Marcus me había encargado aquella visita como un favor especial. La clase que no pagaba pero que me acercaba más al status de socia que me había prometido durante hace meses. A veces me preguntaba por qué seguía trabajando con un sujeto que me pagaba con techo y comida, pero no podía sino recordar que él había hecho algo más que darme un empleo, sino que era la única persona que creía en el concepto de combinar la investigación común con los aspectos paranormales, que eran los que nos movían a ambos.
Siendo un oficio con poca demanda pero ningún otro experto combinando lo sobrenatural con aspectos de la investigación formal, podíamos darnos el lujo de cobrar cantidades nada despreciables cuando un cliente llegaba a solicitar un trabajo con estas características. La mitad eran falsos positivos y personas enajenadas, pero la tarifa se mantenía. A veces me preguntaba qué tantos clientes podríamos conseguir con un anuncio en internet sobre nuestros trabajos especiales. <<Claudia Trejo, Servicios de investigación y médium. Seguros, divorcios y eliminación de embrujos>>. Simplemente sonaba ridículo y era algo que tenía que admitir.
Bajé del autobús y caminé el medio kilómetro que me separaba de la casa de la risa donde tenía mi cita. No era necesario ver el lugar; la locura podía sentirse en el ambiente con una densidad que me hacía difícil concentrarme. Podía entender por qué el jefe me había enviado. Él era psíquico con todas sus letras y yo solamente una empática y lo estaba sufriendo. No podía imaginar la migraña que le provocaría estar en aquel sitio que sudaba el dolor y la desesperación de las pobres almas encerradas en aquel lugar.
La sensación que me abrumaba me hacía pensar en un sitio derruido, de concreto desnudo y barrotes en las ventanas. Había imaginado el clásico hospital psiquiátrico de las películas, con sus paredes blancas, pero me llevé una doble decepción. Las barras metálicas que hacían de cerca daban a un jardín bien cuidado y un edificio en tonos claros, más parecido a una escuela que a un sanatorio. A unos metros estaba una caseta con un guardia. Era un hombre viejo, que me detectó inmediatamente, no por ser un hombre versado en seguridad, sino porque, evidentemente, no había mucho movimiento por ahí.
—Buenos días —murmuró, llevándose la gorra al pecho.
—Buenos días —respondí—. ¿Es este el sanatorio San Benito Abad?
—Este es —respondió, notablemente perturbado.
—Vengo buscando al doctor Casas.
El anciano no dijo más. Abrió la puerta exterior y me indicó con un gesto la dirección hacia el acceso al edificio principal. Se veía turbado y agradecí con una sonrisa forzada, aunque en el fondo sospechaba que había algo mal en todo aquello. Más allá de la energía que rodeaba el edificio el guardia había mostrado inquietud desde que mencioné que buscaba a alguien en la institución. ¿Acaso era igualmente sensible a aquello? No era posible. Dicen por ahí que se necesita a un ladrón para reconocer a otro, y yo no podía sentir nada en él.
El interior del edificio mantenía los mismos colores suaves y a dos metros de la puerta acristalada un escritorio de madera. El uniforme de enfermera que portaba la recepcionista había doler los ojos de su blancura, y la dureza de sus rasgos maduros encajaban con la idea de lo necesario para trabajar en un sitio como aquel. Reiteré mi cita con Casas. La mujer salió detrás del edificio y me guió hasta una puerta de madera labrada y me pidió esperar en el exterior. Dejó la puerta abierta y pude ver que aquella habitación era una capilla, con su respectivo aroma a incienso y su iluminación pobre. La mujer se inclinó ante una figura y esta se incorporó. Era un hombre corpulento, de unos treinta años, con hábito negro y blanco que pude identificar de inmediato como monje jesuita. Se acercó al quicio de la puerta y se detuvo frente a mí. El sonido de los tacones de la enfermera-recepcionista resonaron por el pasillo alejándose.
—Te envía un amigo en común —afirmó—. Sé a lo que vienes.
No me extendió la mano como un sacerdote, ni tenía un anillo para besar, y era algo que agradecía. Tampoco como una persona civilizada, sólo se quedó ahí, observándome y esperando alguna reacción. Parecía estar en su propio mundo, como si fuera alguien en un mundo paralelo que no pudiera tocar, envuelto en el aroma a incienso que me hacía llorar los ojos de tan intenso. Asentí con la cabeza y me pidió el nombre de la persona que esperaba entrevistar antes de tomar camino por los pasillos sin mediar más palabra. Lo seguí a un metro de distancia, notando el modo en el que avanzaba, con los brazos cruzados en la espalda, como un maestro nervioso, apretando sus codos rítmicamente con la mano del brazo opuesto.
Tomó una ruta laberíntica, sin escaleras de por medio pero que fue demasiado larga para la extensión del edificio, como si hubiera intentado perderme por el laberinto de pasillos idénticos. El tiempo y la distancia me parecieron eternos, incrementados a mi parecer por la sensación del lugar y la peste del hombre. ¿Cómo he de dirigirme a él? Me preguntaba. Se supone que había ido a buscar a un médico y había terminado frente a un monje. Nunca he creído eso de que la ciencia y la religión estaban peleados, y con todo lo vivido en mi experiencia sabía que no era descabellado pensar en algo más allá, aunque yo no fuera creyente.
Terminó deteniéndose en una puerta casi al azar, de súbito, y me detuve casi a la misma distancia. De una zancada se acercó a mi rostro de un modo que no me gustó y di un salto hacia atrás, alarmada.
—Loco o poseso, no confíes en el hombre —susurró—.
Sacó un manojo de llaves y abrió la puerta. Entré y escuché la puerta cerrarse con un sonido amortiguado por los sellos de goma en el marco, para darle seguridad al asunto y una sensación de claustrofobia a mí. La habitación era una tortura en sí misma. No había una simple nota de color entre las cuatro paredes en las que se escuchaba solamente el zumbido de la lámpara de halógeno colgada del techo y un sollozo ahogado.
El sujeto estaba en posición fetal, completamente camuflado en su posición fetal que ocultaba su cabello.
—¿Gregorio) —pregunté.
Su reacción fue antinatural. Bastó con escuchar mi voz para verlo dejar la posición fetal y tensarse antes de retorcerse y regresar a aquella posición, ahora con la espalda contra una esquina y sus ojos abiertos de par en par, observando mis botas borgoña. Tenía una expresión de fascinación idiota y comenzó a gatear lentamente hacia mí. Incómoda por aquello arrastré uno de mis pies hacia atrás y con este retrocedí del todo. El joven se detuvo en seco y elevó la vista hasta mi cara antes de sentarse, dejando escapar un sonoro suspiro.
—Si no eres otra alucinación —dijo, volviendo a centrarse en mis botas— te sugiero que huyas.
—¿Otra?
—Este lugar enloquece a cualquiera.
En otra circunstancia aquello hubiera sonado a chiste, pero no. No había humor en el comentario, ni tampoco era un desafortunado comentario literal; apenas una ironía pura producto de su desesperación. Estaba tan loco como una vaca consciente de que estaba en el matadero, pero definitivamente no había signos de posesión. Y aquella locura parecía hasta algo sensato, viendo el caso.
—Así que, ¿Huirás? —preguntó.
—Necesito respuestas antes de <<huir>>
—Sí, estuve poseso —afirmó—, pero es cosa de ayer. O del mes pasado. No sé.
—Asumo que el doctor Casas es exorcista
—Extortista, diría yo —dijo, levantándose la camisa y mostrándome la piel ennegrecida a golpes—. Y lo que sea que haya sido, está con él ahora.
Me quedé pasmada, pensando en las posibilidades, en su actitud, las reacciones del personal…
—¡Corre, carajo!
El grito imperativo del joven me sacó del trance de análisis que estaba teniendo y activó lo más primitivo de mis instintos. Corrí por los pasillos infinitos de aquel laberinto y salí del edificio sin siquiera mirar a la enfermera, segura de haber pasado por la capilla solamente por el olor fantasma a incienso que todavía percibí al pasar por la caseta, cuya puerta el anciano había abierto de par en par, como adivinando lo sucedido antes de dirigirle un inaudible <<adiós>>, y seguir mi carrera lejos de allí.
El aroma a incienso seguía en mi nariz cuando los pulmones me dijeron basta y tuve que detenerme, doblada sobre mí misma. Tomé mi móvil y envié un mensaje de texto.
<<Tu cliente no está poseído, pero consigue a un exorcista. O varios. Y una .357 Magnum. >>
Me dejó la sensación de que le falta una revisión en voz alta. Hay algunas oraciones entreveradas y algunas repeticiones evitables (laberinto, parece, casi, posición fetal, posición, estaba). Y algunos errores (" había doler los ojos", un paréntesis en lugar de signo de interrogación). Debe haber más, pero no voy a ponerme espeso.
No entendí muy bien el final. ¿Es que todo el personal del hospital está poseído? No se entiende bien del todo. He pensado que todos los personajes del relato son telépatas. El hombre de la casilla ya sabe lo que pasó y la espera con la puerta abierta. Ella se muestra empática hasta lo increíble al decir que su locura le parece sensata luego de hablar con él... !una frase!, y de estar con él... digamos que 15 segundos. Ella dice: "Necesito respuestas antes de huir", y él responde "Sí, estuve poseso" (¿Lo exorcizaron a golpes?) ¿Cómo sabía él cuál era la respuesta exacta a las dudas de la protagonista? Es como que los personajes saben todo de todos. Le dice que corra y ella lo hace. Así como si nada. Cualesquiera sean las respuestas a estas interrogantes al relato le falta claridad. A pesar de esto veo originalidad. Si el autor aclarara un poco el final y revisara la prosa, el relato mejoraría mucho.
2 estrellas