeritrina, agua y sal. Inmune a las mordeduras. En suma, sangre artificial. Ellos la aborrecen.
—Jo-der.
No acerté a decir otra cosa.
«Los vampiros pueden pasar años durmiendo en cuevas, como cadáveres momificados. Cuando despiertan tienen un hambre atroz, se dirigen a algún sitio que les parezca bien, arrasan con todo, y migran hacia otro lugar. Pueden pasar meses hasta que deciden buscarse otro refugio. Todo depende de la reina. La única que tiene en sus colmillos la mordedura de conversión, y la dueña de cualquier iniciativa. Como por ejemplo, ampliar la colonia reclutando nuevos miembros. Ella no sale nunca de caza. Sus esclavos van en su lugar, saliendo a buscar comida por ahí, sangre recién exprimida. Sólo se quedan protegiendo el nido unos cuantos vampiros-soldado. A la vuelta, la reina toma alimento del cuello de sus súbditos, o estos la regurgitan directamente en su garganta. Un espectáculo tremendo. Orgiástico, señor Patterson. Es por eso que nos hallamos aquí. El resto han ido de caza. Nuestra misión será distraer sus soldados, dispersarlos para atrapar a la reina. Hecho esto, el resto parece fácil. Sin su influencia los esclavos son tremendamente desorganizados y vulnerables. La mayoría morirán solos, desorientados, perdidos por ahí. Siempre es así.»
—Es hora de hacer algo por su ciudad.
Aquel tipo extrajo de mis venas cinco mililitros de sangre que luego repartió en cinco pequeñas cápsulas de cristal. Las encajó en la punta de unos tubos finos y alargados, y las cargó en las pistolas de dardos. Cinco marines esperaban afuera con un extraño y escandaloso camuflaje color azul cobalto, y portando toda su parafernalia de combate. Visores nocturnos, fusiles de asalto... excepto los cristales de sus gafas, todo teñido de azul.
Una última inspección al equipo. Una última prueba con la recepción de las cámaras y micrófonos, y un saludo para desearse suerte. Sin perder tiempo el comando de pitufos cruzó las puertas de entrada guardándose alternativamente las posiciones. Hasta que acabaron esfumándose como espectros tras la bruma.
←Sólo una pregunta más: dijo que duermen durante mucho tiempo. Pero una sola gota de sangre los devuelve a la vida. ¿Cómo? ¿Quién estaría dispuesto a hacer tal cosa?
Silencio por toda respuesta.
Luciérnagas surcando la oscuridad en monitores verdes. Respiración contenida. Ráfagas de disparos. Imágenes distorsionadas. De nuevo, silencio. Una hora de tensa espera sobre la media noche. Sonrisas, aplausos y enhorabuenas. Operación ultimada con éxito.
Otro equipo sale del segundo camión. No llevan camuflaje azul. Y portan un extraño cajón, grande y con asas metálicas.
—¿Podría? ¿Ver a la reina? Me muero de curiosidad.
—Desde luego. Lo hará.
Salen del laberinto de ladrillo portando el misterioso catafalco. El sargento va al frente guiando la expedición. Su traje está hecho polvo. Hay desgarros, arañazos, salpicaduras de algo viscoso y mordeduras en los brazos. Pobre papá pitufo. No debe haber sido fácil.
—Nunca es fácil, señor Patterson.
Mi corazón. No podía sentirlo. Mis músculos no respondían. Estaban literalmente paralizados. ¿Qué coño estaba pasándome?
—Que alguien recoja a este hombre del suelo, teniente. La droga ya ha hecho su efecto.
—Señor Patterson. Le presento a Angélica Neferata. Como ve, una criatura hermosísima. Parece tan dulce cuando está dormida… Ella le estará eternamente agradecida. Cuando derrame su sangre sobre su piel. Eso será más o menos en cinco días, después que el temporizador active la aguja y punce su garganta. Luego tendrán mucho tiempo para intimar. Concretamente diez años. El tiempo que tardará en dispararse el mecanismo de la cerradura. Ya verá. Le gustará su nuevo destino. Las Vegas. Para entonces estará a rebosar de criminales y yonquis. Y prostitutas. Todas para usted. Prometo que nadie les molestará hasta que sacien bien su sed. Así son las cosas, señor Patterson. Disfrute su nueva vida y no olvide mis consejos. Tal vez me los pueda agradecer en el infierno.
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Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.