~~PACIENTE 101
En la pared azul celeste un chorro de agua a presión desmesurada debatió las fuerzas de Úrsula, y en las baldosas del suelo resbalaron los pies desnudos de aquella escuálida muchacha inducida a la locura. Gritó sin poder articular la voz, pues la presión era tan fuerte que apenas sí podía respirar, y se retorció sobre sí misma en los brevísimos descansos de los chorros de agua congelada. Los ojos en blanco, aquellos ojos hermosos de antaño, semejaban más la mirada perdida de un poseído por el diablo que la de una muchacha normal y corriente, y ya las medicinas, ya los baños de agua helada, habían provocado un maltrato tan descomunal en su persona, que nada en ella recordaba a la muchacha feliz que fue. –Os mataré -, se la oyó susurrar con las manos atadas desde los altos, dejando su leve peso en manos de su propio aguante. Y los dos enfermeros que la martirizaban sonrieron perversos viéndola retorcerse, indefensa, allí colgada como la presa de unos caníbales.
- ¿Matarnos? – carcajearon – Ni por muchos años que estuvieras aquí dejaríamos tus manitas libres, zorra. Y agradecida deberías estar de que no te hemos mandado al otro barrio. Es bien fácil para nosotros cortarte las alas, pero tu familia tiene demasiado dinero y nos buscarían las cosquillas a este y a mí. Así que cálmate, putita, y deja tus amenazas para el doctor.
Las carcajadas atravesaron la fuerte puerta de hierro, y alguna oración de algún demente también se dejó escuchar desde sus celdas. “Padrenuestro que estás en los cielos… sálvanos del mal. Amén”.
Cuando los chorros llegaron a su fin, la puerta metálica se abrió pesadamente, y un hombre calvo y con una gran barba negra entró junto a una enfermera. Los hombres, que recogían las mangueras cuando entraron, lo miraron, le asintieron con la cabeza y se dirigieron con precaución al cuerpo vulnerable de Úrsula para soltar sus amarres.
- Cuidado con ella. Ya saben que es peligrosa – dijo el hombre.
- Sí, doctor – dijeron los enfermeros.
- Parece que ha perdido peso – añadió el médico - Veremos qué tal ha respondido a las duchas –, y mientras los hombres aguantaban al cuerpo, la enfermera y él ataron las manos y tobillos de la muchacha como a los pollos del día de acción de gracia.
Allí quedaron pues los restos de sangre y el agua esparcida por todas partes, pues ni un minuto más fue preciso para que el médico diera orden de sacar a la paciente 101 de la sala de las duchas. El portazo fue sonoro, como siempre, y desde alguna celda un paciente gritó que lo sacaran de allí, por favor, que el demonio pululaba por aquellas estancias y que un olor a azufre estaba invadiendo los pasillos. En la celda 225 un hombre se golpeó incansablemente contra la puerta mientras rezaba un avemaría innumerables veces, y en la 226 una niña chilló “¡Sálvanos, Señor!” al paso de la comitiva. El médico y la enfermera iban delante, serios, impertérritos, y detrás los dos hombres llevaban en volandas a la muchacha que en una retahíla iba cantando una canción, tarareada.
- ¿Aún te quedan ganas de cantar, Úrsula? – preguntó el médico mientras iba abriendo las puertas y atravesando los pasillos – y una risa sin fuerzas se oyó desde el cuerpo de Úrsula.
En la habitación la enfermera descorrió la cortina, y con el gesto la estancia dejó de ser una cueva oscura para quedar invadida por la luz del sol. Úrsula, a quien habían atado las manos y los pies con unas correas a la cama, miraba al vacío con el semblante de quien no está ya en este mundo, pero de vez en cuando, perversamente, sonreía emitiendo una risilla malvada que ya todos conocían. El médico se colocó junto a ella en una silla metálica, y la enfermera, que impávida se disponía a suministrarle una medicina intravenosa, le levantó la manga del camisón y le hundió en el pellejo la larga aguja.
- ¿Cómo te encuentras, Úrsula? – preguntó el doctor, pero la muchacha no dejó de mirar al vacío y no emitió respuesta alguna.
La enfermera le bajó la manga del camisón, le peinó un poco los cabellos mal cortados y luego le echó un poco de colonia.
- Mira qué guapa te he puesto – dijo la enfermera – Si te portas bien y colaboras, cada día te pondré un poquito de este perfume y no esperaré a que vengan tus padres para perfumarte.
Y en aquel preciso instante Úrsula pareció que reaccionó, pues giró su cabeza hacia la enfermera, le profirió una mirada amenazadora y le dijo:
- Métete el perfume donde te quepa, mala perra – y sonrió diabólicamente mientras no le despegaba la mirada de encima.
Pero la enfermera ni se inmutó, y lo único que hizo fue suspirar y decirle al doctor, que tampoco tuvo ninguna reacción: “Si me necesita estaré en la sala de al lado”, y así, paciente y médico se quedaron a solas en la habitación, y el doctor acercó aún más la silla al camastro. El aliento de la muchacha le pareció fétido, pero no se movió ni un ápice de su lado y permaneció junto a ella bien cerca de su cabecera.
- Úrsula…, querida Úrsula. Dime qué vamos a hacer contigo – dijo el doctor, y la muchacha, que lo miraba fijamente, le respondió, cínica:
- Doctor…, querido doctor. Bien sabe que no soy Úrsula, y lo sabe mejor que nadie, pues a esa estúpida niña la anulé hace muchos días absorbiéndole el alma con mi poder persuasivo. Le corté el pelo, intenté seducir a todos los amigos de su padre, y la invité a morirse, porque su vida era tan pobre y poco complicada que no merecía la pena vivir. ¿A qué jugamos aquí dentro, con esas duchas de agua fría y esos pinchazos que no hacen otra cosa que malhumorarme? Aquí y en cualquier lugar mis fuerzas son superiores a las de todo el personal de cualquier clínica, así que mientras no me canse me portaré bien y dejaré de morder a las enfermeras cuando vengan a pincharme. Pero puedo torturar hasta la muerte a cualquiera que me apetezca, como esos dos idiotas asalariados por usted que se burlan de mí mientras humillan la lacra en la que esa pobre muchachita se ha convertido.
- Úrsula, no estás poseída por ningún espíritu impío ni nada que se le parezca, ¿me oyes? Sufres un trastorno de personalidad y ahora tu yo negativo está tratando de anular a tu verdadero yo. Te intentaste suicidar cortándote las venas hace ocho días y provocaste un revuelo aterrador en tu casa. Cortaste tus maravillosos cabellos para disfrazar tu belleza de un auténtico esperpento. ¿A qué juegas tú? ¿Qué es lo que te ha provocado esta actitud maníaca?
Y entonces Úrsula dejó soltar una carcajada diabólica, dejando entreabierta una boca de dientes oscuros, muy diferentes a los originales, y sus ojos se llenaron de malignidad, tanto que el doctor sintió un extraño escalofrío recorriéndole la médula. De repente con un movimiento brusco la paciente se quedó sentada en la cama, e intentó con el mismo alzamiento que se rompieran las correas, pero no fue así, sino que se quedó a unos pocos centímetros de la cara del doctor. El doctor, sin embargo, y aunque tuvo que retroceder por el aliento nauseabundo que emanaba la muchacha de su boca, se quedó estático y no dijo ni una palabra.
- Qué gracioso se pone cuando está asustado, doctor Sullivan – dijo -, igual que cuando era pequeño y le aterrorizaba la oscuridad, o aquella marioneta de payaso que tuvo a los cinco años y que aún guarda en el trastero de casa de sus padres. No estoy aquí por casualidad, querido doctor, pues su alma aún es más valiosa que la de esta pobre desgraciada que araña sus entrañas por ver de nuevo la luz. A lo mejor… sí, a lo mejor la dejo libre y me refugio en el alma de un cerdo asesino como usted. Me lo estoy planteando, doctor. Dígame, ¿qué debo hacer, pues?
El doctor Sullivan, que no había dejado de mirar a la muchacha, retrocedió su silla, se levantó de ella y dijo:
- No colaboras en nada, Úrsula, y si no colaboras jamás podrás volver a tu casa. ¿Eres consciente de eso?
Úrsula se dejó caer a la cama de nuevo, y volviendo a reír, le dijo:
- Me vienen tantos recuerdos, doctor… El de aquella pobre niñera inocente que no quiso participar de sus asquerosos juegos y usted aprovechó para tirarla por la balconera cuando su hijo contaba tres años. O el de aquel pobrecito profesor de literatura, quien jamás le aprobó con buena nota su asignatura y usted decidió envenenarlo borrando cualquier prueba de asesinato en su nombre. Tantos y tantos recuerdos tan claros, doctor… Fíjese si soy consciente…
El doctor, que tragó saliva y se estremeció ante aquellas palabras, llamó a la enfermera desde donde estaba y se acercó a la puerta, pero de repente de un portazo enorme la puerta se cerró. Y allí, herméticamente cerrados, paciente y doctor quedaron solitarios ante los gritos que desde fuera la enfermera profería.
- ¿Qué demonios…? – dijo el doctor, tratando de abrir la puerta.
- No tiene escapatoria, doctor – añadió la paciente, que desde la cama se iba transfigurando poco a poco, pareciendo más un ser de otro mundo que una muchacha de quince años.
Y desde cada celda del psiquiátrico se escucharon lamentos, oraciones y gritos aterradores que a todo el personal pusieron sobre aviso. Celadores, enfermeros y doctores acudieron ante la algarabía causada por la paciente 101, y el hermetismo de la habitación quedó fijado desde fuera y desde dentro, pues nada pudieron hacer los que desde el otro lado de la puerta aporreaban y llamaban al doctor muertos de pánico.
- ¡No podemos hacer nada! ¡La puerta está encallada! – decían unos.
- ¡Llamen a los guardias! – decían otros, pero mientras eso ocurría dentro de la celda el doctor gritó terroríficamente clamando clemencia, y unos fuertes golpes se dejaron oír, provenientes del otro lado.
- ¡Piedad! ¡Ayúdenme, por Dios! ¡Líbrenme de ella! – gritó por última vez el doctor Sullivan, y muy lejanamente, como un murmullo del más allá, la voz de Úrsula sobrevino a una leve esperanza.
- ¿Quieres piedad? – se oyó decir, y el silencio más profundo selló la revuelta de allí dentro.
Cuando se oyó el click del cierre de la puerta de hierro de la celda 101, guardias, médicos y celadores esperaban angustiados al otro lado. El bullicio de oraciones y gritos quedó suspendido por unos momentos, hasta que uno de los médicos abrió poco a poco la puerta, con mucha precaución. Rastros de sangre por paredes, techo y suelo dieron la bienvenida a aquel hombre que pasmado entraba con miedo a la celda, y allí tumbada en la cama, aparentemente tranquila, Úrsula permanecía con los ojos cerrados, tan serena que parecía que dormía. Sin embargo, cubierto de sangre por todo su cuerpo, el doctor Sullivan sonreía perversamente desde un rincón de la celda 101. Su rostro, muy lejos de ser el suyo, lo observaba maliciosamente desde su lugar.
- ¿Doctor Sullivan? – dijo el médico -, y tras él la puerta se cerró de golpe, y cada paciente se estremeció de nuevo desde sus celdas. Las oraciones volvieron a resonar en todo el hospital, y los que esperaban tras la celda 101, muertos de espanto, corrieron por los pasillos buscando una salida. Un cierto olor a azufre invadió corredores y celdas, y cada cual tuvo muy claro que allí tendría lugar su final.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.