EL CLAN
Siempre una flama
Toda historia comienza por decir la verdad, pero no toda historia la contiene; ya sea relativa, absoluta, material, subjetiva, nunca lo es. Son fragmentos de ella, de una lejana posibilidad de pertenecer al mundo de la realidad y lo tangible, residuos deformados de nuestras percepciones, de nuestra propia intención y ambición para traslucirse, inquietar su contenido en palabras y párrafos.
Mi verdad, será para ustedes, fisgones y curiosos lectores de narraciones ficticias, la más grotesca y aberrante, no obstante, la más sublime y hermosa; puesto que siempre querrán imaginar y sentir su posición activa en todo relato, encontrar en simulados escenarios de elevada ilusión: metáforas, reflexiones, acerca del sentido práctico de las cosas que nos rodean. Si bien, hoy en día, se da por entendido que el protagonista desea narrar sus banales; insignificantes y habituales experiencias; así como sus épicas hazañas, transcendentales sucesos magnificados; bizarras vivencias de surrealistas ensueños; encuentros con lo intolerable volcados en trágicos acontecimientos. No habrá más que una interna aspiración de expresar, a través de bellas letras, la intrínseca, personal y egoísta visión de sus propias sensaciones suprasensibles arrebatadas de reminiscencias, recuerdos, fantasías, de él mismo o de otros, transformándolas en hermosas frases y oraciones, obvio, censurando algunos párrafos innecesarios, editado para el hipócrita público actual. Finalmente impresas en superficiales escritos con la única encomienda de formar parte de las gigantes estanterías consumistas del mercado sensacionalista del arte.
Por las razones anteriormente descritas esta extraordinaria aventura, parte biográfica, parte argumento, y mayoritariamente, descripción de increíbles eventos; no pasará de ser leída por algunos cuantos: selectos, elegidos por la misma obra. Puesto que la verdad aquí vertida, mi evidencia, será inverosímil para las pobres mentes afectadas por su obcecada búsqueda de limitadas y simuladas realidades; no podrán comprender la magnitud de contar sobre una vida que inicia, pero que jamás termina. La insoportable abulia, el inclemente hastío de la existencia que nunca cesa es mi eterna condena. La inmortalidad, descrita para los mundanos como poderosa, divina y sagrada, como sus miles de dioses imaginarios puestos en el firmamento nocturno; su luz gloriosa representada en el disco solar y en todo su rededor, etéreo místico lleno de mentiras pero yacente en el fulgor de sus almas vacías y desconsoladas. Ese gran misterio, la eternidad, explorada, perseguida, deseada con ferviente anhelo por sus ávidos espíritus, mas abandonada y desistida por sus endebles cuerpos.
Para mí, Ziusudra, Amsi, Elián de Assuán, de Alejandría, Fabius Cicero de Cartago, fray Antoine Chéreau, Señor Antonio Hernán, “big Tony” y finalmente “Ziggy”; con todos mis nombres, apellidos, apelativos, toponímicos y seudónimos, la perpetuidad es el único significado que describe mi sempiterna aflicción. No sé, ni me interesa, el parecer de mis hermanos, sus opiniones y estados anímicos, pero para mí, interiormente, en lo más íntimo de mis solitarios pensamientos, la permanencia constante de mi esencia, más que un insondable océano de lágrimas, es la tristeza y melancolía de este ser con espíritu atormentado por una promesa de muerte que jamás llegará.
Desde mi enigmático origen, mi alumbramiento en aquella ciudad sumeria, perdida para siempre, sepultada bajo las dunas del piélago del tiempo; hasta el día de hoy donde me encuentro escribiendo estas líneas, todavía derramo el llanto amargo y desgarrador, inextinguible. Desembocado por mis irritados ojos, cayendo al unisonó de mis lamentaciones y clamores que siempre serán escuchados sólo por mis oídos; sonidos encerrados en una perpetua agonía. He visto a todos mis seres próximos, los más queridos y deseados, crecer, envejecer y fenecer inevitablemente, mientras que la felicidad de pertenecer a la eternidad se apaga y aflige mi supervivencia terrena.
Si les relatara concienzudamente todo acaecimiento de mi largo sendero en este mundo, la incredulidad se apoderaría, con arraigadas conjeturas, interrogantes y dudas, del gozo pleno al disfrutar de esta monumental mención que se leerá en sus hojas. Será un relato más convertido en ficción, una redacción puesta a consideración por débiles intelectos, consternados, sumidos en la monotonía de sus inevitables lapsos biológicos. No espero la certidumbre de mi historia por parte del leedor, mucho menos su indiferencia o displicencia a mi versión; no deseo su comprensión o su perdón, ni resignación ni consuelo. Con cada asesinato que perpetro y con cada acto piadoso que ejecuto, encuentro yo mismo la redención de mis propias culpas, crímenes y transgresiones a la mundanidad.
Lo más parecido al ente que soy, es su concepto de omnisciencia; dios, ya que por mi sabiduría y decisión, asesino y absuelvo a voluntad, de ahí que no importa el juicio, crítica, o detracción de la veracidad de mis palabras vertidas en esta narración. Quizás sólo lo hago por compartir, por resumir mi espléndida y patética vida en algunos párrafos que relaten humildemente una acción más de un sujeto testigo de la historia y todos aquellos acontecimientos sagrados y triviales, que han acaecido sobre mí y me persiguen como funestas sombras en la ineludible trayectoria sarcástica del destino.
El destino fatal se marcó desde mi segundo nacimiento con la maldición de Leviatán, al beber por ingenuidad, mejor dicho: ansias de poder sobre otros, sangre de un animal marino desconocido, inclusive hoy no se ha encontrado vestigio de él; perseguido y finalmente pescado en el golfo pérsico. Y germinó un poder maligno en mis entrañas, que me hizo sediento de la sangre humana mientras perdure esta pérfida fuerza vital o mortífera enfermedad. Todavía mi mente clara, con vívidas imágenes, recuerdo al sacerdote pronunciar su oración y entonación de alabanza a Innana, la posterior diosa Ishtar de los babilónicos; mientras la sangre de la gigantesca serpiente acuática, imponente, de seis metros de longitud, cabeza de dragón; era derramada en una copa de oro para después ingerir tragos de su elixir que me proporcionaría una vida nueva. Una pequeña dosis de muerte, una panacea que salió de la caja de Pandora, que conlleva la eterna maldición de la existencia caminando sobre este infierno llamado Tierra.
Con un cuerpo de proporciones normales, no obstante de una estatura prominente, perteneciente a la raza primigenia de la civilización occidental, sin poder sucumbir, aunque lo deseé; he visto nacer imperios, he sentido su gloria, lamentado su ocaso… Trabajado en las faenas más modestas, sumisas y obedientes, de campesino a granjero, hasta ser el dueño, amo y señor de palacios y mansiones. Fortunas, lujos, propiedades, títulos, y un interminable desfile de modas en indumentaria, artísticas y de pensamiento, arcaicas, modernas, que ha transitado ante mí por todos estos siglos, centurias y milenios, en los más insólitos sitios donde he permanecido. Escondido, al margen de la sociedad, he pasado de una personalidad a otra, de un hogar a otro, de una ciudad a otra; siempre buscado, cazado y desprovisto de lo más sagrado que todos los demás poseen: humanidad.
Si acaso alguna vez han escuchado de crímenes misericordiosos, cuando se aniquila a un indeseable: asesino, delincuente, ladrón, abusador, perverso, sádico, hipócrita, traicionero, sádico, depravado, incluso a facinerosos, bandidos, delincuentes menores; el culpable, sin retractarme, soy yo. He tratado de contribuir, quitando la lacra, mácula de la imperfección moral y ética humana. No creo en la perfección, pero si en lo perfectivo. Tal vez soy igual que algunos homicidas que he liquidado, despojando de su vida de manera cruel y violenta, tal cual lo hicieron con sus víctimas anteriormente. No me considero héroe o juez de altos valores universales, únicamente cumplo con el más básico instinto de cualquier supervivencia animal: la alimentación.
Antes de exponer el último gran acontecimiento, mi desconcierto, penuria y confusión actual, iniciaré por describirme y describirnos; prosopográfica y etopéyica: soy el último, aunque existen otros hermanos del clan, de una estirpe en decadencia; nos han llamado de distintas formas, la más presente y cercana “Vampiros”. Ésta última, pertenece más a las fábulas y mitos, no concuerda exactamente con nuestra realidad. Comemos y bebemos de manera habitual, cualquier comestible y bebida, excepto por la necesidad imperiosa y ansiosa de la sangre, exclusivamente humana; la tenemos y debemos consumir de manera profusa, a modo de ancestral ritual, en cada solsticio y equinoccio; hasta succionar del organismo del sacrificado, la última gota de profundo carmesí de su líquido vital transitando en sus internos torrentes. El astro rey, no es nuestro amigo, pero tampoco nuestro enemigo; podemos salir y afrontar al sol únicamente en días nublados, oposición en emergencias, ataviados, cubiertos totalmente; la exposición directa nos causa dolorosas quemaduras y una terrible alergia. Dormimos más de día que de noche, he de ahí los orígenes de las leyendas de nuestro linaje. No podemos morir ni sucumbir de maneras tradicionales o usuales para los individuos comunes, o como en las supersticiones se refiere, con estacas de madera clavadas en nuestro pecho, crucifijos, agua bendecida; excepto decapitados, separando el incesante corazón de la mente prodigiosa. Pensamos, reímos y lloramos, percibimos con los mismos sentidos, unos más agudizados, tanto como cualquier otro mortal los puede fortalecer con la semejante práctica humana de la observación y la meditación. Podemos amar y sentir, pero está prohibido, tal cual una primordial ley, mandato y precepto, infectar a otros; puesto que esto es una enfermedad; biológica, orgánica, del alma o del espíritu, sobrenatural u ordinaria, antigua e inmemorial, pero sigue siendo enfermedad.
Ningún germen, hongo, protozoo microscópico, virus o bacteria, que propicie un doliente y agonizante padecimiento se compara con este contagio. Para todas las epidemias y pestes, si no existe la cura absoluta, la muerte lo es y lo será… para este tormento, suplicio y tortura, no hay alivio o remedio, sólo el tratamiento eterno de la ingesta de plasma y fluido arterial y hondo de las venas desgarradas. La sangre ayuda a la regeneración celular, inmunidad a cualquier plaga, conservación de la lucidez mental, no hay deterioro o detrimento de ninguna clase en el interior y exterior de nuestros cuerpos; no puedo decir a ciencia cierta qué es, pero sé lo que no es: nada convencional, conocido por el hombre, no es natural. No envejecemos, no fenecemos, mas tenemos que matar para lograr sobrevivir.
Por muy diferentes que se nos describa, que nos hayan inventado o ideado como personajes de ficción novelesca; somos iguales a ti. Sin bestiales y fieros colmillos encajados en los cuellos de nuestras víctimas; sin vestir capas negras, sombreros dandis, elegantes trajes sastre; sin poseer títulos nobiliarios; sin poder volar con alas nocturnas, o el poder de la trasformación o transfiguración; o la peor descripción: ser eternamente bellos y sensuales, carismáticos o lascivos, malvados por satánica naturaleza. Sin ahondar en las entelequias de las creativas mentes de escritores, poetas y narradores, dramaturgos y cineastas; somos como tú. A única y fundamental diferencia de estar colmado de inmortalidad, y ser despiadados monstruos por ciertas costumbres atávicas y anacrónicas de nuestros hábitos alimenticios. No te puedo ofrecer más que mi visión, que ha apreciado magníficos paisajes, místicas regiones remotas de ensueños asombrosos, preciosas experiencias inverosímiles, macabras prácticas de tenebrosa muerte, habilidades y destrezas únicas, sublimes lugares y parajes que ni la más osada imaginación de un ser humano se atrevido a concebir y poderla plasmar en su ínfimo ciclo de vida terrenal.
No puedo figurar a manera de un muerto viviente, un no-muerto, un cadáver caminante, un decrépito ser abandonado en un tétrico castillo; en esta lúgubre narración los ocultos motivos son otros. Tengo más energía y fuerza en el ánimo que cualquier humano promedio, aún mi corazón es fuerte y late vigorosamente. Lo que ensombrece mi coexistencia en este mundo es el pensar, el cavilar, la oscura desolación y evidente nostalgia que brotan azarosamente en mi cerebro y constriñen mi pecho, al percibir un indescifrable espacio negro, sin luz, en el vacío de mi existencia. Tal cual es nuestra desdicha de permanecer exiliados en las foscas tenebrosidades de la noche, así mismo siento la eternidad. Algo que antes me henchía de satisfacción, poder, alegría y dicha, ahora es repugnante y total aversión. En cuanto percibo el vértigo de encontrarme por siempre testigo del inexorable universo una emética sensación me invade y produce una incontrolable náusea que no puedo impedir. Para después convertirse en una apesadumbrada depresión, consternación y aflicción perpetua.
Desterrados y proscritos, viajamos mucho tiempo, vagando por naciones, del viejo al nuevo continente, hasta que en el inicio de este nuevo milenio, por fin encontramos un hogar. Es un país débil, donde reina la pobreza y la ignorancia entre los pobladores, bendecida por ilusas promesas de resurrección en la más inculta de las creencias, la religión, y su efecto más práctico para el estado “la corrupción”. Todo un paraíso, esta tierra inhóspita para inmortales fue el lugar más seguro que jamás pudimos encontrar. Subyugados por un sistema tan perfecto, donde lo mediático tenía la primera y última palabra, la insuperable decisión de vida o muerte sobre sus súbditos era dictaminada por los que llevan las riendas del poder. Bajo el lema de una escandalosa guerra en contra del tráfico de estupefacientes, el gobierno y el crimen organizado, asesinaba, secuestraba y desaparecía a cientos de personas, indiscriminadamente, inocentes, culpables, sin poder ser reclamados por sus familiares y exclamar justicia sobre sus lápidas y sepulcros vacios.
Las autoridades policiales aquí son presa fácil del soborno, bajo un crimen no había investigación ni persecución posterior, aún sabiendo sobre los perpetradores, en muchos casos conocidos de los oficiales o los mismos representantes de la ley. Los homicidios aquí se silencian todo el tiempo con el signo del dinero, sellando con amenazas toda boca y todo grito que señale la ilegalidad. La televisión, la radio, los medios impresos, inclusive los modernos adelantos de información, todos mentían día y noche, drogaban a la población con el pujante consumismo, los distractores espectaculares y deportivos. Todo un edén, un delicioso banquete a disposición de superiores asesinos que podían vengar las iniquidades de otros.
Compramos todo un pueblo fantasma, lejano, en medio del desierto, llamado “El Rosario”. Todo inerte, vacío, estéril de vida, colmado de muerte y silencio. Kilómetros cuadrados con deterioradas casas humildes, comercios, establecimientos a punto de caer, dos portentosas y excelsas iglesias devastadas por el paso del tiempo; al finalizar la avenida principal del poblado, en los límites de la urbanidad, había una mansión señorial, parecía más una residencia veraniega. Enorme, de arquitectura colonial heredada de la madre España, encima de la barda de ladrillo rojo que rodeaba la titánica construcción, junto a los herrajes de la entrada principal, cincelado en una losa se podía leer: Hacienda Montero. Todo estaba derruido, consumado, en ruinas, aún así es una vista maravillosa, de sueño romántico; un exótico paraíso terrenal para seres míticos de ultratumba. Una utopía hecha realidad.
Pasó el tiempo, años para el resto, lapsos pequeños de brevedad en el espacio para mí. Compartiendo, todo lo que ofrece la ineludible perpetuidad, con mis hermanos del Clan; algunos de ellos, seres inmortales maléficos y diabólicos, bellos y sensuales, verdaderos vampiros de novelas y relatos de invención decimonónicos; otros como yo, más pasivos y reflexivos. El Clan se formó en el siglo XIX, buscando miembros verdaderos entre fraternidades literarias europeas del horror gótico, creadores de la poesía romanticista y parnasiana, nos llevó a la inevitable convergencia casual del encuentro fortuito. Indagando por siglos entre personas que buscaban conocimiento auténtico de existencias inmarcesibles, llegué a conocer y amar a estos cinco hermanos: Suzie, Christopher, Alberto, Etienne y Marco. Pese a esto nunca he logrado comprender su voracidad por la sangre, y sentirse únicos, que en lo personal, amigo o enemigo lector, a mí ya me había hastiado todo suceso y exceso dentro de mi impasible apatía y fastidio.
Hasta que llegó él…
En plena decadencia y ocaso de nuestra poderosa estirpe, perdidos y sumidos en la realidad moderna y pujante. A manera de niños con nuevos juguetes, mis hermanos pasaban horas ante el monitor esperando, a lo mejor, un cambio significativo en sus patéticas existencias; mientras que yo, observaba abstraído con nostalgia y añoranza de poder ser mortal, cada amanecer y anochecer del nuevo milenio permaneciendo imperturbable ante los acaecimientos del mundo, pues ya no me importaban. Aburrido y molesto nada me entretenía, ni siquiera los adelantos tecnológicos que tanta felicidad aportan a las vidas vacías y mediocres en las mentes mecánicas de los incultos.
Cavilé mucho sobre mi desaparición, amaba tanto a mis hermanos, pero ya no podía más con esta interminable y terrible congoja de la cual ya no tenía sentido seguir viviendo o estar muerto en la existencia. Tendría que morir de alguna manera. Ideé una forma sutil pero muy dolorosa y agonizante: dejadez, la misma depresión sería mi aliada. Dejé cartas de despedida a cada uno de mis fraternos, explicándoles las causas de mi temible decisión, después de todo, ¿quién puede desear la inconsciencia total al saber qué es únicamente lo que existe al sucumbir un cuerpo? No hay reinos de almas virtuosas y santas, mucho menos infiernos atestados de condenados infraganti en sus pecados. Todo lo demás es absurdo; una forma de condescender a un miedo natural; apegarse a ilusorias sensaciones de un más allá inexistente.
Me interné al desierto, hacia el sur, cruzando el portentoso, árido e infecundo paisaje interfecto, ocre oro y dorado. Lo recorrí todo, aunque totalmente ataviado de negro, tal cual lo hacen los enigmáticos tuaregs en el Sahara. Soporte inclemencias, el frío glaciar y calor de mil avernos, sol que si no me enterraba en la arena me arrasaría la piel devastándola a cenizas. Caminé durante las extraordinarias y majestuosas tormentas de arena. Hasta que encontré un buen sitio para sucumbir, cerca de una carretera desolada comenzaba la vegetación de la sierra madre occidental, una cabaña abandonada.
Casi en ruinas, ingresé arrastrando la puerta de madera resquebrajada. La calamidad y el verdadero infortunio apenas comenzaba, había un pequeño catre en el que me recosté; deposité al descanso mi trémulo cuerpo y mi boca sedienta de sangre; con la piel enrojecida y algunas ampollas en el rostro y en las manos, producto del incendiario astro rey. Había pasado algunas semanas, ya convertido en un despojo lloraba amargamente el recuerdo de mis hermanos del Clan; de pronto, un día en el tenue y magnificente ocaso llameante, naranja y rojizo, un automóvil se detuvo fuera de la choza, descendió, lo que creí sería mi última víctima, qué equivocado estaba.
Entró con pasos que delataban su nerviosismo y miedo. Encendió una vela que introdujo y colocó en el interior de los límpidos cristales de una lámpara de aceite, que había en algún lugar de la cabaña para alumbrar el obscuro interior. Yo sin fuerzas, lo esperé a que irrumpiera en la habitación donde me encontraba, forcejé para atraparlo, pero en mi febril estado no pude asirlo, me desmayé. Tiernamente me recogió del suelo y me depositó de nuevo en el lecho. Quizá, entre la divagación afiebrada y la palabrería, le relaté mi maldición e infeliz desdicha, ya que por compasión, temor o venganza, el sujeto se descubrió su brazo, lo cortó con una navaja haciendo una gran incisión, dio de beber a mi drenada lengua que aguardaba un sorbo de aliento, y de su profusa sangre que brotaba tal un manantial de vida succioné hasta recobrarme, mas no lo maté.
Su tragedia era la misma, desear morir y no tener el coraje suficiente para cometer un digno suicidio, merecedor de reyes y emperadores, privarse de lo más preciado que tienen los mortales e inmortales. Ahora con la luz endeble, parda y amarillenta, de la lámpara que nos ilumina frágilmente, en las temblorosas sombras que nos rodean estoy observándolo con agrado. Escribo estas últimas líneas antes de partir, puede que regresemos al Clan o al mundo más allá de este terruño. Puedo compartir mi angosto y ancho sendero ineludible de eternos acontecimientos con un semejante, ahora es cálido lo entrañable, lo veo y le digo:
–apúrate, ahora es tu turno, no te preocupes ni te aflijas, es ardiente lo que hay en mis entrañas-
-¿Qué es eso?- me respondió con desconfianza y turbación, sólo le dije -¡Siempre una flama!
Relato bien escrito, pero, en mi opinión, con muchísima paja para lo que se cuenta. Se le da muchas vueltas a sus sentimientos y pensamientos, y cuando llega lo más interesante, su transformación al beber la sangre de un desconocido animal marino se pasa de puntillas por aquí. ¿Cómo era este animal? ¿Si jamás volvió nadie a verlo por qué hay otros "vampiros"?
Luego se nos hace un resumen de sus diferencias entre los vampiros novelescos, que a pesar de estar muy itulizado se hace ameno. Aunque también vuelven a asaltar dudas no resueltas cómo ¿Por qué está prohibido matar a otro de su especie y quien lo prohibe? Dudas que creo que deberían de tener respuestas cuando se trata de describir a un personaje alejado del vampiro convencional.
El final tampoco me ha convencido. Pasa muy rápido de desear su muerte a querer seguir viviendo. Y debería de saberse qué tiene de especial el hombre que le da su sangre para hacerle cambiar de opinión.
En definitiva, se nos cuenta mucho lo más común con otros relatos, y se pasa muy rapidamente por aquellas cosas que podrían hacer de este relato algo más original
Mi puntuación es de 2 estrellas. ★★☆☆☆