La momia 42
Recogió del suelo el mando a distancia, procurando no despertarle. Le gustaba observarle así, dormido en el sofá, porque incluso teniéndole delante, viéndole moverse y hablar, apenas podía creer que fuese real.
Se había atrevido a traerle hasta su casa y mantenerle allí escondido, con las cortinas siempre echadas. Él había aprendido en un sorprendentemente corto espacio de tiempo los rudimentos del idioma, con un acento terrible, bien es cierto, y el uso de los diversos aparatos domésticos. Le encantaban la televisión y los programas documentales que, complementados con los libros especializados en historia y enciclopedias que atestaban sus estanterías, le sorprendían con los vertiginosos descubrimientos y hechos de los dos últimos siglos.
El ordenador le frustraba pues siempre se equivocaba en los pasos a seguir, pero ella había empezado a mostrarle páginas web sobre la mitología y literatura vampíricas, trayéndole de la biblioteca El vampiro de Polidori, Carmilla de Joseph Sheridan Le Fanu y Drácula de Bram Stoker. También le enseñó en formato visual las más conocidas adaptaciones del libro del irlandés y otros clásicos del terror. Todo le pareció muy divertido y ver a un auténtico vampiro sonriendo ante los desmanes del Blade fílmico no tenía precio.
Él ya no recordaba su nombre, el último de los incontables que había tenido; así que le había permitido nombrarle de nuevo y ella le bautizó Raziel. Era como un niño, todo le sorprendía y todo lo quería conocer para ponerse al día. Había sido muy erudito. Pero su mente había perdido los recuerdos más lejanos. No sabía quién había sido pero sí retenía leves destellos que brillaban ante el estímulo adecuado. Unos días antes, observando las fotos de unos bustos romanos, recordó haber visto a Julio César, regresando por un borroso instante a una Roma ignota, contemplando entre el gentío a aquel hombre, en carne y hueso, hablándoles desde lo alto de una tribuna de madera. Le asaltaban a veces rostros difusos a la luz de remotas velas y frases escuchadas en distintos idiomas, salpicadas de vocablos perdidos.
Ella se sentía atraída por aquel rostro de rasgos exóticos, tal vez el semblante de una etnia desaparecida muchos milenios atrás o borrada poco a poco por el mestizaje. Aparentaba poco más de veinte años, mostraba unos párpados levemente rasgados sobre unos iris de un azul rotundo, casi sólido, y cejas y cabellos negrísimos en contraste con la piel marmórea, blanca y fría como la de una estatua de carne. Los labios finos apenas tenían color, las manos grandes y elegantes disimulaban una gran fuerza. Ella tenía treinta y seis, era delgaducha, melancólica y arqueóloga. Se lo había llevado de la cripta de una antigua iglesia, cuando fue encargada al museo en el que trabajaba la exploración de sus criptas más inferiores. Estas proporcionaron a la institución una magnífica colección de momias naturales de los siglos XVI al XIX con todos sus ropajes y aderezos mortuorios, propios de la acomodada posición social que les había permitido tal enterramiento privilegiado.
Fue un trabajo delicado y laborioso que duró un año. A finales de ese período, cuando la campaña estaba a punto de concluir, le encontró. La cripta C, la más antigua y retirada, mostraba en su pared oeste una pequeña y robusta puerta pentagonal de bronce con cenefas concéntricas donde se repetía en relieve el motivo alterno de flores y calaveras, campando en el desnudo pentágono central un cráneo igual sobre dos fémures cruzados. Una decoración propia del barroco funerario y su querencia por los memento mori y las vanitas.
Cuando consiguió moverla, más tarde comprobaría que se abría solo de fuera a adentro pero no al revés, le dio paso a una pequeña sala baja y rectangular, con bancos de mortero adosados en las paredes. Sobre la repisa del fondo descansaba él, tendido en aquella negrura que por primera vez en siglos ahuyentaba su linterna. La ropa que le cubría estaba frágil y polvorienta pero el estado del cadáver era apabullante, en absoluto similar a los otros cuerpos masculinos, femeninos e infantiles que reposaban en las otras tres estancias, marchitos, tiesos, con las cuencas oculares marcadas y las bocas entreabiertas por la caída de la mandíbula. Él parecía un muchacho profundamente dormido y la arqueóloga creyó observar el fruto de un soberbio trabajo de embalsamiento.
Era tarde, pero ella siempre se quedaba un rato más que sus ayudantes. Cuando iba a girarse para regresar a tomar nota en la mesa de trabajo habilitada en un rincón, reparó en la joya que colgaba del cuello del joven. Una cadena de oro con un colgante hueco sobre el pecho. Con cuidado, trató de abrirlo, pero temiendo romperlo, decidió llevárselo para examinarlo. Las hebras brunas del cabello resbalaron todavía vigorosas entre sus dedos, nada en él parecía quebradizo ni su piel mostraba el habitual tono y textura coriáceos. El collar era sencillo pero pesado.
Fue luego, cuando estaba acodada en la mesa, dándole vueltas al objeto redondo bajo la lupa de aumento, buscando alguna diminuta bisagra, que tuvo la repentina sensación de ser vigilada y al barrer con la luz de la linterna hacia la esquina de la puerta pentagonal, se lo encontró, despierto y de pie, mirándola. El miedo fue apenas un aleteo inicial, una brisa de lástima pronto se lo llevó. Le pareció entender una petición de ayuda entre el rumor de palabras arcaicas que brotaban de sus labios. Ella solo quería paliar su confusión. Todo se presentaba ahora como un sueño lejano y apenas podía creer lo que había hecho. Se lo había llevado a casa, lo había vestido con algunas prendas que su ex novio se había dejado olvidadas y le había ofrecido cobijo, deseosa de desentrañar aquel misterio que solo ella conocía.
Pronto quedó clara la extraña naturaleza del resucitado. Pero podía dormir tranquila, pues él, tal vez agradecido, no se mostró nunca agresivo con su anfitriona. Y con su voz profunda y cadenciosa le explicaba las conclusiones a las que llegaba al compararse con todo lo que le mostraba:
—Como ves— miró al suelo— tengo una sombra normal… y también reflejo, pero no soporto verme, por eso te he pedido que cubras con telas todos los espejos de tu morada. Por mucho que lo desee no puedo transformarme en nada, ni en murciélago, ni en lobo, ni en rata, ni en gato, niebla o humo. Supongo que todo eso surgió por la creencia de que el vampiro era un demonio, un demonio que se había apoderado de un cadáver animándolo, por ello también el supuesto rechazo hacia los símbolos divinos, cruces, hostias, agua bendita… y al ajo, que siempre se ha empleado para rechazar espíritus malignos y brujas… tales cosas no me alteran en absoluto, la verdad. Sí puedo ver en la oscuridad, soy muy fuerte y no puedo leer tus pensamientos, aunque sí sugestionarlos. Como ves, casi podría pasar por un desequilibrado hematófago si no fuese por mi manifiesta antigüedad.
—Pero temes a la luz, eso es cierto.
—La luz intensa me produce dolor y me ciega, por eso prefiero moverme desde el ocaso hasta que amanece, aunque en los días nublados paseo de día si me apetece. La luz artificial me es tan desagradable como la natural, lo he comprobado aquí en tu casa. Por eso te he rogado que solo enciendas las lámparas de pie y los flexos, no soporto las bombillas que habéis inventado tras domesticar a la electricidad. No sé qué podría pasar si me expongo a la luz demasiado tiempo, no sé si simplemente moriría, estallase en llamas o me carbonizase hasta la médula. No lo sé. En cuanto a la estaca y la decapitación, creo que tal vez fuesen efectivas… es cierto que me regenero muy bien de los daños y heridas pero especialmente la separación de la cabeza del tronco supongo que impedirá que el cerebro envíe los necesarios impulsos a las células para que inicien el proceso.
—¿Sois muchos?
—No sé si hay más como yo por el mundo, creo que nunca me he encontrado con un semejante ni recuerdo como adquirí esta condición, está ya más allá de mi comprensión, inalcanzable al otro lado de un inmenso océano de tiempo, de capas y capas de vivencias. De las incontables personas de las que me he nutrido, ninguna ha sobrevivido, tengo la seguridad. Solo perecen desangradas— quedó en silencio y la miró con tal intensidad que le provocó un escalofrío mientras apartaba la mirada de la de él— La sangre se enfría demasiado rápido y mi sed busca siempre la tibieza del primer instante, cuando el corazón del moribundo bombea por el miedo borbotones que mi garganta recibe, haciéndome dichoso de un modo inaudito. Y es el deseo de volver a sentir tal gozo el que me empuja a alimentarme de nuevo de los efímeros mortales, que de todos modos, morirían igual, tarde o temprano, yo me limito a precipitar lo inevitable.
Ella se marchó al trabajo rumiando aquella confesión preocupante. La fascinación inicial, la secreta idea de averiguar el origen de su inmortalidad, la loca presunción de que llegase a apreciarla más que como una amiga, empezaba a desvanecerse y no le gustaba lo que ocupaba su lugar, el oscuro limo de un pegajosa inquietud. Volvió a su memoria el medallón que colgaba del collar que le adornaba en la cripta. Al día siguiente del descubrimiento no lo encontró por ningún lado. Nadie lo había visto, nadie lo había catalogado e inventariado, cuando quedó sola rebuscó a cuatro patas por todos los recovecos del subterráneo sin resultado… ¿Tendría algo que ver con su súbito despertar? ¿Qué escondería en su interior? Decidió que volvería a la iglesia para retomar el registro de un modo más exhaustivo. Lo necesitaba con urgencia.
Raziel abrió los ojos y se levantó del sofá, cayendo el ejemplar de bolsillo de Entrevista con el vampiro de Ann Rice que tenía al lado, al resbalar el faldón de la bata que le colgaba por todos lados y sobre la que había quedado el libro. Lo apartó de un puntapié antes de abordar a la chica.
Ella extendió el brazo, ofreciéndole la muñeca. La cubría un esparadrapo teñido con algunas gotas de sangre reseca y fijado con una tirita. La mano estaba amoratada y los dedos agarrotados. Pero él apartó su fuente habitual de alimento y la sujetó por los brazos, acercándola contra sí. Ella le miró entre desconfiada e incrédula, viendo como sus rasgos se tensaban. Le pareció que de repente le percibía con su verdadera apariencia. Los ojos eran zafiros fríos y el rostro una máscara tan bella como vacía de sentimientos. Desprendía fuerza contenida por cada poro, ya no era un príncipe lánguido, sino una hermosa fiera lista para el salto mortal.
—Yo te he curado, alimentado y protegido— le reprochó.
Intentó zafarse pero sus manos eran como aros de hormigón que le impedían cualquier movimiento. Sus pies aplastaron los empeines de los de ella, anclándolos al suelo. Vio entonces con absoluta claridad el enorme error cometido al creer que él podría cambiar, e incluso amar. De su primitiva humanidad tan solo conservaba aquel atrayente caparazón volcado en sí mismo y en su indefinida perpetuación.
—¿Conoces la fábula de la rana y el escorpión? Yo soy el escorpión— le replicó. Luego distendió su mandíbula lentamente antes de atacarla con una profunda dentellada en el cuello. Desesperada, ella lanzó un único grito de impotencia y dolor mientras él, sin soltar la presa, empezaba a sorber con ansia el líquido rojo que manaba del brutal mordisco.
Pues yo no lo encuentro, Ligeia.