Los gemelos ríen
Respiro hondo inundando los pulmones de aire y acelero el paso con la vista clavada en el suelo, pero agudizando el oído para comprobar que mis perseguidores me imitan. El alto y delgado mueve su esqueleto de alambre por el flanco izquierdo con inusitada agilidad, mientras que los dos gordinflones lo hacen por el derecho. Está muy claro lo que pretenden: que siga avanzando como hasta ahora, en línea recta, alejándome del centro.
De repente me detengo, me giro, y sin mediar palabra le lanzo el paraguas a la cabeza al larguirucho. El tipo lo esquiva con un movimiento sutil que no parece costarle ningún esfuerzo y en sus labios se dibuja una sonrisa malintencionada.
―Jejejejejeje.
La risotada de sus dos acólitos inunda una noche oscura donde las estrellas no brillan y la luna parece haberse ido a otro sitio, dejándome huérfana bajo la luz macilenta de algunas viejas farolas. Me giro deprisa y comienzo a correr oyendo las pisadas de mis perseguidores sobre el asfalto mojado.
Iba a haber sido una tranquila noche de invierno, víspera de un largo y esperado puente. Una de esas de baño caliente, copa de vino y peli romántica en la tele, pero la llamada del tío dio al traste con todo.
―Necesito que me eches una mano ―dijo con una voz que parecía cansada, antes incluso de que yo hubiese podido abrir la boca.
Intenté protestar, argumentando que hacía mal tiempo, que estaba cansada, que la semana había sido un infierno… nada sirvió.
―Será solo un momento ―había replicado él―, te lo pido como un favor.
No supe que decir y permanecí callada unos instantes, mientras mi cerebro trataba de dar con las palabras adecuadas.
―Hacemos un buen equipo ―añadió el tío―… y una cara bonita siempre facilita mucho las cosas, ya lo sabes.
Respiré hondo a sabiendas de que estaba perdida. No habían sido las palabras pronunciadas por mi tío las que habían obrado el milagro, sino ese tono empleado, mezcla de necesidad, deseo y esperanza al que nunca había sabido resistirme. Le pedí que me dijese dónde y cuándo, y antes de vestirme para la ocasión apuré dos generosas copas de vino de sendos tragos mientras la lluvia comenzaba a repiquetear de nuevo contra el cristal de la ventana.
Cuando llegué, el tío ya estaba allí, apoyado en su sempiterno bastón y departiendo amigablemente con un par de tipos de rostro anodino. La barba cana perfectamente recortada, las gafas gruesas resbalando sobre la nariz y la mirada cansada. Me abrazó, como solo él sabe hacerlo, y tras plantarme dos besos en las mejillas llenos de agradecimiento, pasamos dentro.
Justo en la entrada había un bonito cartel con el título de la conferencia «La fascinación por la sangre en el imaginario colectivo», el nombre de mi tío escrito a continuación con tipografía de menor tamaño pero en sugerentes letras rojas; y justo debajo, una imagen a todo color de Cristopher Lee abalanzándose lascivo sobre una pobre dama de rostro asustado y tetas poderosas. De mí, como siempre, ni rastro.
El local era acogedor, más de lo habitual, pero aún así deseé estar en casa; acomodada en la calidez del sofá y con el regusto del vino tinto inundándome la boca, mientras los reflejos del televisor danzaban ufanos ante mis ojos. Me sentía cansada, así que decidí sentarme a la mesa, llenar mi copa de agua y esperar tranquilamente.
Pierdo un zapato en la carrera y la risotada furibunda de los gordos vuelve a inundar la noche desierta, donde no parece haber nadie. Apenas distingo el ronroneo lastimoso de algún motor lejano que en vez de acercarse, se aleja. Avanzo cojeando penosamente, con todos los sentidos despiertos y únicamente consigo distinguir a lo lejos la figura difuminada de un gato encelado que se encamina como una sombra a sus menesteres. En cuanto sus brillantes ojos nos distinguen, escapa como alma que lleva el diablo, nada raro cuando hasta las ratas huyen buscando lugares menos hostiles. Durante unos metros, que parecen eternos, trastabillo sintiendo la risa malévola de los gordos taladrarme los oídos. Me quito el otro zapato haciendo un esfuerzo por mantener el equilibrio y lo arrojo hacia un lado con rabia. Luego, sin volver la vista atrás, avanzo sintiendo la humedad del asfalto empaparme las medias.
Tras doblar una esquina me pierden de vista por unos instantes, que aprovecho para arrebullarme detrás de la rueda delantera de una furgoneta y me quedo muy quieta; conteniendo la respiración y alertas las orejas como un cervatillo paciendo. Les oigo llegar y aminorar el paso, hasta casi detenerse. No me ven, pero saben que no he ido muy lejos, lo presienten. Avanzan despacio, con el sigilo de los depredadores acechando.
Cuando percibí la figura del tío acomodándose a mi lado, levanté la mirada para comprobar que la concurrencia era mucho mayor de la que podía esperarse una noche como esta. Unos ruidosos adolescentes, de los que todavía no habían abandonado el instituto, parecían haberse adueñado de las filas de atrás. En las de delante, en cambio, se había acomodado un nutrido grupo de personas de la tercera edad (a ciertas edades ni la vista ni el oído son lo que eran) que seguramente venían de tomar un café caliente o un chocolate con churros en alguna acogedora cafetería. Más o menos dispersas a lo ancho de la sala podía distinguir bastantes cabezas; imagino que gente solitaria, intelectuales venidos a menos o personas que necesitan del humo de un cigarrillo, de una copa de alcohol o de algo de conversación para poder conciliar el sueño en la inmensidad fría de sus hogares.
Pero los que me llamaron inmediatamente la atención fueron los tres tipos que se acomodaron en la cuarta fila un poco hacia la derecha. El del centro era alto y delgado y se daba un aire al Nosferatu de Murnau: la nariz ganchuda, los brazos escuálidos y cubiertos de raros tatuajes y el rostro blanco y aterido destacando en él las grandes orejas y los labios de un rojo intenso. Está flanqueado por dos gordos, que semejan una fotocopia el uno del otro: las cabezas gordas como sandías medianas y prácticamente rapadas al cero; los ojos pequeños y oscuros hundidos en las cuencas como puntos finales, y vistiendo ambos camisetas negras de un grupo de música, imagino que heavy, que luchaban como podían intentando contener la opulencia de sus barrigas. La de uno parecía representar una especie de serpiente de varias cabezas; y la del otro, una horrible y violenta vampiresa dispuesta para el ataque. Así, a simple vista, los dibujos de sus camisetas parecían ser el único rasgo distintivo.
El cristal sucio del portal de enfrente me devuelve su imagen borrosa: están quietos, expectantes, dispuestos a concluir lo que han empezado. Finalmente asomo la cabeza y mis ojos se clavan alternativamente en los de ellos. Les veo, me ven… y salgo corriendo en zigzag sintiendo su aliento caliente erizarme el vello del cogote.
Paso al lado de unos edificios que languidecen, con las persianas de locales que no hace mucho, cuando el humo de la fábrica cercana aún ennegrecía el cielo, fueron bares y comercios prósperos, cerradas ahora a cal y canto y cubiertas de todo tipo de grafitis. Ya ni siquiera el ruido de los motores parece atreverse a llegar hasta aquí. Atacó una ligera cuesta aumentando un poco la velocidad hasta que me introduzco en lo que parece ser un callejón, oscuro y estrecho. Percibo sus risas macabras cortando la noche como un cuchillo afilado en cuanto se percatan de que el callejón es una ratonera y que muere unos cuantos metros más arriba, en una pared angosta y moribunda, aquejada de una hemorragia de pintadas y orines.
Inspiro profundamente un par de veces y después, me vuelvo lentamente.
Cuando las luces bajaron en intensidad comencé la disertación haciendo una breve introducción acerca de la sangre, desde el punto de vista de sus características biológicas: qué es, sus componentes, sus funciones. Parece increíble, pero hablar de la sangre, aunque sea en estos términos, siempre provoca un cosquilleo furtivo en los estómagos de los oyentes. Enseguida, el tío asumió el mando relatando el vínculo de la sangre con el mundo de los muertos en la cultura griega primero, y de las abundantes divinidades sanguinarias de apariencia femenina en la romana después, al tiempo que animado por mi dedo, el cañón iba disparando las filminas que amenizaban la charla y que provocaron más de una exclamación.
Después, con una medio sonrisa y un guiño de ojo me cedió de nuevo el turno para que hablase de la influencia de la tradición cristiana, del imaginario colectivo de Jung, de Gilles de Rais, de Vlad Tepes, y de la jugosa tradición eslava.
Los tipos no dejaban de mirarme. El alto clavaba sus ojos negros como la noche en mi anatomía, recorriéndola de arriba abajo sin ningún pudor, mientras me regalaba una sonrisa de mimo, inmóvil. Los gordos, por su parte, habían sacado las lenguas de sus estuches y se la pasaban, pegajosas como la piel de un sapo, por los labios sin cejar de proferir todo tipo de muecas y aspavientos.
El tío continuaba ajeno a todo, y tras unas cuantas filminas más, pasó a tomar de nuevo el mando para dar paso, como broche final, a su parte favorita: lo que él denomina «La consagración del vampiro». Se le emocionaba la voz y le refulgían los ojos cuando hablaba de Le Fanu, de Polidori, de Stoker, Hoffmann, Poe, Quiroga o de del Toro… y mientras yo sonreía bobaliconamente con una pose de participante de concurso de belleza, las imágenes extraídas de películas de Browning, Fisher, Vadim, Polanski, Coppola o Wiseman, acompañando a la sugerente voz del tío consiguieron, como siempre, terminar la charla en alto en medio de un generoso aplauso.
El alto sonríe, mostrándome su dentadura mellada, y con movimientos estudiadamente lentos exhibe una navaja. Los gordos se van aproximando, jadeantes, felices ante lo que se aproxima, y sin cejar de reír: ―Jejejejejeje.
El tío hace su silenciosa aparición por detrás, con el bastón apoyado en el codo y asiendo a los gemelos de sus manitas. Observo sus bocas entreabiertas, dejando mostrar sus tiernos colmillos y sus ojos muy abiertos, grandes y azules pero fríos como los pies de un muerto; mientras percibo su sangre espesa y caliente percutiéndoles por dentro mientras crece un regocijo húmedo y ardiente que les recorre las entrañas y les hace temblar de emoción.
El tío me hace un gesto mudo, sin acompañarlo esta vez del habitual «tienen que aprender» y luego, lentamente, suelta sus manitas.
Miro al larguirucho fijamente a los ojos y le regalo una amplia sonrisa, enseñándole unos colmillos impacientes. El tipo se estremece, mostrando por primera vez una reacción humana, y me apunta con la navaja que tirita en su mano. Le sonrío, percibiendo el aroma inconfundible del miedo y el olor de las primeras gotas de orina que mancillan su orgullo, mientras sus ojos flotan en las fosas como hielos en un vaso. Aletea los párpados intentando despejarse pero incapaz de moverse mientras sus piernas de alambre flaquean. Siento el ronroneo de las tripas y percibo claramente el pulso de la sangre en mi cuello, en las sienes y en la ingle, mientras descubro en la mirada de los gordos que todavía no saben lo que está pasando; que ignoran que acaban de pisarle la cola a un tigre, al tiempo que la risa infantil de los gemelos, preludio del inminente ataque, atraviesa el aire gélido batiendo sus sesos.
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