Cesárea de Galilea
Otoño del año 28 D.C
Estaba sentada en su cama mirando a lo lejos por la ventana, que dejaba ver una excelente vista desde allí, su cabeza era un mar de pensamiento, no podía creer lo que acaba de escuchar, surgió una halito de esperanza en medio de un corazón ya roto por cada vez que se vio burlada. ¿Realmente esta vez seria cierto?, ¿Tomaría ese riego?, bajo la mirada a sus manos descoloridas, no era fácil lo que ella estaba viviendo, pero se las había arreglado para llegar al día de hoy. Suspiró una vez más intentando recobrar el dominio de su cabeza. Sé levanto de la cama y caminó despacio hacia su tocador se miró en el antiguo espejo de bronce bruñido y vio reflejado las mellas de la enfermedad que padecía.
— ¿Por qué sería diferente esta vez?— se preguntó a sí misma. Mientras se preparaba para salir tras su solución los recuerdos inundaron su mente, hacía doce años padecía una enfermedad incurable, nadie supo porque la contrajo, pero del momento que recibió una herencia no paro de invertir el dinero en una posible cura, la herencia venia de unos antepasados que ella no tuvo la dicha de conocer, un poco de dinero llenaba el vacio de estar sola, enferma y sin amor. Su enfermedad era condenada por la sociedad en que vivía, las mujeres en periodo menstrual eran llamadas impuras, y llamaban impuro a toda cosa o persona que esa mujer tocaba, este periodo apenas duraba unos cuatro días pero en ella había durado doce años. Recordaba lo desesperada que se sintió en la visita al primer médico que consultó, era uno de los más prestigioso de la cuidad de Cesarea.Casi podía sentir aquellas dolorosas palabras como si fueran hoy.
— Buenos días — dijo el médico mirándola a los ojos.
— Buenos días—contestó algo avergonzada.
—He analizado su caso detenidamente, lamento informarle que usted padece de Metrorragia.
— ¿Meto... Qué es eso?— preguntó confundida como si el cerebro le pedía a gritos la clave de esa palabra.
— Usted tiene una hemorragia de la matriz, que nada tiene que ver con el periodo menstrual—contestó serio el doctor.
— Entiendo— asintió, midiendo sus pensamientos
—Antes que nada quiero decirle que no puedo seguir atendiéndola, no sería justo para mi reputación si alguien se enterara de...
— Entiendo— dijo algo molesta, ella no quería que una vez más le soltaran en la cara las ridículas normas sociales.
— Déjeme decirle también que su enfermedad...— dudó un momento y dijo—no tiene cura. Señora temo decirle que le queda poco de vida.
— Gracias— dijo dejando rápidamente el consultorio.
Se estaba muriendo, poco a poco fue la frase desesperante que como resultado disparó en ella una necesidad ferviente de ir en busca de alguna solución, ella no quería morir, no así, sin poder saber lo que era vivir una vida sin... esa enfermedad.
Visitó cientos de médicos, cada uno con una visión diferente de la enfermedad, pero con el mismo resultado, no había cura. Cuando más cerca estaba de una posible solución, la cruda realidad abofeteaba su cara y la empujaba al vacio cien metros más abajo.
Lo más desesperante para ella eran los métodos y alternativas más descabellados que se vio realizando. Un médico le hizo probar miles de tónicos y pócimas astringentes, con un sabor tan feo que cuando debía tomarlos pensaba en que era eso o la muerte segura, cuando se dio cuenta que no había efecto alguno, se sintió morir en una profunda y amarga oscuridad. Después de un mes de dejarse morir en su lecho intentó con una tercera opinión, este médico le aconsejó llevar durante todo el verano en una bolsa de lino un huevo de avestruz bajo su vestidura y así lo hizo, cargo con ese bulto caluroso y pesado como un gato, sin ver resultado alguno.
Luego de haber llorado a mares por la desesperación y la humillación, se gastó las últimas fuerzas y dinero que le quedaba en ir a ver una adivina, ésta después que escuchó sus males, le juró y le perjuró que sus dioses la curarían, pero para ello debía encontrar un grano de maíz blanco en el excremento de una mula, y solo así sanaría. Se vio tan avergonzada de solo pensarlo que desistió de la idea de andar hurgando en excrementos ajenos. Sin fortuna y sin esperanza se marchó a su casa dispuesta a esperar el resultado que tanto temía. Al final la enfermedad ganaría, le había quitado todo su belleza y las esperanzas de una nueva vida.
Dejando de intentar hundirse más en la miseria, esa mañana se vistió y decidió ir a dar un paseo, nadie la reconocería, nadie sabría que ella era la inmunda. Al salir de su casa se dio cuenta del hermoso día que era, el sol brillaba intensamente y su calor era exquisito, sentía como sus pulmones se llenaban de un aire renovado, caminó a paso pausado unos 50 metros, anhelaba ir al mercado y recorre los muchos puestos de ventas y comprarse lo que quisiera, pero recordó que no tenía dinero.
Se dirigió hacia una plaza cercana desistiendo de la loca idea de ir de compras, se sobresaltó de emoción al ver un grupo de gente discutiendo acalorados, no escuchaba bien de que hablaban pero ¿que importaba? Si lo que ella quería que nadie la llame inmunda .Se acercó curiosa al círculo donde provenía la algarabía.
— ¿Cómo que sana?—oyó preguntar a una mujer regordeta de acaloradas mejillas.
—Sana. Hecha fuera demonios y muchas maravillas más— se jactó el hombre.
— ¿Cómo Sabes tú eso?—preguntó la misma mujer.
— Lo he visto con mis ojos— dijo señalándolos— al parecer todos dicen que es una clase de hechicero.
— ¿Un hechicero?— sé preguntaban todos.
—Otro charlatán—intervino ella en la conversación.
—Mmm... Yo no estaría tan seguro, verdaderamente sana a las personas y los atormentados son libres— siguió jactándose el pequeño hombre.
—¿ Dónde lo puedo encontrar?— sé escuchó así misma que preguntaba.
— ¿Es que acaso no ha escuchado de él?— le preguntó bufándose de ella uno de los tantos que estaban ahí.
— Calla Simón y deja que Alfeo nos diga dónde podemos encontrar al tal hechicero— dijo la mujer regordeta de acaloradas mejillas.
— Que no es un brujo— retrucó Alfeo— se hace llamar Jesús el nazareno y se encuentra en Capernaum es allí donde le vieron zarpar.
—Gracias — dijo apenas siendo escuchada por los demás, se alejó a toda prisa intentado que su corazón no se desbocara, ella sabía que ese tal Jesús podría sanarla, esa seguridad no provenía de algo superficial, provenía de un corazón deseoso de encontrar la salida.
Con lo poco que le quedaba viajó hasta Capernaum, dispuesta, decidida a reclamar lo que tanto deseaba.
Al cursar el gran rio llegó a la hermosa ciudad, se dispuso a buscar información, lo primero fue acercarse a cada lugareño preguntándole del tal Jesús.
Una anciana casi sorda le señalo que estaba a orillas del rio, rodeado de una gran multitud. Se dirigió al lugar indicado sin perder más tiempo.
Al llegar deslumbró la gran multitud y se maldijo por dentro cuando recordó que no había pedido referencia alguna de las características físicas de Jesús, ¿Cómo lo reconocería?
— Quítese—le gruño un hombre que pasaba casi por encima de ella, tan alarmada por la brusquedad decidió seguir al hombre que con tanta urgencia de seguro buscaría al mismo Jesús.
Ella observó perpleja al hombre cuando se inclinó hasta el suelo, y le pidió a gritos que lo acompañara, al parecer su hija de doce años había fallecido. Ella palideció, sabía que aquel hombre podía sanarla lo creía en lo profundo de su corazón, vio que Jesús se levantó y seguía al hombre corpulento y con él toda la multitud, ella se escabulló entre la gente como pudo y en su mente solo había una frase “si tocare solo su manto seré sana” una y mil veces soñó con ese momento, la sanidad. Así lo hizo con empujones en su contra logró tocar el manto y al instante sintió como el flujo ya no estaba.
Noto que el dueño del manto detuvo su marcha y comenzó a hacer preguntas.
— ¿Quién ha tocado mi manto?— preguntó a la multitud.
— ¿Qué dices?, una multitud te apretujea y preguntas quien te toco?— le contestó con preguntas uno de los seguidores.
— Es que he sentido que poder ha salido de mi— decía estas palabras mientras buscaba entre la multitud.
Después de luchar con un sinfín de sentimientos agolpados en su cabeza ella se postró a los pies de Jesús, aterrada, avergonzada y sumamente agradecida, confesando que había sido ella la que tocó su manto.
Como ella no levantó la vista, Jesús tomó su rostro e hizo que lo mirara a los ojos, en ese mismo momento parecía como que el tiempo no existía, solo ella y su sanador. Se limitó solo a mirarlo pero en su interior quería bailar en sus brazos, abrazarlo llena de gratitud por haberle quitado esa horrenda carga de su vida. El tiempo volvió a su curso cuando èl le dijo:
—Tu fe te ha sanado, ve en paz.
Esa frase le dio no solo paz sino la gran seguridad que el flujo no volvería jamás. Sana se dijo para sí misma, sin beber brebajes inmundos, sin rituales ridículos, Sana por el poder y el amor de Jesús su Sanador.
Nadie sabe como siguió la vida de esta mujer, nadie cuenta si lo siguió a Jesús en agradecimiento o solo fue a vivir una vida que nunca espero tener, seguramente fuera cual fuera su decisión debió ser maravilloso.
Saber que una vida llena de aventuras prometedoras estaban a un paso, la hizo reflexionar, debía cambiar su manera de pensar, debía ser más honesta y de ahora en más debía cuidar bien su dinero para ayudar a los demás. Ahora sí podría frecuentar lugares que en doce años no pudo. No se supo mas de ella, pero sí de Jesús dicen que murió en una cruz por amor a la humanidad, fue vituperado, maltratado hasta que encontró una muerte y que por esa sangre nosotros tenemos entrada libre a su presencia.
En lo formal, necesitado de una revisión seria, profunda e intensa.
En cuanto al fondo, la posesión no se ve, por más que se cite con disimulo y de forma indirecta.
Mi calificación es 1 estrella.
Ceterum censeo Carthaginem esse delendam... ;oP