La marcha
¿Alguien sabe adónde vamos?, he preguntado por segunda vez a los que marchan a mi lado bajando por la Gran Vía. No he conseguido obtener respuesta. Todos parecen haber olvidado el propósito de esta marcha. O bien les parece una pregunta tan extravagante que se limitan a sonreír amablemente como si yo fuera el típico bromista, el inevitable bufón de todas las marchas. El hecho es que no lo sé, y me parece notable, como también que no consiga recordar lo que he hecho durante las últimas horas. Como si tuviera un principio de amnesia. ¿A qué he venido aquí? ¿Es esto una manifestación o algo así? Desde luego, gente no falta. Somos miles. Un río de personas desembocando en Cibeles, torciendo hacia Atocha. Y de las calles laterales no para de afluir más gente. ¿Alguien sabe adónde vamos?, vuelvo a repetir, dándome cuenta de que me estoy quedando afónico. El silencio es otro rasgo notable de esta marcha. Curiosamente nadie dice nada, la gente no habla entre sí, camina concentrada mirando al frente. Su aspecto tampoco ayuda, la verdad, a aclarar las cosas. Los hay de todas clases y colores. A mi lado marcha una oficinista, un poco más lejos un policía municipal. Delante de mí camina un elfo, un disfraz obviamente. Incluso me ha parecido ver a un hombre en pijama. Por otra parte, en el termómetro de una marquesina he comprobado que la temperatura es indudablemente excesiva para estar en la calle. Me parece extraordinario que nadie se queje del calor. Pero si me paso la mano por la frente es solo por reflejo, ni siquiera estoy sudando. Durante un rato sigo a una mujer calzada inapropiadamente con zapatos de tacón de aguja y que parece que ha olvidado ponerse algo de ropa antes de salir, y aunque la miro intensamente de arriba a abajo no consigo otra cosa que una floja erección. Cuando estoy pensando que vamos quizá a un ritmo demasiado rápido, se produce en un punto más adelante una caída. Aparatosa pero muda, la caída no afecta a la marcha en lo más mínimo. Alguien se ha ido al suelo y la gente pasa sin detenerse, sin volverse siquiera, pensando en otra cosa. Parece que se preparase para una larga caminata y empezase a desechar lo que le pesa; mientras descendemos hacia la boca de un túnel, el suelo empieza a aparecer sembrado de cosas: un bolso, un maletín, un casco de motorista. ¿Un túnel? ¿Acaso nos disponemos a salir de la ciudad?
Marchamos ahora por la autopista en compacto silencio. Sobre el fondo del ruido de miles de pasos no se oye ni una voz, ni un pitido. Muy respetuosos, lejos de impacientarse, los conductores descienden de sus coches y se unen a nosotros como si fuese la cosa más natural del mundo. Lo mismo que los empleados de las estaciones de servicio o los obreros de un edificio en construcción, que salen a nuestro encuentro como si nos hubiesen estado esperando. También se ha producido la confluencia del pintoresco grupo de animales de un zoológico o circo cercano, que marchan ahora entre la gente, al igual que sus mascotas, de modo que, aparte de perros y gatos, se pueden ver caballos, osos y tigres. Esto empieza a tomar proporciones de gran éxodo. Como si Madrid hubiese sido declarada zona inhabitable y toda la población se encaminara decidida hacia la costa. Por otra parte, como si hubiera problemas de espacio, marchamos muy arracimados, de modo que las caídas son constantes. Como antes, son ignoradas; con plácida determinación la gente sigue adelante. Ni siquiera una mujer sentada en su silla de ruedas volcada ha sido obstáculo: simplemente le han pasado por encima. Yo tengo que admitir que le he pisado la mano a un piloto de una compañía aérea. Estaba tratando de determinar la clase de manchas que me han salido en la piel y que he constatado también en los demás. Son de verdad extrañas, recuerdan más que nada a esas zonas oscuras de la fruta estropeada. ¿Pero qué nos pasa? Frente a mí una mujer lleva en el escote de la espalda una gran mancha húmeda como si tuviera incrustada entre los omóplatos una manzana pasada, y del borde inferior rezuma un hilillo de algo. Al mismo tiempo se le está formando en la cabeza una calva. Por un momento estoy tentado de advertir a la mujer de que le está pasando algo, pero me cuesta levantar el brazo y de mi boca solo sale un confuso jadeo. Vengo notando que nuestro paso se ha hecho más lento y pesado, y antes, cuando traté de determinar las dimensiones de la marcha, apenas pude volver la cabeza. Entretanto le he pisado a alguien el tobillo.
El que marchaba delante de mí ha caído. Otro más que no aguanta y cae al suelo. No me ha quedado más remedio que pasar por encima y hundirle el pie en el estómago: un violento chorro amarillo ha brotado entonces de su boca, manchándome los pantalones. Pero en seguida su sitio ha sido ocupado por otro, así que sigo caminando detrás de este que en poco se diferencia del anterior. Tal vez, al ser más estrecho, se trate de una mujer, pero su cabeza muestra las mismas calvas que tienen todos, porque a todos se les está cayendo el pelo, me imagino que a mí también. Al poco tiempo, también la mujer se desmorona y yo paso por encima rompiéndole el cuello. Una especie de feliz demencia se expande aún por su rostro, y me pregunto si yo mismo sonrío también como un idiota. Otro bulto ocupa en seguida su lugar, y al poco es el que camina a mi lado el que cae, hundiéndome el codo en la caída: oigo como desde lejos el lento crujir de mis costillas. Sigo adelante sobre el pavimento resquebrajado con paso ya menos firme. El liso asfalto de antes ha dado paso a una agrietada extensión de cemento, como si ahora anduviéramos perdidos por las pistas de un aeropuerto abandonado. En cualquier caso, la ciudad hace ya mucho que ha quedado atrás. El cielo sobre nosotros parece haberse oscurecido, aunque yo diría que el sol sigue estando bastante alto.
El que marchaba delante de mí ha caído al mismo tiempo que el que marchaba a mi lado. Bajo mi pie un glúteo hinchado casi me ha hecho caer, y he perdido un zapato. Mis piernas tiemblan ahora de tal modo que temo desmoronarme yo mismo en cualquier momento. Pero sigo adelante, ahora con un mechón de pelo rubio en la mano que miro como si no reconociera mi propio pelo, mientras que el que marcha detrás cae echándose sobre mí, de modo que le hundo el codo en la caja torácica. Tambaleándome, escupo un diente que va a caer en una grieta, y esta nimiedad me hace reír violentamente, pero no consigo oír nada: estoy sordo. Entretanto he perdido el otro zapato y se me ha desprendido la camisa. Bajo mis pies noto la blandura de la ropa que se nos está cayendo a todos. El hombre que marcha delante de mí es ahora un anciano desnudo y calvo, un bulto blanco y arrugado que parece que buscara tambaleante su propia tumba entre las grietas, que mientras tanto han alcanzado un tamaño difícil de asumir. La pista de cemento se ha perdido bajo un campo cuarteado, polvoriento y como en proceso de disolución. Otra vez el que marcha detrás cae agarrándose a mí, pero su carga es tan liviana que no hago nada por quitármelo de encima y, durante un rato, voy con él a cuestas como si llevara a la espalda una brazada de ramas; ni siquiera advierto cuándo se suelta. Blando como un terrón, el anciano que me precedía ha cedido bajo mi pie. Le ha sustituido un niño a juzgar por la altura, pero es un niño arrugado y flácido, con las nalgas colgando y una cabeza que recuerda a la de una tortuga. Me doy cuenta de que ya no hay nadie más delante de él y de que realmente es él quien dirige la marcha hacia la enorme abertura de lo que parece un hangar, pero es desde luego otra cosa. El flautista de Hamelín, pienso y me río con la boca abierta y desdentada, mientras piso el suelo metálico, seguido por la columna de espantajos.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.