Sonó el interfono.
-Buenos días, señor Presidente.
-Buenos días. ¿Está todo preparado?
-Tal como ordenó.
-Gracias, Nikolai. Descanse.
Se estiró sobre la cama unos segundos, antes de levantarse. Se deshizo de las sábanas de seda, y descorrió las cortinas. Así, recortada su figura desnuda al sol de la mañana temprana, resultaba apolíneo, casi podría haber sido tomado por un dios. Pero no. Sólo hay Uno.
Lo sintió desperezarse en algún lugar recóndito de su alma. Poco a poco notó cómo su sustancia divina se expandía por su cuerpo, colonizando sus brazos y sus piernas, tomando el control de cada articulación, de cada falange. No era una sensación desagradable. Lo había acogido en su seno con amor, y Él lo había nombrado su heredero, el Elegido.
Sus ojos, y tras estos los de Dios, observaron la ciudad helada. Todo aquello era suyo ahora. De los dos. Cada esquina, cada piedra y cada persona estaban en su poder. Así se había escrito, y así debía ser. Se avecinaban momentos importantes. Los más importantes de la historia del mundo. Y él estaba en el centro de todo. Era el elegido. América y Europa estaban ya subyugadas, pero ahora admirarían de verdad su poder. Él, y no Obama, ni Merkel, ni ninguno de esos insectos blasfemos representaría a la Humanidad en los ejércitos del Señor. El Creador estaba con él. Había hecho tanto esos años, había ascendido desde la nada, todo por la Obra de Dios. Recordaba la llamada como si fuera ayer.
Olía a muerte por todas partes. El gas se había disipado ya, pero los cadáveres flotaban en un hedor ocre que penetraba con saña. Era difícil caminar sin tropezar con los restos de los soldados, corrompidos por el gas. Era muy joven, pero ya se había acostumbrado a los olores de la guerra. No flaquearía. Contempló el cielo carmesí, respiró profundamente, y comenzó a recoger chapas de identificación. Lo hacía de forma sistemática, sin dedicar un solo instante a pensar en los cadáveres como personas. Eran solo números, para él. Cada uno significaba un paso adelante en la lucha por la supremacía de los que por derecho la merecían. Los alemanes, los ingleses, los americanos y los italianos podían pudrirse en su Occidente decadente. Las nieves volverían.
Llevaba un rato trabajando perdido en sus pensamientos cuando uno de los cuerpos llamó su atención. Estaba tumbado boca abajo, pero con la cabeza girada en un ángulo absurdo. Había visto cientos de cuerpos, y jamás había podido contemplar un rostro semejante. La piel de su cara había desaparecido casi por completo, como devorada por un ácido, pero mitigaba la fuerza aterradora de la mueca de horror y dolor abismales que habían seguido al soldado después de la muerte. Se recompuso, tragó saliva, y se dispuso a buscar sus placas. Pero al levantarlo… Bajo el cuerpo del soldado había un hongo como no había visto nunca. Una pequeña cabeza iridiscente cubierta de cortos cilios que parecían sostener millones de gotas microscópicas de agua. Se quitó la máscara para observarlo más de cerca. Entonces, con un susurro quedo, el hongo vibró, y miles de diminutas esporas flotaron en el aire. Se apartó sobresaltado, pero las esporas siguieron su movimiento, como si tuviesen vida propia, y no pudo sino inhalarlas. Rápidamente notó como subían por sus fosas nasales y profundizaban en su cerebro. Sintió una sacudida eléctrica, y se sumió en un profundo éxtasis. Millones de imágenes se sucedieron, continuadas pero simultáneas, penetrando su alma en tropel. En lo que dura un instante, imperios se levantaron y cayeron, reyes envejecieron y murieron, las montañas se hicieron antiguas bajo la vigilancia sempiterna del Ojo. Allí estaba Dios, sobre todos y todo, esperando el día en que sus huestes enfrentarían por fin los ejércitos malignos del Caído. “Vladimir”, dijo, “, toma mi mano, y lleva a los míos a la victoria.”. Y él lo abrazó como a un padre, un hermano, y le dio su cuerpo y su fuerza. Se consagró a su Señor.
Ahora estaba tan cerca que casi podía oler la victoria. Pronto las mesnadas angelicales marcharían gloriosas por la tundra nevada, y surgirían vencedoras entre los demonios caídos. Se puso el uniforme y desayunó un mendrugo de pan y un vaso de agua helada. No necesitaría más. En su interior, Dios se relamió. Era la hora.
Bajaron, y subió al coche que lo llevaría a su nuevo palacio.
-Un día magnífico, ¿no es verdad, señor Presidente?
-Magnífico sin duda.
Cuando llegaron al salón este se hallaba ya abarrotado. Más allá de las puertas abiertas de par en par se agolpaba el vulgo, impaciente por ver a su presidente. Para ver al Zar.
Se sentó digno en el trono, henchido de vigor y fe. “Todos ellos son nuestros”, le decía Dios mientras el Arzobispo seguía con su perorata. “Qué sabe él. Y dice que intercede por el Señor. El Señor somos nosotros”. Cuando acabó, se acercó a él con la corona entre las manos.
-En pie.
Se levantó del trono, pero en lugar de arrodillarse, tomó la corona de manos del Arzobispo, y la ciñó a su cabeza. “Eso es”. Sonó un estruendo, pero no cedió. El público se alborotó. Observó el exterior a través de las puertas abiertas. Pero aquello no era una lluvia de fuego. Eran esporas. Miles, millones de esporas caían como nieve fosforescente. Haciendo caso omiso de la muchedumbre, corrió a la calle. Las nubes se congregaban, oscuras y turbulentas. Algo sonaba allí arriba, como un rugido profundo. “Eso es”. Las nubes se abrieron en girones, de los que se extendieron gigantescos tentáculos ciliados que fustigaron a la multitud con latigazos enloquecidos. Las esporas comenzaron a crecer, y a transformarse en horrendas arañas que devoraron a los hombres con fruición. Pronto el aire estaba cargado de un denso vapor de sangre. “¿Qué es esto, Señor?”. Las nubes se disiparon, y pudo verlo: un ente gigantesco, algo que parecía orgánico, y a la vez no podía ser de este mundo. ¿Qué clase de Dios permitiría algo así? El ser desplegaba sus tentáculos inmisericorde, y los cuerpos podían contarse ya seguramente por miles. “Mira”. Dios tomó el control. Abrió los brazos, y le hizo mirar al horizonte. Horrorizado, intentó gritar, pero Él lo impidió. Su cuerpo ya no era suyo. Y allí, en el cielo, cientos de seres alienígenas cubrían hasta donde la vista alcanzaba. “Así es como acaba. Es Armaggedon.” Y Dios se desprendió, desgarrando su lóbulo frontal, y destrozó sus pituitarias para emerger de su nariz con un torrente de sangre caliente que describió un precioso arco. Dios se unió a los suyos por fin en la última batalla. La Humanidad levantó la vista por última vez.
En cuanto al aspecto formal, texto limpio y agradable de leer pero que presenta problemas con los signos de puntuación, especialmente en el caso de las comas, con frecuencia. El asunto guiones convencionales en lugar de las rayas de diálogo tal vez sea un problema de formato, pero el autor sabrá.
En cuanto al estilo, rápido, fornido, ajustado al tema y que lo acompaña mientras hace más interesante la lectura. Quizá algún adjetivo que otro no terminan de ajustarse del todo al tono y salen un poco hacia terrenos más floridos, pero el autor sabrá.
En cuanto al fondo, hay posesión. El autor la usa para contar una historia con derroteros diferentes al concepto pero está, sin duda. La trama no parece compacta ya que, tal y como termina, no queda claro (al menos no le queda claro a este lector) para qué la posesión (o simbiosis) si, al final...
Mi calificación es 3 estrellas.
Ceterum censeo Carthaginem esse delendam... ;oP