El Dios de la Montaña
Leila sabía que no debía llorar. De hacerlo, avergonzaría a la familia. Permaneció callada mientras el sacerdote continuaba con el ritual, pero apenas oía ya nada más que los latidos de su corazón acelerado. Cuando el hombre dejó de hablar, una multitud de rostros aliviados se acercó a felicitar a Leila y a sus padres. Camila, madre de la muchacha, parecía estar al borde de las lágrimas, pero Leila no habría sabido decir si de aflicción o de alegría. Para Leila, el mundo se había vuelto mudo y más oscuro. No conseguía descifrar los sonidos desordenados que le llegaban; por encima del alboroto un zumbido insistente, reiterativo, distorsionaba todo. Había logrado contener las lágrimas, mas aún así la vista se le nublaba como en un día neblinoso. La gente se aproximaba a ella para abrazarla, besarla, acariciarle el brazo en señal de ánimo, y Leila sólo podía responder con movimientos torpes que se le antojaban extraños y distantes, como en un sueño que se hunde en la aurora.
Vino hacia ella un muchacho de trece años, delgado y pálido, como todos lo eran allí, de ojos penetrantes y el pelo de un negro intenso como la noche.
—Soy Kontar —le dijo, aunque ella, claro, ya lo sabía. La población del valle era demasiado exigua como para ignorarlo.
Durante un instante, Leila, en su aturdimiento, no supo que debía contestarle; pero él se le quedó mirando y Leila comprendió que el muchacho era el otro elegido.
—Soy Leila —respondió al fin, pues no se le ocurría nada más importante que decir.
—Espléndido, espléndido. Ya se conocen —dijo una mujer, cuyos ojos enrojecidos y el mal disimulado dolor que se reflejaba en su rostro delataban que se trataba de la madre del muchacho.
—Me siento muy honrado. Me siento muy honrado. Con qué buenos hijos se nos ha recompensado —dijo el padre de Leila, con evidente afectación, dirigiéndose al padre de Kontar.
Las otras familias abandonaron con lentitud el templo, aunque a Leila se le antojaron como hormigas que huían de un incendio a toda prisa. La idea le resultó divertida, porque al dios de la montaña no le agradaba el fuego ni nada que fuera luminoso, y este pensamiento le arrancó una sonrisa, y los que estaban junto a ella la miraron con extrañeza. La mayoría de la gente se acercaba a felicitar a los escogidos antes de irse y se lamentaba amargamente por el hecho de que no eran sus hijos quienes habían recibido tal honor. Cuando ya no quedaban más que los dos muchachos y sus padres, el sacerdote, que había salido a despedirse de todos, volvió a entrar, muy excitado y dando grandes brincos, y los miraba con los ojos enloquecidos, como fuera de sí. Mis hermanos, los llamaba, y les agarraba las manos y se las juntaba: mis hermanos, repetía.
—Hermana, el Dios de la Montaña te ama —y la asía por las muñecas y envolvía las manos de Leila con las suyas.
—Hermano, el Dios de la Montaña te ama -y asía el rostro del muchacho entres sus manos.
Y se movía de uno a otro con energía desbordada, y decía una y otra vez que el dios los amaba y los había escogido.
—Hermana, el Dios de la Montaña te ama -y la besaba en los labios.
—Hermano, el Dios de la Montaña te ama -y lo abrazaba tan fuerte que le cortaba la respiración.
Y, de tanto en tanto, el padre de Leila entonaba uno de sus <<me siento muy honrado>>, la voz firme y enérgica, con que acompañar aquellos arrebatos de entusiasmo.
—El Dios Sediento quiere que compartáis su dicha, hermanos. Debéis beber.
—Debéis beber —aseveró Camila, la digna madre. Y alzó los brazos a lo alto.
—Debéis beber —insistió la madre doliente del muchacho. Y alzó los brazos a lo alto.
—Honrad al dios —intervino el padre de Kontar, y se golpeó el pecho con fuerza.
—Honrad al dios —conmino el padre de Leila, y se golpeó el pecho con fuerza.
Los jóvenes asintieron con un leve movimiento de cabeza. El sacerdote se desnudó para dejar su pecho al descubierto y ofreció su cuello primero a Leila, echando la cabeza hacia atrás exageradamente, como si no quisiese ver lo que ante él ocurría. Leila colocó una mano en su nuca con suavidad y, sin muecas ni fanfarrias, mordió tan fuerte como pudo. Y el sacerdote abrió los brazos en cruz y parecía luchar por echar la cabeza todavía más hacia atrás cada vez que Leila succionaba. La muchacha notó cómo la sangre se escapaba de la boca y fluía hacia abajo por la barbilla, goteando hasta el suelo. Percibió que la sangre se agolpaba en la boca, la saboreó en la lengua y, haciendo un esfuerzo por vencer su reticencia, tragó, mareada por la sacudida, su cuerpo en combustión por un violento fogonazo. El sacerdote la obligó a detenerse, pues, al contrario de lo que había imaginado, no se había sentido nunca tan extasiada. Al apartarse vio que Kontar tenía también los labios y la barbilla llenos de la sangre del sacerdote, le limpió con la mano y luego se metió la mano en la boca para catar la sangre por última vez; él hizo lo mismo con la sangre de Leila.
Después los jóvenes abandonaron la casa cogidos de la mano, y sus padres les seguían. La madre de Kontar se golpeaba el pecho reiteradamente al grito de <<Qué buenos hijos, qué buenos hijos>>, y alzaba los brazos hacia la montaña, y se arañaba el rostro, y se tiraba del pelo sin dejar de repetir <<qué buenos hijos, qué buenos hijos>>. Y el padre de Leila coreaba <<Me siento muy honrado>>.
Leila pensó que ella no era en absoluto una buena hija o no tanto como debería, es decir, el punto exacto como para recibir un honor que nadie deseaba. En el fondo, sabía que la habían elegido por, a sus diecinueve años, no haberse casado todavía. Ella había rechazado a muchos pretendientes, con la altivez con que sólo puede hacerlo una mujer muy hermosa, y ahora era una carga y una problema constante para los suyos. En teoría era el dios, por medio de su sacerdote, quien escogía, pero todos sabían que en la práctica muchas familias suplicaban que se llevase a los hijos más molestos y no a los más queridos.
Los condujeron a los establos donde podrían elegir las monturas con que se presentarían ante el dios y, además, se les concedería unos instantes de soledad compartida. Antes de separarse de su familia, Leila tuvo un primer y único momento de debilidad. Se volvió hacia su madre, los ojos ardiendo en la noche helada, y le suplicó con voz dulce.
—Mamá, por favor, hay muchos dioses y no todos son tan crueles.
No hallaron eco sus palabras en aquel cuerpo que no se había vaciado de odio y de miedo. Sólo un gélido beso en la frente de apariencia maternal y revestimiento devoto, la misma devoción que tantas veces contempló Leila en sus deambulares sombríos, durante las noches frías, cuando había visto a su madre rezarle al dios, al igual que hacían muchas otras madres, para que apartase de su lado a los hijos ingratos.
Leila se quedó a solas con Kontar. Mientras ella observaba a los caballos, Kontar sólo miraba a Leila. Para desviar su atención, Leila quiso saber si ya había decidido con cuál de ellos se presentaría ante el dios.
—En la Noche de la Sed, bajo el cielo estrellado y las débiles teas, todas las monturas son dignas de reyes —respondió Kontar, que seguía sin apartar la vista de Leila.
Leila le sostuvo la mirada.
—Quiero estar con una mujer, nunca he estado con una. Te prometo que no te dolerá, así que no te resistas.
Ella sintió un gran temor, porque sabía que no podía hacerle daño al muchacho para defenderse. Si lo hacía sangrar, el dios se enfadaría.
—Si no te gusto —prosiguió él —sólo ponte a cuatro patas e imagina que soy otra persona —insistió él, mientras se desvestía y dejaba al descubierto su miembro erecto y oscurecido.
Al verlo tan confiado y desprotegido, Leila se movió rápido hacia él y le asestó una patada en los testículos, y el muchacho cayó al suelo sujetándose la entrepierna y retorciéndose de dolor, lágrimas de impotencia resbalando por sus mejillas.
—Cómportate —le dijo, mientras Kontar trataba de recomponerse —y no nos deshonres.
El muchacho no paraba de llorar, pero Leila no quiso saber qué más escondían aquellas lágrimas de niño que eran el único consuelo que hallaría en la vida.
No cesó el llanto hasta que sus padres regresaron, y no dejó lugar para el placer. Pero en algo había acertado Kontar: el quejumbroso relinchar de los animales a través de las tinieblas, amplificado por la callada oscuridad y acompañado por las tenues luces, otorgaba a la comitiva el aspecto de una regio séquito fantasmal bajo una persistente nevada. Leila dejó que le ataran las manos con una cuerda a la espalda, mientras alguien conducía a la montura, porque sabía que era la costumbre. Debían proteger de sí misma la libertad a la que había renunciado voluntariamente porque en el momento de ser ofrecida al dios la fe era más frágil y quebradiza. Encapuchados, envueltos en sombras y cubiertos de nieve, el cortejo de la reina Leila y del rey Kontar presentaba una inquietante monotonía. Quizá fue eso lo que hizo pensar a Leila que todas aquellas caras, antes conocidas, eran ahora una misma: la del enemigo. Antes de que el ascenso a la montaña terminase, ya se había convencido de lo estúpida que había sido.
Tal vez el mismo pensamiento se apoderó de Kontar, pues empezó a revolverse en el caballo y miraba a un lado y a otro como si quisiese saltar de su montura. No se atrevió, pero cuando alcanzaron su destino trató de salir corriendo y gritaba suplicando que lo liberasen. Llamaba a su madre y a su padre, pero no estaba seguro de dónde estaban entre tanto rostro sin nombre. Como si creyesen que Leila también intentaría huir, los dos acompañantes que tenía más cerca agarraron a la muchacha por el brazo; pero ésta, aunque lo deseaba, se limitó a eludir las manos que la sujetaban y caminó por sí misma hacia el castillo del Dios de la Montaña. Tras ella, varias personas arrastraban a un aterrado Kontar que se debatía y rogaba.
Se introdujeron en el castillo por una pequeña puerta situada en el lateral del mismo, y recorrieron un estrecho pasillo que les condujo a una habitación inmensa, vacía y sin ventanas. Alguien extrajo una llave con la que abrió la última puerta que Leila y Kontar atravesarían. Indicaron a Leila que permaneciese quieta y arrojaron a Kontar al suelo antes de regresar al pasillo y sellar el destino de los dos jóvenes. El muchacho se abalanzó sobre la puerta pero ésta ya no tenía retorno; nadie respondió a sus golpes y demandas de auxilio. Leila, conmovida y arrepentida, lo llamó para consolarlo; pero todavía estaban atados con las manos a la espalda y no podía abrazarlo. Lo besó en la frente y en las mejillas, mas Kontar se hallaba en tal estado de pánico y desconcierto que en su afán por aferrase a ella sólo consiguió embestirla con el cuerpo y hacer que ambos cayesen al suelo.
—No, Kontar, hay que levantarse. Haz de la obediencia tu rebeldía —le dijo ella, temiendo que el dios llegase en cualquier momento y los encontrase allí tendidos.
Mas apenas habían salido estas palabras de su boca cuando una risita burlona resonó en toda la estancia.
—¿Es el dios? —preguntó Kontar, en un atemorizado susurro.
—Aquí no hay ningún dios —contestó Leila, con voz firme.
Oyeron unos pasos aproximarse, pero no lograban distinguir la silueta del dios, pues las sombras reinaban sobre la débil iluminación de una pocas antorchas que resultaban insuficientes para alumbrar la vasta estancia. Mientras Leila se esforzaba por alzarse, Kontar gimoteaba y suplicaba desde el suelo. Ella se puso en pie, pero no podía ver al dios. Avanzó hacia el centro de la habitación; Kontar, en cambio, se arrastró hacia la pared donde estaba la puerta hasta sentir el contacto de la fría piedra. Se había situado bajo una antorcha, pero con los nervios no acertaba a levantarse.
Leila lo oyó pasar junto a ella sin llegar a verlo, y comprendió el error que había cometido: el dios iba primero a por Kontar. Se maldijo por no haber ayudado al muchacho a ponerse en pie, pues ya era tarde. El dios se movía con mucha mayor rapidez que ella y apenas tuvo tiempo para darse la vuelta cuando vio una capa deslizarse hacia el muchacho.
Kontar tenía el rostro desencajado de terror; tan pronto pedía clemencia como lanzaba patadas y amenazas, y no paraba de revolverse con desesperación. Leila quería socorrerlo pero se había quedado paralizada. El dios se movía alrededor del muchacho, jugando con él e incrementado su terror. Kontar le prometía sumisión y lealtad, pedía clemencia, lo amenazaba, maldecía, volvía a suplicar piedad. El dios lo empujaba contra la pared, lo pateaba, fingía retirarse, lo gopeaba, se movía a un lado, de nuevo atacaba. Al fin, en mitad de un arrebato de furia del muchacho, el dios se hartó y lo embistió con todas sus fuerzas, inmovilizándolo contra la pared y arrojándose sobre su cuello para beber como horas antes ambos jóvenes habían bebido del cuello del sacerdote. Pero al dios nadie le diría basta, nadie lo obligaría a detenerse. Leila cerró los ojos hasta que ya no hubo más gritos de dolor; entonces, al abrirlos, contempló el cadáver del niño que había muerto solo, asustado y sin consuelo, y sintió una rabia infinita contra el dios y contra sí misma. El mordisco del dios había sido mucho más limpio que el suyo, apenas un par de marcas visibles en el cuello de Kontar y un hilo de sangre que descendía travieso por la garganta.
—Monstruo —le gritó, una lágrima silenciosa resbalando por su rostro.
Y, a pesar de que de verdad lo creía un monstruo, observó que la palidez extrema en contraste con la cabellera de un negro intenso le confería una gran delicadeza a sus rasgos y un gran atractivo. Leila pensó que aquella blancura era algo sobrenatural, divino, que superaba la ya de por sí extraordinaria blancura de su propia piel, doncella hija de una gélida tierra. Además, el dios se movía con insólita agilidad, casi sin hacer ruido. Tal era su habilidad que le costó percibir que se acercaba a ella, pues apenas emitía sonido y, de nuevo alejado de la antorcha, resultaba muy difícil divisar su silueta.
Leila no pudo ver su rostro hasta que lo tuvo encima. Se concentró en no temblar y clavó la mirada en sus ojos inexpresivos e inhumanos: en verdad le parecieron los ojos terribles de un dios. El dios le acarició la mejilla.
—Nunca me habían hecho un regalo tan hermoso –dijo al tiempo que la contemplaba maravillado.
El dios le arrebató la ropa y palpó su cuerpo desnudo, y la olisqueó como un animal. La tocó donde nadia la había tocado, y Leila trató de no desfallecer.
—Acaba ya. Sacia tu sed —lo retó furiosa.
Pero, en lugar de aceptar su deseo, el dios la desató y la cubrió con la capa que él portaba.
—Hasta ahora me has conocido, al igual que toda tu gente, como el Dios Sediento o el Dios de la Montaña. Nada más he sido que la sombra de una amenaza, como una nube henchida que anuncia la tormenta. Pero ahora... Elbio es mi nombre, a ti te lo ofrezco y Elbio soy para ti.
—Monstruo, bestia, endriago. Así te llamo.
—No temas. Esto no es un truco. Quería hacerte daño... No sufrirás por mi mano.
—¿Que no sufriré?. ¿Y cómo llamas a esto, fiera inhumana?. ¿A ser vejada, abandonada, a estar sola contigo?. ¿A ver morir a ese pobre niño en horrible sufrimiento?. Mátame ya, y no te burles. Podrás quitármelo todo, pero no se postrará ante ti mi orgullo.
—No voy a matarte. Ni hoy ni mañana. Tantos años han visto mis ojos y tan pocas cosas dignas de ser vistas...
—Engendro. ¡Déjame!. ¡No quiero ser nada tuyo!. ¡No quiero que se enturbie mi virtud en la suciedad de tu mejor sentimiento!. Vive para tu sed infame y nada más.
—La llamas infame, pero la has conocido. ¿Por qué la odias tanto?.
—Es abyecta. Mi peor recuerdo y mi peor experiencia.
—No es posible que lo detestes tanto.
—Más aún.
—Mientes.
—Me produjo arcadas. Te habría maldecido allí mismo si no me hubiesen inculcado que eso es una blasfemia.
—No creo en tus palabras.
—Son la verdad. Sólo es veneno para oídos indignos.
—He recibido muchos regalos, incontables. Y muchos me han hablado de la sed.
—En términos despreciables.
—Pocos. Y no tanto.
—Palabras de aduladores.
—Puedo leer la mentira y la verdad en ti, chiquilla. Soy demasiado viejo para que tú puedas engañarme.
—Mi voz es la verdad.
—Nunca nadie ha condenado la sed en tal grado, niña furiosa. A mí no me engañas. Yo sé lo que todos pensáis de ella, incluso el que la siente con mayor intensidad como algo vergonzoso.
—Es repugnante para todos, bestia inmunda.
—Ni el que la encuentra más repulsiva puede resistirse a experimentar un mínimo de la vitalidad que te ofrece el saciar la sed. ¡Confiesa!.
—Tus sesos de monstruo...
—¡Dilo!. Anhelas volver a sentirlo.
—Nunca.
—¡Reconócelo!. Te gustó sentir...
—¡No!
—El poder.
Leila calló durante un momento, y luego habló.
—Me das asco. Y siempre me darás asco. Ahora... ¿mantienes tu palabra de no hacerme daño?. ¿Sí?. ¿La mantienes?. Pues, si no me encuentras apetitosa para tu sed, ¿podré irme de aquí?.
Y el vampiro dijo:
—No verás otra cosa nunca más.
Encuentro el relato irregular, bueno el principio, demasiados diálogos y precipitación al final; la historia acaba bruscamente, no está completa, como si hubieran entrado las prisas. De tal manera, una buena historia se queda coja; recomiendo al autor dedicarle más tiempo y pensar un buen final. En lo formal, habría que quitar los puntos después de los signos de interrogación y exclamación, y reducir el tamaño de las comillas, es una pequeñez pero queda mal.
2 estrellas
Dersu, perdón por empezar a disparar