Después de una interminable jornada en el supermercado, a Sheila sólo le quedaban ganas de arrojarse encima de la cama y cerrar los ojos; pero había algo en el buzón que colmó su curiosidad: un raro sobre negro que estaba lacrado. Supuso que podía tratarse de una nueva clase de anuncio publicitario, porque ese diseño arcaico buscaba llamar la atención; sin embargo, pronto descubrió que debía de ser una broma:
«Sheila Martínez, tiene la inmensa fortuna de haber sido escogida para nuestro concurso. En él podrá obtener valiosos premios y pasar una noche inolvidable acompañando a los insignes invitados que también participarán. ¡No cometa el error de perderse esta oportunidad única! Un coche la recogerá a las once y media.
Cordiales saludos y abrazos de Frank».
Ella pasaba bastantes horas delante del televisor, olvidándose de sus problemas, y desconocía que hubiese un concurso donde contactasen de esa manera con la gente. Además, Frank no le sonaba de nada.
Arrugó el mensaje y lo arrojó en la papelera de su habitación, dispuesta a realizar lo que anhelaba desde hace horas. No necesitó ni cinco minutos para dormirse. Por desgracia, soñó que se encontraba otra vez en el trabajo reponiendo latas, limpiando, atendiendo a ancianas que tardaban una eternidad en pagar; así que se sintió aliviada cuando el insistente timbre consiguió despertarla…, un alivio que se desvaneció al echar un vistazo en el reloj de pared, ya que eran las once y media. Alguien, supuso, acababa de llevar muy lejos una estúpida broma e iba a pagarlo caro. Puños cerrados y gesto ceñudo, fue a observar por la mirilla. Vio a tres mujeres pálidas y sonrientes. Una de ellas le guiñó un ojo, como si pudiese verla.
Sheila, recelosa, habló en voz alta sin atreverse a abrir:
—Váyanse. Sea lo que sea, no me interesa.
—¡Pero qué maleducada! —exclamó de repente una amortiguada voz femenina.
—Sí, qué maleducada —dijo otra.
—Escucha, Sheila —dijo una tercera, más madura y pausada—. Venimos a buscarte para ir al concurso. Iba a hacerlo el cochero de Frank, como siempre; pero me opuse porque es alguien que intimida un poco. ¿Nos dejas pasar? No te obligaremos a nada que no quieras. Tú decides.
—¿Entonces lo del concurso es verdad? ¿No van a venderme colonia o aburrirme con alguna religión?
—Chica —contestó la voz madura—, aclárate porque queda poco tiempo; el programa empieza a las doce y tenemos que adecentarte.
Sheila colocó una cadena de seguridad, entreabrió la puerta y asomó la cabeza.
—¿Adecentarme? —preguntó con un tono quedo y trémulo.
Una de las mujeres alzó un largo vestido negro que tenía volantes en el bajo. A Sheila le gustó, aunque le parecía algo anticuado. Reparó en que ellas también vestían a la antigua, igual que si se hubiesen escapado de los años veinte. Quizá, dedujo, el plató tuviese esa temática.
Paulatinamente, la idea de ir al concurso se fue haciendo más agradable: se imaginó a sí misma ganando lo suficiente para ser libre y decirle adiós a su horrible jefa.
—Tengo una duda —dijo—, ¿qué podría ganar si voy?
Las mujeres rieron.
—Más de lo que podrías imaginar, querida —respondió una de ellas—; invítanos a tu casa.
Sheila, tras unos segundos de vacilación, desenganchó la cadena y abrió. Ellas se quedaron cerca del umbral, inmóviles.
—¿Qué pasa? —preguntó—. Entrad, venga.
Esas palabras las inundaron de energía, porque entraron en tromba y asieron a Sheila por los brazos para llevarla en volandas a la sala de estar, donde la desvistieron con diligencia. Antes de que la cogiesen, le pareció ver cómo la puerta se cerraba sola; pero todo sucedía tan deprisa que no le dio importancia. Le pusieron el elegante vestido, la peinaron y maquillaron en menos de diez minutos. Al acabar, satisfechas, el trabajo realizado, lo admiraron durante un rato. Una de ellas elogió la melena cobriza de Sheila, que siempre solía llevar atada en una coleta y ahora estaba suelta, cayendo sobre los hombros. Luego, sin perder un instante, la sacaron de allí para meterla en un coche negro con las ventanas tintadas.
Una se puso al volante y pisó a fondo.
—Vamos, vamos —dijo—. Si llegamos tarde, Frank se enfadará.
El coche derrapó sobre el asfalto y salió de allí a toda velocidad, ignorando un semáforo en rojo. Sheila se abstuvo de quejarse: el ansia por hacer fortuna superaba a su miedo. Tras un recorrido vertiginoso, se detuvieron ante una fábrica abandonada que, según ellas, era parte del atrezo. Luego se despidieron cuando se apeó, pues debían dejar el coche en otro sitio e ir después a ocupar sus asientos entre el público.
Se quedó allí sola, frente a una añosa y mohosa entrada que daba a un pasillo oscuro. Tuvo que controlarse para no dar media vuelta y correr, lo cual se hizo mucho más difícil cuando escuchó unos pasos acercándose. Un pequeño bulto achaparrado se perfiló en la oscuridad; avanzaba despacio, renqueando, y resollaba con gravedad. Cuando salió a la luz, vio que se trataba de un hombre bajo y giboso de mirada estrábica.
—¿Sheila Martínez? —inquirió.
—¿Sí?
—Cómo que ¿sí?; sí o no —dijo tras escupir con desdén.
—Disculpe: sí, soy yo, la misma, Sheila.
—Ah, bien. Perdóneme usted: no quiero arriesgarme a cometer un error; los errores se castigan, ¿sabe?
A Sheila aquel actor le hizo tanta gracia que su miedo se disipó, incluso tuvo que contenerse para no reír.
—¿Tiene un jefe estricto? Yo sé lo que es eso —dijo.
—Claro, lo que usted diga. Sígame.
El hombrecillo, sin esperarla, dio media vuelta y se adentró en la umbrosa fábrica. Sheila no tuvo que esforzarse para alcanzarle, y lo siguió de cerca a través de angostos corredores llenos de basura, pintadas, olor a orín. De vez en cuando, un fluorescente parpadeante ofrecía una ducha exigua de luz que, al parecer, ese extraño guía no necesitaba, pues iba directo a donde deseaba ir, sea donde fuese. Mientras tanto, Sheila entrecerraba los ojos en busca de cámaras ocultas.
Se detuvo junto a una desconchada puerta parda y la abrió.
—Adelante, mademoiselle —dijo con sorna—. Aquí está su camerino. Mi jefe vendrá a buscarla después.
Cuando Sheila entró, la puerta se cerró de golpe. Comprendió la burla al instante, porque aquello era un aseo sórdido que llevaba siglos abandonado. De repente, ese actor ya no le hacía gracia, y se preguntó qué estaba haciendo en un sitio así, vestida de noche. Miró su reloj de pulsera. Doce menos diez; el jefe debía estar a punto de aparecer.
En cuanto pensó en salir y echar un vistazo, alguien llamó fuertemente con los nudillos.
—¿Puedo pasar? —tronó un vozarrón.
—Adelante.
Agachando la cabeza para no golpeársela y mantener intacto su brillante tupé, entró un hombre trajeado que tenía el rostro lleno de profundas cicatrices. Escrutó a Sheila de arriba abajo con dos melancólicos ojos bicolores.
—Sheila, supongo. Encantado de conocerla. Soy Frank, el presentador. Veo que la arreglaron antes de venir. No es lo acostumbrado, pero me parece bien. ¿Le han dicho de qué va el juego?
—Sólo que puedo ganar mucho. Lleva un disfraz magnífico; qué máscara más trabajada.
—¿Disfraz? Eh…, mire, debemos irnos ya porque estaremos en el aire dentro de cinco minutos. Tenga cuidado, que hay cables por el suelo.
Frank la condujo hasta una gran sala que, a diferencia de lo anterior, estaba bien iluminada; varios focos en el techo permitían ver con claridad el plató, decorado con motivos que a Sheila le recordaron a halloween: murciélagos, velas, arañas, cráneos. Los atriles de los concursantes tenían forma de ataúd, y el público era un grupo de monstruos variopintos. Sólo las chicas que la habían traído, sentadas en primera fila, entraban dentro de lo común si a su estilo anacrónico puede considerárselo así.
Frente a Sheila flotaban tres cámaras sin dejar de enfocarla, envueltas en una luz mortecina.
—Cuando los cámaras fantasmales lo indiquen —dijo Frank—, estaremos en directo. Colóquese en este atril.
—Tienen unos efectos especiales magníficos —exclamó Sheila, fascinada.
—Ya, no escatimamos en gastos.
Un piloto rojo se encendió en el lateral de las cámaras, y Frank se situó ante ellas en el momento que empezó a sonar Heretic Channel, de Messer Chups.
—¡Bienvenidos de nuevo a otra edición de Visitante humano! Esta noche retransmitimos desde España, donde nunca se pone el sol; o eso nos gustaría, eh, porque es difícil que a uno le tomen en serio cuando sus… singularidades se ven con claridad. No digamos si eres de esos desgraciados que les da por arder si les caza el día, ¡qué horror!
»Hoy ha venido a divertirse con nosotros… ¡Sheila Martínez!, una chica valiente que afrontará las duras e interesantes pruebas que siempre proponemos.
El público aplaudió y rugió, enfervorizado. Un monstruo peludo alzó sus garras y las agitó desde la última fila, derramando el refresco de la momia que se sentaba al lado; por suerte no hubo represalias.
—Pero dejemos que venga antes nuestro primer invitado especial: el increíble, fuerte, colmilludo y, sobre todo, feroz… ¡hombre lobo!
Se abrió un raído telón y apareció un lobo antropomorfo que babeaba profusamente, lo cual hizo que Sheila hiciese un gesto de asco. Por suerte para ella, se puso en el atril del otro extremo, porque agitó la cabeza y las babas salieron despedidas a su alrededor. Iba con un traje arrugado e hinchado, pues debía refrenar una buena cantidad de pelo y músculos.
—¿Puedo saludar? —gruñó.
—Por supuesto —respondió Frank.
—Saludo a las brujas del pantano, que me ayudaron la semana pasada con una pata rota, y a la mujer loba, que me ve desde la madriguera.
Sonriendo, Frank asintió con la cabeza.
—Perfecto, ahora responde a la pregunta que tus seguidores de Infranet me han hecho muchas veces: ¿eres un hombre que se convirtió en lobo o viceversa?
—Lo siento, no hablo de mi pasado.
—Lástima, pero lo comprendo: a mí tampoco me gusta recordar el mío. Pues… sin más dilación… ¡que venga el siguiente invitado! Se trata de alguien conocido en todo el globo; alguien con clase, sediento, artero. Sí, lo han adivinado: ¡el conde Drácula!
Un murciélago se posó en el atril central y fue ocultado por una explosión de humo; luego un hombre de aspecto macilento apareció en su lugar. Llevaba el pelo repeinado hacia atrás, y una larga capa cubría la mayor parte de su oscuro atuendo atávico. Sheila, al verlo, recordó al clásico mago que sacaba conejos de la chistera. En principio, le resultó más agradable que el lobo; pero cambió de opinión cuando le dedicó una siniestra y fugaz sonrisa acompañada de una sutil reverencia. Pudo sentir una avidez inquietante en ese gesto, como si quisiese devorarla ahí mismo.
—El conde, además, ha venido con sus encantadoras mujeres —dijo Frank.
Una cámara enfocó a las chicas que habían preparado a Sheila, y estas saludaron con la mano. Frank continuó:
—Gracias por estar aquí con nosotros, señor conde. Si le digo la verdad, pensé que iba a rehusar mi ofrecimiento.
—Toda ayuda es poca para los hijos de la noche. Es un honor encontrarme en el canal preferido del submundo.
—Vaya, gracias. Espero que se divierta con… ¡la prueba acuática!
Tres focos iluminaron un trío de enormes acuarios que antes estaban ocultos en la sombra. Dentro de cada uno había un escualo dando vueltas con parsimonia. A Sheila le pareció que estaban enfermos, porque tenían la piel de un inusual color verduzco.
—Estos resistentes tiburones zombi son inmunes al dolor y muerden con mayor fuerza que uno auténtico —explicó Frank, entusiasmado—. ¿Podrán los concursantes coger la perla que hay en el fondo de los acuarios y escapar indemnes? Hombre lobo, su turno.
El hombre lobo corrió ágilmente hacia un acuario y saltó en su interior. El tiburón reaccionó con velocidad, abriendo su mandíbula e intentando atrapar las piernas del intruso; sin embargo, este demostró ser un nadador impresionante y fue capaz de hacerse con la perla y huir por los pelos.
—Qué espectáculo —exclamó Frank, rodeado de aplausos y vítores—. Ahora esa valiosa perla le pertenece. ¿Podrá el conde repetir la hazaña?
Drácula, que había contemplado la escena con ostensible apatía, encogió los hombros y se acercó al acuario. Después recitó un vetusto conjuro con el que tomó control absoluto del tiburón.
—Me temo que se han olvidado de mis artes nigrománticas —dijo a la cámara que le tomaba un primer plano—. Y pueden quedarse el premio; no pienso mojar mi atuendo.
—Bueno, siempre es interesante ver esos hechizos tan curiosos —dijo Frank, desilusionado—. En fin, eh, ¡ahora es el turno de nuestra visitante humana! ¿Podrá ella, sin ninguna habilidad excepcional, conseguir la perla? Antes de que se lance a la muer… aventura, cuéntenos, ¿a qué se dedica? ¿Cuáles son sus motivaciones?
—Soy cajera de supermercado y quiero dejar de serlo.
—Simple y directo, amigos. La trágica historia de una empleada esclavizada que busca sus sueños. Ve y consíguelos; están al alcance de tu mano, a un paso, ánimo.
Por supuesto, Sheila tuvo dudas; pero sospechaba que podría tratarse de una prueba de valor: quizá ese tiburón fuese un robot teledirigido y no le haría nada. Aunque era muy grande…
Se acercó al acuario despacio, pasito a pasito, y se asió a la escalera que le habían colocado. Estaba a punto de arrojarse al agua cuando Drácula, indignado, se quejó:
—No esperaba este tipo de basura, Frank; ¿en qué momento empezaste a venderte así por la audiencia?
Frank carraspeó antes de responder.
—Qué ocurre, amigo; es lo que se demanda. Lo sabes tan bien como yo.
—Ya veo que no has aprendido nada de tus experiencias. Estoy decepcionado, Frank. No mereces llevar el nombre de tu creador. —Avanzó con una rapidez sobrenatural hasta donde estaba Sheila, que descendía por la escalera, la dejó inconsciente con un simple gesto y la sujetó.
Al verlo, Frank dio un puñetazo al atril del conde y lo partió en dos.
—Sé lo que pretendes, vampiro. Déjala donde está.
—Detenme si puedes.
El conde chasqueó los dedos y los focos estallaron. De repente, todo se sumió en oscuridad y caos. El público, ávido de sangre, invadió el plató y comenzó a destrozar lo que encontraba a su paso. Los gritos de Frank se escuchaban débilmente entre la algarabía: «Me has traicionado, me has traicionado…».
Por suerte para Sheila, fue llevada de nuevo a su piso, donde estuvo durmiendo unas cuantas horas. Lo primero que vio al despertar fue al conde, que estaba de pie en una esquina sombría, contemplándola con fijeza. Pensó que debería hallarse atemorizada; pero se sentía bien, incluso le dejó de doler la muela que iba a sacarse.
—¿Cómo supo dónde vivo? —inquirió.
—Mis doncellas me lo dijeron.
—¿Y el concurso? ¿Estaba amañado?
—El concurso es abyecto, pequeña. Será mejor para ti que lo olvides. —Hizo una mueca de disgusto y negó con la cabeza—. Diantre, ojalá no hubiese aceptado ir.
—Vaya, me habría gustado ganar algo. Mi vida es un asco.
—¿Qué? Pero si…
Le interrumpió un estrépito que vino del exterior, de la entrada principal. Segundos después, la puerta del dormitorio fue derribada por una manaza cubierta de cicatrices.
—Asqueroso chupasangre, ¿pensabas que no iba a buscarte? —exclamó Frank, iracundo—. Has estropeado el programa.
—Discrepamos: yo creo que lo mejoré.
Sheila, que veía todo eso desde la cama, se horrorizó al ver esa demostración de fuerza, porque comenzaba a aceptar que aquellas personas no usaban disfraces. Aun así, continuaba sintiéndose tranquila.
Frank levantó un puño, dispuesto a hacer pedazos la cara de Drácula, y este, lejos de intimidarse, ni siquiera se movió. Esa impavidez hizo que el golpe no llegase a producirse, pues le confundió que alguien reaccionase de esa forma.
—¿Vas a permitir que te destroce?
—Adelante, pero sabes que no tienes ninguna oportunidad contra mí.
Ambos se quedaron mirándose durante un buen rato; eran una bomba a punto de estallar. Sin embargo, la tensión se acabó cuando aparecieron las mujeres de Drácula y se recostaron junto a Sheila. También llegó el hombre lobo, atraído por el olor a bronca entre celebridades, y se sentó en un rincón mientras le daba sorbos a un refresco con pajita.
—Yo apuesto por el grande —dijo.
Sheila decidió que ya estaba bien, que acababan de estropear su piso y no se libraría de volver al trabajo, que, en suma, la habían hartado. Le importaba un pimiento quiénes fuesen aquellos indeseables. Se puso de pie sobre la cama y gritó:
—¡Fuera de aquí! ¡Ahora!
Todos enmudecieron, mirándola con abatimiento. El hombre lobo se largó a hurtadillas, asustado, y Frank salió de allí caminando hacia atrás.
—Qué maleducada —dijo una de las mujeres, marchándose.
—Sigue siendo maleducada, sí —dijo otra, siguiendo a la anterior.
—Os doy la razón —dijo la tercera—. Mira, niña, desconozco tus problemas; pero ese de ahí, el de la capa, te dio un premio que los ha solucionado, seguro. —Dejó un pequeño espejo ovalado junto a ella y se fue.
Sheila lo cogió, ofuscada, y se percató de que no se reflejaba en él.
—Lo siento —dijo Drácula antes de irse—. No pude resistirme…
Al quedarse sola, se palpó el cuello y notó un par de pequeñas heridas. Tras unos momentos en los que su mente bulló sumergida en dudas y temores, una amplia sonrisa se dibujó en su faz: al fin y al cabo, acababa de conseguir lo que buscaba.
Entonces, con su andar característico, entró el hombre achaparrado que la guió en la fábrica.
—Soy el último mono y no me explican nada —refunfuñó—. Ve allí, cuida de la chica, haz esto, lo otro. Supongo que se habrá puesto enferma, normal, con esas compañías. Le abriré la ventana para que le dé la luz mañanera y se sienta mejor. Eso le gusta a los humanos.
—¡No! Espe…
Relato admitido a concurso.