Resoplido feroz de vendaval equino, de esbeltas columnas las bases azotadas por huracanados latigazos y cercadas de ojos impúdicos, embistió la falda. Nuestras miradas se cruzaron un instante, fugitiva sibilante la suya, ascendente la mía, y al cruzarse, los labios de Lorena asaetearon aquellas inolvidables palabras. Era la primera vez que alguien la oía hablar en una lengua que no fuera la que su madre le dio a beber, y ese alguien fui yo. Atravesó la plaza sobre botas de tierra sin preocuparse del remolino enroscado a su figura. Junto a ella galopaba, cual barro de fuego vomitado hacia el cielo, un tornado caliginoso que violentaba las ventanas y cerraba las que al viento resistían. Los hombres que se cruzaban con ella perdían el rumbo, como velas esclavas que ondean en una misma dirección. No volvió a mirarme tras apresarme con aquellos bellos términos, que entonces no entendí, y no tuve valor para liberarme, sino que permanecí en el otro extremo de la plaza como un árbol que se mece arrebatado. La vi desaparecer, entre la humareda de su frenesí, por una calleja, sin atreverme aún a aflojar el lazo que, como abogado, desde ese día me ató a su causa.
Baste decir, para que se comprenda lo impropia que era en ella esta conducta, y no fue si no el preludio de otras muchas tempestades, que al llegar a su casa la recibieron con esta dura sentencia:
–Acabará de mujer pública, anda que no… salir a la calle con este viento.
Y ella, de naturaleza tan dócil y sumisa, sorprendió a las presentes –esto es, su madre, su abuela y sus dos hermanas– con una réplica, no ya exculpatoria, sino airada.
–A por agua, yegua herrada.
Su hermana pequeña, que era la que había proferido tan maliciosa bienvenida, quedó vencida por la inesperada y ofensiva insinuación. No obstante, no sería el suyo el único reproche que recibiría Lorena. Provino del padre, cuyos oídos no habían permanecido ajenos a los rumores alados. Por el atrevimiento, antes inocuo, le cayó al hombre encima un alud alpino. Hirió, es obvio, el confuso rostro y la mente perpleja aquel bárbaro decir de nuestros ancestros allá en las distantes tierras azuladas.
–Cagontó, ¿ca dicho? –preguntó el padre cuando se hubo recuperado del susto.
–Va a saber. Está más rara que un parío de cabra –respondió la madre.
Apenas unos días después, todo el pueblo murmuraba que del golferío de la hermana pequeña, como una gripe, se había contagiado la discreta hermana mayor. Unos acogieron la nueva con extrañeza, porque siempre había sido una «chica muy arreglá», otros con regocijo de adivino satisfecho. Era corriente, argumentaban estos últimos, que, a su edad y sin marido, se le hubiesen disparado «las ganas de probar tranca».
En mi caso, testigo mudo de aquel primer arrebato de sensualidad, y conmigo otros que se hallaban también en la edad proclive al atolondramiento, la insólita conducta de Lorena no me provocó escándalo ni rechazo, sino que, pies sin camino, erraba flechado al sol, sin distinguir el cielo de la tierra. Tuve varios accidentes en esa primera fase: trabajando en la mina, me golpeé la cabeza y me zambullí durante unas horas; también en aquel laberinto insano, entre bambalinas y ensueños, estrangulé a la pluma solista -no por mala voluntad, sino porque lo disfracé en mi fantasía- y desencadené una gran alarma, si bien me libré de ser descubierto por el encubrimiento de mi padre; tuve, además, el desatino de casi amputarme un dedo cuando mi madre me pidió jubilar al pavo. Tan torpe, tan en las nubes revoloteaba por los reversos grises del tiempo, que en casa pensaron «la falta de mujer lo ha dejao bobo». Uno, que de tan viejo terrícola, así me extravié hacia el bosque cayendo la penumbra, se compadeció de mi estado y dictaminó, con la sapiencia de los años, «tu mal no lo curan los médicos». ¡Qué podía saber yo, sin embargo, sobre lo equivocado que estaba acerca del objeto de mi obsesión, que no era el conjuro de mis noches, sí lejano visitante! Nada, nada aún de todo lo que ahora sé.
Ligero en sus inicios, con un poco de caos y otro poco de comicidad, mas inofensivo desperezarse de los sentidos, qué sombrío iba a tornarse aquel primaveral alboroto. Recuerdo con ternura mi ingenuidad de entonces... ¡qué demonios, era joven y hermosa! ¿Cómo resistirse? Entre aquellas primeras manifestaciones y este instante he aprendido mucho acerca de muchas cosas, sobre todo de Lorena, incontables otoños me han calado y se anuncia ya el frío invernal en mis huesos. ¿No ves, lector, la luz adormilarse en las sombras? Llega una larga noche, y en la noche hasta la nieve es negra.
De entre todas las materias en las que me instruí, la primera fue el francés, pues descubrimos que esa lengua muerta era en la que mi amada Lorena se expresaba cuando quería confundirnos. Un bello idioma, en verdad, aunque me cuidé de mencionarlo en casa porque mi madre se encolerizó la única vez que me atreví a insinuarlo; para ella resultaba inconcebible, incluso obsceno, pensar que entre nuestros antepasados españoles que emigraron a este planeta «se colara algún franchute». Nadie alcanzaba a explicarse cómo Lorena, inculta hija de aquella aldea montañosa, sabía hablarlo.
Tampoco por qué su castidad había mutado en una sexualidad descarada. Hasta el día en que desafió al viento nadie le había sorprendido una ofensa al recato. A partir de entonces, en cambio, su desvergüenza fue como el movimiento de una rueda, cíclica y tenaz. Primero su curiosidad espió ropajes inadecuados, y hasta públicos, después su presencia desnudó de secreto los encuentros de los jóvenes amantes. Fue su hermana pequeña primera víctima de este proceder, pues allí donde a cántaro lleno derramaba un guapo muchacho, se presentó Lorena y burló de su sangre el fluir esforzado. ¡Qué cólera silenciosa se vació en miradas tensas tras aquel incidente, y en qué sonrisa se vertía! No obstante, la vida forzó pronto el casamiento de la menor y no tuvo esta batalla tiempo de cobrarse víctimas. ¿Te parece divertido, lector? Nadie sospechaba cuán siniestro devendría el escándalo. La mayoría juzgaba estrategia este repentino pavonearse, una búsqueda algo lunática de marido, pues el vicio no desembocó en actos irreversibles. Las teorías, no obstante, naufragaron en cuanto comenzó a rechazar pretendientes. Yo fui uno, como habrás adivinado, y no de pocos, de los que desesperanzó con áspera franqueza:
–No estás mal, pero no engendraré un hijo hasta que la muerte pise mi umbral –dijo, mas no mató con esto mi obsesión.
Barrunta lector en vano, como yo intenté encajar las piezas que aún no poseía. En todo caso, no menguó su apetito. Ya avanzada la treintena, enloqueció a un joven al que tanto incitó hacia lo imposible que, rendida y anulada voluntad, no pudo soportar que le privara de genitales. Abusó de niños, creo, aunque es algo en lo que no me gusta pensar. No fue su único crimen con niños. A un chico de siete años una conversación con Lorena le inyectó tal pavor que se arrancó los ojos con sus propias manos. Ignoro de qué pretendía ocultarse. Una pobre niña amaneció ahorcada por su propia mano en el bosque, pues al anochecer Lorena le pagó con terror la venta de unas manzanas que la madre de una había encargado a la madre de la otra.
Toleraba mis visitas, a pesar de haberme rechazado, y viajaba a menudo, aunque sin moverse de casa. Parajes inmensos que me describía con detalle con una voz un poco más grave y un poco menos suya. Sus narraciones eran intensas, diría que inundadas de fuego. En numerosas ocasiones enfrió su excitación, al terminar de contarme su viaje, con las manos expuestas al calor de la chimenea, escondiendo a mi mirada los mundos estrellados que rutilaban en sus pupilas. Si percibía mi atención, se volvía y me decía:
–¿No te asusto? A los demás les doy miedo. Si persistes en ahondar demasiado, quizá tenga que matarte algún día.
–Correré el riesgo –respondía yo, con la mayor tranquilidad de que era capaz.
Entiéndeme, lector, pues yo la quería aún, y a pesar de todo, pero estaba asustado. Solíamos estar solos cuando me decía esas cosas, ya que su madre, con los años, había renunciado a vigilarla y se había acostumbrado a evitarla como hacía el resto del pueblo. ¡Qué grosero suena esto a mis oídos hoy, ahora que sé que amaba el chispazo de una sombra y nada más! Yo la creía enferma, medio loca, como dos personas en una sola, una hermosa, la otra aterradora.
El día que murió su madre nadie sospechó de ella, quizá porque era más fácil atribuirlo a otra cosa. El festín de vísceras había sido obra de los lobos, se dijo, aunque nadie explicó por qué dejaron de devorarla. Hasta el padre de Lorena aceptó esta versión. «Malditos animales», gruñó al ver el cadáver, y fue el único comentario que alguien le oyó sobre el tema. Tras aquel incidente, de la joven que alguna vez fue Lorena apenas quedaban los rescoldos. La mitad del tiempo nadie sabía dónde se hallaba; vivía de noche y dormía de día. Más que nunca ensombrecía mi errante conocimiento, más que nunca me reveló lo infructuoso de las motivaciones que me condujeron a la erudición. Aquello que se escondía dentro de ella asomaba con mayor frecuencia. ¿Qué era? Una sombra. ¿Qué hacía? Respirar.
–Mi padre también morirá –me anunció un día con su voz–. Sufrirá mucho –añadió con su otra voz.
Y sí, su padre también falleció en violentas circunstancias. Cuando lo encontraron, su pelo se había tornado pálida blancura. Su cuerpo, revuelto como el complejo engranaje de un reloj, se había detenido a los pies de un acantilado. Los huesos habían arañado la piel tintada de rojo hasta la superficie. Hubo que identificarlo por sus ropas, sus características botas marrones, la camisa destrozada y el gorro que señoreaba el cadáver como una triste corona.
–Apenas debió sufrir. Cayó, y fue sólo un breve instante –le dije a Lorena, más objeción a su vaticinio que propósito de consolarla.
–El desprendimiento fue un acto de compasión –repuso ella.
Su hermana pequeña, la que huyó a un matrimonio tiempo atrás, acudió a la casa para comunicarle que ni ella ni su otra hermana, también casada ya, le iban a disputar el derecho a la pequeña casa de sus padres. No se atrevió a recriminar a Lorena su ausencia durante el sepelio. En el pueblo, todos se compadecieron de la pobre abuela, ya centenaria, que debía convivir con Lorena, sin más compañía ahora, abuela y nieta solas; pero nadie movió un dedo para proteger a la mujer.
¿Te horrorizas, lector, de mi pasivo comportamiento? ¿De mi lealtad? No te ha mantenido insomne, entonces, una obsesión como la que yo padecía. Ignoras lo que es volverte la sombra de otra sombra, acompasar tus ritmos a su oscuridad, renunciar a la luz por esconderte en ella. Te resulta ajena la fetidez de un pensamiento que ningún perfume enmascara. Te levantas, y ahí está: te presiona para hundir tu lomo, anuda tu cuello con sus riendas, dirige con sus pies tus pasos. Y dirás, ¿por una sombra? No, por la mujer que agonizaba en mi memoria.
La torturó, estoy bastante seguro. La martirizó hasta matarla de hambre de ternura. En rigor no le prohibió nada; se limitaba a mostrarse ofendida si descubría que alguien, por compasión, le había dado comida a la anciana. Una afrenta a su honor, le reprobaba al responsable, como si la creyesen desconsiderada o incapaz de alimentar a su abuela. Para la mujer resultaba sencillo eludir la vigilancia de la nieta, bastaba con pedir ayuda por el día, cuando Lorena estaba dormida. Eso hizo al principio, pero poco a poco se acobardó. Incluso se negaba a recibir a quien le llevaba comida. «Come ahora, vieja, que está dormía y no te ve», le decían. «Se enterará, se enterará», replicaba la mujer, y rechazaba todo auxilio. Y así, de tanto ayuno forzoso, lento la engulló el tiempo.
Por entonces hubo acaloradas discusiones en el pueblo. Unos argumentaban que, al no haber ya madre ni padre al que respetar, era hora de asesinar al monstruo. Otros optaban por no hacer nada. «Que se muera de hambre, como la vieja», decían estos últimos, «sin marido que la mantenga, nadie le compra ni le da pa comer, sola se muere». Se suspendieron los festines colectivos, ya de por sí escasos, porque si se celebraban entonces Lorena despertaba de su jornada nocturnal y reclamaba su parte del banquete. Cualquiera que tratara de impedírselo, le arrancaba un «tengo derecho, mulas, que aquí nací y aquí me moriré», y nadie osaba objetar más. La angustia por saber si se moría o no alcanzó tal extremo que, como yo era la única persona que todavía la visitaba, me abordaban con frecuencia y me amenazaban para que no le entregara nada. Por un tiempo, temí incluso que me mataran y me sacrificaran víctima de mi imprudencia; tal desesperación los abrumaba a todos, pues no se explicaban por qué Lorena no se moría. «Devora animales por las noches», se comenzó a murmurar. Pero Lorena seguía viva, y así cumplió los cuarenta, y más adelante los cincuenta.
–¿No te angustia estar sola? –le dije un día– Conmigo estarías más acompañada, si fueras mi mujer.
–Ella no me deja sola jamás –me contestó.
–Pues, ¿quién? Dime, ¿la sombra?
–No es una sombra, bobo, ya la conocerás.
—¿Y tú, la conoces bien?
–Claro, hemos compartido mucho. Hace años que está conmigo.
Permanecimos callados un instante. Incrédulo a que ella me hubiese revelado su secreto con tan sencilla inquisición, creo que me quedé mirándola como un idiota, hasta que volvió a hablar.
–La conocí cuando vino a mí en sueños profundos, los que son ramaje de anhelos y miedos enraizados en las entrañas. Enturbió en mi pecho lo que ya era charca empantanada. De alas dotó lo que en mis selladas grutas se arrastraba entre las sombras, inconfeso. Llama que arde y llamada es de la sangre a la sangre, ¿tal familiaridad cómo impedirla floreciente semilla?
La visitante, presencia ausente, sobrevolaba nuestras conversaciones como un buitre. Picoteé de aquí y de allá durante veinte años, entre abrasados parajes, para que asomara el hueso. Francesa, claro. Y de la Tierra, por supuesto. Una antepasada, sobra decirlo. ¿Qué deseo la movía? Lo que queremos todos. Así me lo confesó Lorena después de que una misteriosa decapitación segara la vida de su hermana menor, la última de una serie de muertes truculentas que redujeron familia y linaje a su persona.
–Es todo lo que desea. No es tan ambiciosa, si se mira con perspectiva. Al fin y al cabo, no se le puede achacar falta de perseverancia. La vida le otorgó un don precioso: la paciencia de la naturaleza. Con tal capacidad, ¿a qué otra cosa habría de aspirar?
–¿Quieres decir que va a culminar el proceso?
–No te entristezcas. Tendremos nuestro brillo, y luego… luego hay que apagarse, claro. Ella ha sido generosa en sus recompensas. Ya sólo resta brillar, y luego… luego hay que apagarse.
–No estoy seguro de entenderte –le dije, y ella me dedicó una sonrisa enigmática, burla de mi desconcierto.
–¡Qué importa! Tendrás lo que me pediste, al fin…
La pátina del tiempo sobre aquel cuerpo arrugado se mofaba de una desnudez que aparentaba disfraz, arropándola como hacen las alas de la muerte. Laboriosa tarea la de escudriñar en busca de la piel lisa, ardiente, con que aquella falda colérica en la volante plaza, juventud enterrada, silbó a mi perdición. Le arrebaté la virginidad con toda la delicadeza que me permitió una pasión tan robusta, huracán nutrido de una vida de suspiros. Ella marcó con sus garras, sobre mi pecho, en mi espalda, la cicatriz de mi deseo, exhibiendo un vigor que desmentía sus años. No proclamé brisas tiernas en aquel frenesí, sólo se produjo la áspera fricción de dos cuerpos erosionados. Al terminar, se retiró en silencio a un rincón, se acuclilló y se protegió con una manta.
–El viento se levanta –anunció–. Siento ya aproximarse al rayo que he invocado.
En tan sólo unos minutos su vientre creció, hinchado como un globo por el viento que golpeaba las paredes de la casa. Al poco rato, Lorena se desplomó sobre el suelo, las piernas abiertas, esta vez no para ofrecerme refugio. Todo su cuerpo lloraba sudor, resplandecía como un asteroide en combustión. Con la presteza de una tormenta de verano, de entre sus piernas una cabeza se desenrollaba. A los gritos de dolor de Lorena respondía con los gemidos de furia propios de las nubes. Cuanto más asomaba el cuerpo, mayor la violencia del viento que arrasaba la casa. La salida completa de la cabeza tuvo su eco en un fuerte terremoto; un torso femenino se sacudió, rasgando el suelo con sus pechos, a la vez que la ira del vendaval reducía a añicos las ventanas; el techo voló y mi mirada descendente se topó con unos ojos extraños que se me clavaron hasta el hueso; unas piernas brotaron al tiempo que cedió la puerta. Se derrumbaron las paredes, con tal estrépito que la corteza del planeta descuajada no podría competir con él, y en la noche violenta, todo cielo y estrellas lejanas, la luna alumbró el cadáver de Lorena.
Junto a ella, postrada en el suelo, una muchacha joven, desnuda, ensangrentada, perfumada de olor a sepelio y tierra húmeda. Tan similar a Lorena de joven como una gemela. Se incorporó, las piernas le temblaban. No tardó en nacer la fuerza que la sustentó.
Me gustó la sorpresa de que se trata de una colonia en otro planeta. Pero no entiendo el tono medieval de la prosa. Si no fuera por esa oración en la que se destaca, bien podría el relato desarrollarse en una Europa medieval. Supongo que vivir en otro planeta implicará costumbres diferentes, no las mismas. Esto enlentece un poco el comienzo del relato. Por otro lado me gusta la psicología del personaje. Me parece que está muy bien cosntruída (la de él). La última parte la prosa afloja un poco y se vuelve más poética. Pensé que al final, el detalle del que están en otro planeta tendría más relevancia. En ningún momento se nota.
3 estrellas