Un enjambre de mariposas iridiscentes revolaba sobre los junquillos, humedecidos por el rocío. Eran las primeras visitantes del calvero sagrado. Pronto serían acompañadas por el canto de los jilgueros y la danza de las pequeñas hadas, cuya ciudad se hallaba en el árbol milenario; pero antes se esperaba la visita de Arlas, rey de los unicornios, magnífico ejemplar níveo, elegante y fibroso, tan veloz como la brisa del norte. Cuando se adentró en el calvero, las hojas de los árboles acariciaron su hermosa crin. Buscó un lugar apropiado e inclinó la cabeza para alimentarse mientras el sol calentaba sus músculos.
El ambiente se llenó de vida y música. Sentado en una rama, el viejo fauno amenizaba el festejo con su siringa; lo acompañaban las panderetas de los elfos, seres menudos que sólo vivían para divertirse. Esos instrumentos insuflaban felicidad a cualquiera que los escuchase, ya que estaban imbuidos de ese poder. No en vano se trataban de dádivas divinas.
Antes de que la mañana se terminase, llegaron los últimos invitados: una eminente familia aristocrática de tejones. No les gustaba mezclarse entre la plebe; sin embargo, la humillación resultaba soportable gracias al prestigio que suponía acompañar al monarca dentro del calvero. Nadie ajeno al reino de Arlas tenía permiso para entrar en él, ni siquiera los habitantes del bosque más cercano; y ningún intruso había entrado jamás, porque se extraviaban persiguiendo fuegos fatuos, o acababan destrozados por las garras nudosas de las dríades, maestras de la emboscada. Esas damas arbóreas desconocían la derrota: los territorios sagrados se mantenían intactos, sin la mácula que dejan las hachas del humano. Por eso Arlas se turbó al intuir que una presencia malévola se acercaba; sus súbditos vieron cómo estiró el cuello y olisqueó, preocupado, hacia el este, y percibieron la zozobra que lo invadía; un sólido marasmo se apoderó de ellos. El alborozo se desvaneció.
Lentamente, atravesando la densa maleza, se adentró en el calvero una figura negruzca, encorvada y harapienta. Apoyaba sus puños en el suelo, como un simio. Irradiaba maldad, tanta que una lluvia de melancolía cayó sobre Arlas y los suyos. Asustados por ser la primera vez que experimentaban ese sentimiento, los elfos se abrazaron entre sí, y las hadas se refugiaron tras el fauno, que dejó caer su siringa.
Arlas se alzó sobre sus patas delanteras, desafiante, y ordenó a todos que se retirasen. Conocía a su enemigo, el precio de una derrota frente a él; mas quizá fuese capaz de vencerlo, de salvaguardar la dulce melodía de las ninfas, la bondad de los gnomos, el estanque de los kappas.
Alrededor del monstruo, que seguía avanzando despacio, deleitándose, la vida vegetal se marchitaba. Los ojos de su semblante porcino brillaban con intensidad; ojos perversos, rojizos; ojos sin alma que habían contemplado el auge y descenso de varias civilizaciones. Una vez que tuvo cerca al unicornio, éste pateó el suelo y mostró sus dientes, asqueado por el hedor. Incluso los árboles parecían estar inquietos ante aquella presencia inusitada.
Dos dríades aparecieron de improviso y atravesaron el calvero en dirección al monstruo, que al verlas sonrió mostrando sus largos colmillos amarillentos. El unicornio quiso acompañarlas en el ataque, embestir con su cuerno. No fue posible: cuatro tentáculos oscuros emergieron del suelo, inmovilizándolo. Tuvo que resignarse y contemplar, impotente, un combate desigual. Aquellas dríades no duraron mucho tiempo antes de ser destrozadas por los fuertes brazos del monstruo; las desgajó poco a poco, saboreando su miedo, sus gritos. Arlas pensó que otras debieron sufrir el mismo destino, y las lágrimas emborronaron su visión. Con la esperanza de ser escuchado, imploró ayuda a Naranna, la diosa de los bosques; su cuerno brilló intensamente y los tentáculos desaparecieron. El monstruo, cegado por el resplandor, se protegió la cara con los brazos.
Arlas supo que era una oportunidad inigualable y cargó hacia su antagonista. Si lograse herirlo con el cuerno, quizá…
Sintió las manos del monstruo en su cuerno, aferrándose a él, frenándolo. Sintió los colmillos hincándose en su cuello. Le succionaron la esencia; y con ella, la del reino. Una conexión primigenia unía a todo rey con su reino, y la de Arlas se inundó de hiel. Los lamentos de sus súbditos, que sintieron un profundo estremecimiento, se escucharon más allá del bosque. Sabían cuál iba a ser su destino.
El monstruo, satisfecho con su obra, dejó atrás el cuerpo exangüe del unicornio y continuó su camino. Admiró la metamorfosis del entorno que era un bastión de la luz. Su trabajo terminaba, porque no quedaban muchos. Cuando lo completase, podría recuperar su aspecto humano y reunirse con la mujer que amaba, la misma que murió en sus brazos. El espectro del brujo se lo prometió… Lo que no le dijo es que perdería una parte de su humanidad con cada matanza. Además, le dominaba un hambre insaciable: necesitaba alimentarse de las vidas que lo rodeaban. Ya no era capaz de contenerse como antes, al principio de su maldición; su conciencia había claudicado. Iba dejando un rastro de muerte y sombras indelebles.
Mientras tanto, el espectro del brujo esperaba en un lóbrego túmulo rodeado de ruinas; ora deambulando por ellas, ora vigilando a su creación, a la que podía ver, mediante un hechizo, en las aguas encharcadas que bordeaban las tumbas. Se encontraba lleno de impaciencia, porque ansiaba el momento en el que asesinaría a ese humano ingenuo para fagocitarle las esencias. Cada vez que recordaba lo fácil que fue engañarlo, una espantosa sonrisa invadía su rostro cadavérico.
Un enjambre de murciélagos revolaba sobre los hongos luminosos, mordisqueados por las ratas. Eran los primeros visitantes del calvero maldito. Pronto serían acompañados por el graznido de los cuervos y la danza de los crueles trasgos, cuya ciudad se hallaba en el árbol muerto; pero antes se esperaba la visita de Arlas, cacique de los unicornios, magnífico ejemplar negro, poderoso y terrible, tan veloz como las ánimas del pantano. Cuando se adentró en el calvero, las ramas secas de los árboles arañaron su cuerpo. Buscó un trasgo y le succionó la sangre mientras la luna se escondía entre las nubes.
Pues siendo sincero, no sé si quizá es porque no suelo leer mucha novela fantástica, pero me ha costado leerlo un poco, la verdad.
La historia en si no me parece nada del otro mundo, salvo el final,que me ha gustado más que el resto. Aunque me lo imaginaba que el vampiro o monstruo o lo que sea, al derrotar al unicornio, transformaría su mundo mágico en el mundo que hoy en día conocemos. No se por qué, pero por un momento creí que iban a ir por ahí los tiros.
En definitiva, le pongo 2 ** estrellas porque una cosa es que no me haya gustado, y otra que esté mal escrito.