La figura blanca
Sé que a veces os preguntáis por qué yo, que he tenido la suerte de disfrutar de una vida larga y plena, soy una persona tan aprensiva y dada a sufrir crisis nerviosas. Que cualquier ruido nocturno me altere tanto como para no poder conciliar el sueño, que pase jornadas enteras espiando tras las ventanas… todo ello os parece excesivo. Habéis de saber, pues, que no siempre fui así; pero el mundo, con sus horrores, sus innominables secretos y sus peligros, puede destruir la mente del más cuerdo de los hombres.
En aquel entonces yo era un despreocupado señorito de buena familia que busca emociones antes de ingresar en lo que consideraba el aburrido mundo del hombre adulto, todo obligaciones y responsabilidades. Junto a mi buen amigo William, decidimos recorrer el Este de Europa cargando mochilas y sin más ayuda que un bastón, unas buenas botas y algún ocasional viaje en tren para los trayectos más largos. A nuestros escasos veinte años, repletos de vigor y energía, nos jactábamos de ser valerosos excursionistas, sin miedo a adentrarnos en los más inhóspitos territorios. Por eso, cuando llegamos a una aldea en busca de provisiones y una noche de sueño reparador, no prestamos atención a esa gente que, persignándose sin cesar, nos advertían que no era buena idea adentrarse en las sendas de aquella montaña. El camino, según habíamos visto, no estaba en mal estado, y si más adelante se volvía impracticable siempre podíamos dar media vuelta; no comprendíamos, pues, la actitud de aquella gente. ¿Tan inútiles nos creían por nuestra juventud?
Al día siguiente, descansados y con nuevas provisiones, emprendimos aquel camino que tan sencillo se nos antojaba; no contábamos, sin embargo, con lo confusas que pueden volverse ciertas sendas montañosas. Unas horas más tarde nos habíamos extraviado. La senda, cada vez más difícil de seguir, se bifurcaba una infinidad de veces. Dar media vuelta tampoco parecía viable; era casi imposible saber por qué camino habíamos venido. Según William, lo mejor que podíamos hacer era tomar cualquier rumbo al azar y continuar adelante sin detenernos. Tarde o temprano, nos llevaría a alguna parte. Por mi parte no tenía nada que objetar así que, tras comer algo, emprendimos de nuevo la marcha.
Aquel, de nuevo, fue un error fatal, porque la senda que habíamos tomado nos llevó, dos horas de rocas resbaladizas y terroríficos desfiladeros después, frente a un acantilado de piedra del todo impracticable. Tratamos de volver atrás, pero cada vez estábamos más perdidos. El sol se ocultaba, y las noches en las montañas pueden ser muy frías. Sospechábamos también que podía haber lobos; William había reconocido las señales. Nuestra situación, por lo tanto, se volvía crítica. Nuestra arrogancia nos había metido en verdaderos apuros.
La salvación, o lo que tomamos por tal, llegó una hora más tarde en forma de refugio, apenas una cabaña techada en paja con paredes de tosca piedra; pero a nosotros nos pareció el hotel más lujoso del mundo. En su interior encontramos una única estancia con varios catres de lona a modo de literas y un hogar cargado de leña esperando a ser encendido. En las paredes había dos ventanas pequeñas. La puerta principal, de sólida madera, era la única entrada. El lugar no parecía haber sido ocupado recientemente, algo que no nos importaba. Dejamos las pesadas mochilas a un lado, atrancamos la puerta y encendimos el fuego. Todavía no sabíamos cómo saldríamos de aquellas montañas pero, al menos aquella noche, no la pasaríamos al raso.
No fue hasta después de una frugal cena que nos dimos cuenta de algunos detalles realmente peculiares de aquel refugio: sobre la pesada puerta, por ejemplo, alguien había clavado un pequeño ramillete de flores de ajo, ya secas y sin olor. Lo mismo observamos sobre las dos ventanas y la chimenea. También había crucifijos: al principio no les prestamos atención, pues en aquel país parecía ser costumbre tenerlos por toda la casa; pero al fijarnos en el gran número que había decidimos contarlos. Había más de diez cruces clavadas en las paredes. Todo aquello resultaba sorprendente, aunque las gentes de aquel país podían ser muy supersticiosas; nosotros mismos habíamos sido testigos de cómo se persignaban compulsivamente al hablar de las montañas. No dejaba de ser una graciosa excentricidad, tal vez algo anacrónica, aunque nada más.
Cuando terminamos de cenar vimos por una de las ventanas que había comenzado a nevar. Qué suerte habíamos tenido, pues, de topar con el refugio; de haber pasado la noche a la intemperie sin duda habríamos perecido. Allí dentro, a la temblorosa luz del hogar, los copos de nieve que caían poco a poco eran un pequeño y bello espectáculo. Durante un rato casi nos alegramos de habernos perdido. Aquella sería una buena aventura para explicar en casa.
La noche transcurría con normalidad. La nieve, poco a poco, se iba acumulando en el alfeizar, y tanto William como yo decidimos ir temprano a dormir, pues necesitaríamos reponer fuerzas para el día siguiente. Fue entonces cuando oímos el ruido. Al principio creí que había sido el fuego de la chimenea, que de vez en cuando hacía crujir la leña; luego me di cuenta de que era algo distinto, algo que no acababa de identificar y que no procedía del interior de la cabaña. William, tras indicarme que me quedase en silencio unos segundos, afirmó que parecían pasos. ¡Pasos! Aquello significaba que había otras personas dirigiéndose al refugio. ¿Y a dónde, si no, iban a ir a esas horas de la noche? William y yo intercambiamos una mirada cargada de esperanza, pues cabía la posibilidad de que aquella gente conociese las montañas y nos pudiese indicar el camino a seguir. Esperamos con paciencia. La puerta no se abrió. Los pasos parecían haberse detenido, y de nuevo reinaba el silencio. ¿Por qué, nos preguntamos, alguien no querría entrar en el único refugio de la zona? William argumentaba que tal vez nos habíamos confundido, cuando los pasos reanudaron su marcha. Ahora sonaban mucho más cerca. Eran lentos, muy pesados. Parecían ir y venir, siempre cerca de la casa, pero sin acabar de decidirse. Un minuto después, volvieron a callar.
Propuse salir a recibir al extraño, quienquiera que fuese, e invitarle a pasar al refugio y calentarse con el fuego del hogar. William, sin embargo, no las tenía todas consigo, y dijo que podía tratarse de un animal. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Sabíamos que por aquellas tierras había lobos; quien sabe si también osos. Tal vez una de aquellas criaturas se había acercado atraída por la luz, en busca de comida. Eso explicaría lo errático de los pasos y lo extraño del sonido que producían. Si era un oso, dije, no era buena idea salir. Como medida de precaución, comprobamos que puerta y ventanas estaban bien atrancadas; si se trataba de una persona ya llamaría y entonces abriríamos.
Durante más de una hora el silencio sólo fue interrumpido en contadas ocasiones por unos pocos pasos erráticos. Al fin, tras mucho esperar, decidimos que lo mejor sería ir a dormir. Fue entonces, tras elegir cuál sería mi catre, cuando un nuevo sonido nos alertó. Esta vez procedía de la sólida puerta de madera, y parecía como si algo, tal vez una zarpa, estuviese rascando desde fuera. Ahora ya estaba claro: aquello era un animal. Habíamos hecho bien en no salir. El ruido persistió durante un minuto, y fue seguido por un extraño gorjeo que, personalmente, me heló la sangre. ¡Era tan grotesco! No podría describirlo, pero no se trataba de la clase de sonido que surgiría de la garganta de un oso. Lánguido y quejumbroso, aquella especie de lamento inhumano apenas duró unos segundos, y después pudimos escuchar con claridad cómo aquel animal, fuese lo que fuese, comenzaba a rodear la choza. Intrigados como estábamos, William y yo corrimos cada uno a una de las ventanas, esperando contemplar a nuestro peculiar invitado; aunque apenas logramos avistar nada, aparte de la peculiar silueta blanca que creí adivinar entre la oscuridad y la nieve. Difícilmente podría afirmar que conseguí ver su forma, pues tan sólo era una mancha de color alejándose en la negrura; pero me dio la sensación de que aquella cosa caminaba erguida. ¿Un oso? Parecía demasiado pequeña. Demasiado para la cadencia de sus pasos. Decidimos que tal vez era una cría, aunque no entendimos su blanco color. Al final, procedimos a meternos cada uno en su catre y dormir un rato.
Un gran estruendo me arrancó con crueldad del bello sueño en que me hallaba sumergido. Desorientado, sin comprender dónde estaba, miré a mi alrededor y poco a poco recordé: la cabaña, el oso… al otro lado, William parecía igual de perdido. El estruendo persistía: alguien golpeaba la puerta con una ferocidad desmedida. Enseguida pensé en un oso adulto, aunque comencé a dudar de esa teoría cuando los golpes cesaron, substituidos enseguida por un frenético chirrido. No comprendía de qué se trataba, pero provenía de una de las paredes. Agudo, estridente y muy desagradable, aquel ruido me provocó imágenes mentales de objetos metálicos muy afilados rasgando contra la piedra. William se asomó de nuevo por la ventana. No logró ver nada. Fuera había dejado de nevar.
El chirrido cesó. Regresaron los golpes. Eran terribles. La puerta temblaba. También la pared. Luego, estos también se detuvieron. Oímos de nuevo el gorjeo lastimero y unos cuantos pasos erráticos alrededor de la casa. No sabíamos que hacer; si aquello era un oso, se trataba del más terrible que había existido jamás. Y ambos íbamos desarmados; si el animal conseguía entrar, estábamos perdidos.
Pasos y gorjeos duraron alrededor de media hora. Después, tras lo que nos pareció un breve aullido de derrota, los pasos se alejaron con lentitud. Por la ventana, el cielo comenzaba a adquirir una tonalidad violácea. Estaba a punto de amanecer. Pensamos en dormir un rato más, ya que prácticamente habíamos pasado la noche en vela; pero lo cierto es que ninguno de los dos quería permanecer mucho más tiempo en aquellas montañas. Desayunamos con prontitud y nos preparamos para emprender la marcha de nuevo.
Cuál fue nuestra sorpresa, salpicada de miedo y horror, cuando salimos del refugio. La sólida puerta, que el misterioso ser había arañado con sus zarpas, estaba destrozada, cruzada por surcos largos e increíblemente profundos. En el suelo se amontonaban las virutas de madera que se habían desprendido, y no eran pocas. Aquellas garras habían penetrado en la madera mucho más de lo que dictaba la cordura.
Pero aquello no era lo peor. Cuando apartamos la vista de la puerta, comprendimos con verdadero espanto el motivo de aquel chirrido que tanto había alterado nuestros nervios. Porque los surcos, los mismos surcos que habían destrozado la puerta de madera, también cruzaban la pared de piedra y eran igual de profundos. Durante largo rato permanecimos en silencio, tratando de asimilar cómo podía ser aquello posible. ¿Qué clase de monstruo podía hacer algo así? William señaló entonces al suelo, y el desconcierto se tornó locura. Porque las huellas que iban y venían alrededor del refugio eran huellas humanas, de pequeños pies descalzos. En algunos puntos, no obstante, también había huellas de manos, lo que explicaba por qué William lo había visto a cuatro patas y yo a dos. Pero no, no era posible. No podía ser una persona. Un humano no tiene zarpas que horadan piedra; no sobrevive a una noche tan fría a la intemperie; no va descalzo por la nieve. Un ser humano no se comporta como un animal.
Aquellos y tantos otros pensamientos confusos se agolpaban en mi desorientada mente. Nada tenía sentido. Nada era posible. ¿Me había vuelto loco, pues? Tal vez, llegué a pensar, nunca habíamos encontrado la choza, y me encontraba al fondo de un desfiladero delirando entre fiebres. Cualquier opción era preferible a reconocer aquello como una realidad.
En un momento dado, William señaló un punto donde las huellas parecían alejarse de la choza. Con febril fascinación, murmuró que podía ser un gran descubrimiento y comenzó a seguirlas a grandes zancadas. Sin saber muy bien qué hacer, opté por seguirle, pues lo que menos me apetecía era permanecer solo. Algo en mi interior, no obstante, me decía casi a gritos que aquello no era una buena idea, que debíamos marcharnos de inmediato. Las huellas, que a ratos eran sólo pies, y a ratos también manos, nos guiaron hasta una irregular pared rocosa de musgosos recovecos. Allí, William divisó una estrecha cueva. Las huellas tomaban esa dirección. Por supuesto, traté de disuadir a mi amigo de que se adentrara en aquel lugar; pero él no quería escucharme. Tras un último intento decidí desistir y le seguí, aterrado.
La cueva era muy pequeña y, aunque permanecía en penumbra, se podía ver bien sin necesidad de lámparas. La criatura, más pequeña incluso de lo que había creído, permanecía a un lado, tumbada en el suelo. A su alrededor, las paredes estaban llenas de surcos profundos. William se acercó, despacio, y le dio un leve golpecito con el pie. No se movió. Al parecer estaba muerta. Extasiado, se agachó y procedió a examinarla. Tras titubear unos instantes, opté por hacer lo mismo, aun cuando mi instinto me pedía lo contrario.
Parecía humana. Una muchacha, apenas una niña, delgada, fea y del todo desnuda. Su cabello, largo, fino y desaliñado, era del todo blanco. Pero lo más extraño era que su piel, también blanca como la nieve, e incluso su propia carne, eran ligeramente traslúcidas. Observando su cuerpo, se podían advertir las sombras de sus huesos. Era la cosa más extraña y sorprendente que había visto en toda mi vida. William acarició su piel y comentó lo fría que estaba. Toda ella era, más que blanca, carente de todo color. Sus manos, igual de traslúcidas, terminaban en unas zarpas delgadas, afiladas y retráctiles. Con dos dedos, William procedió a apartar los carnosos pero pálidos labios de su boca, dejando así al descubierto una hilera de numerosos y diminutos dientes, afilados como agujas, que surgían de unas encías casi grises. Tras la sorpresa inicial, le abrió más la boca. Las hileras de dientes, tanto superiores como inferiores, terminaban en cuatro largos y terribles caninos. Aquella criatura carecía de muelas, lo cual me llevó a pensar que no estaba hecha para masticar alimentos sólidos. Con toda seguridad, llegué a la conclusión, lamía la sangre de otros animales, tras desangrarlos con aquellos dientes tan afilados o con aquellas garras que surgían de sus pequeñas y delicadas manos. Y en aquel momento, mientras William permanecía agazapado sobre la criatura muerta, examinando su larga y gris lengua, me aparté, recordando detalles que tan sólo unas pocas horas antes nos habían parecido de un supersticioso ridículo e hilarante. La cabaña. Los ramilletes de ajo. Los crucifijos. Los aldeanos persignándose.
Y ahora la criatura, ese pequeño monstruo de blanca figura, cuya anatomía parecía diseñada para ingerir sangre…
Pero ya era tarde: en cuestión de segundos, la criatura abrió los ojos, unos ojos grandes, de iris rojizo y esclerótica amarillenta; se lanzó sobre William, lo abrazó con fuerza, se aferró a él con sus terribles zarpas y le clavó los afilados dientes en su cuello. Apenas pude parpadear, y mi amigo yacía en el suelo con aquella cosa encima de él, una niña desnuda a través de cuya piel y carne se adivinaba la sombra de sus huesos. Y el sonido… el horrible sonido que producía al sorber. Aquello fue lo que en realidad me paralizó. A cada húmedo sorbo podía ver como una nube carmesí entraba en ella y se expandía por todo su cuerpo. Un sorbo, otro, otro más. La nube crecía, se propagaba. Y entonces se produjo un curioso fenómeno; porque conforme se extendía, la nube enturbiaba la carne traslúcida del monstruo y dotaba su piel de cierta tonalidad rosada. Al cabo de unos minutos, sus costillas apenas eran visibles ya. Un poco después, la nube comenzaba colorear y a dar opacidad a muslos y antebrazos. Y el horrible, horrible sonido, se repetía una y otra vez mientras sorbía, con fuerza y ansia, la vida de mi amigo William.
Dicen que me hallaron corriendo por la nieve, a muchas millas del refugio donde habíamos pasado la noche, gritando cosas sin sentido. Estaba fuera de mí, por supuesto. Jamás llegaron a encontrar el cadáver de William y yo nunca volví a adentrarme en aquellas tierras. Pero jamás olvidaré aquella noche y, sobre todo, aquel asqueroso sonido que producía la criatura blanca mientras sorbía sangre y se volvía más y más humana. Ese sonido me perseguirá el resto de mi vida, así como el temor de ser encontrado.
Tal vez William quiera venganza por no haberle ayudado.
Relato muy bien escrito, salvo por un "busca" en lugar de "buscaba" en el segundo parrafo.
Me ha gustado bastante todo, la noche insufrible que pasan en la cabaña y sobretodo, y lo que me parece más original de la historia, la gran descripción de la niña y el cambio que padece su cuerpo al alimentarse.
He de decir que la historia de los dos amigos mochileros que rehuyen los consejos de los habitantes para adentrarse en la montaña me ha recordado cariñosamente a la película Un hombre lobo americano en Londres.
Le doy 4 estrellas porque me parece un gran relato. De haber sido más original se hubiera llevado el pleno al quince
★★★★☆