Desperté de golpe, con la sensación de haber sido sacudido con fuerza. Percibí que me hallaba acostado boca arriba sobre una superficie dura y también me pareció que me encontraba desnudo por completo. Notaba la cabeza como si la hubiera tenido sumergida en el agua y me faltara la respiración, por lo que boqueé varias veces en busca de aire. Mis sentidos estaban embotados, de modo que mi visión, por ejemplo, era casi nula, apenas distinguía sombras y poco más. Los sonidos llegaban amortiguados a mis oídos y daban la impresión de tener que atravesar capas y capas de algún material que los retuviera, de modo que no eran más que un sordo rumor lejano. No me llegaba olor alguno a la nariz, lo cual podría parecer normal, pero era más bien como si la tuviera «apagada», inservible. Sentía la lengua dormida, reseca e hinchada y la boca parecía demasiado pequeña para contenerla; además, un sabor desconocido y repugnante se había adueñado de ella. Por lo visto el sentido del gusto era el que mejor funcionaba, para mi desgracia. Desde la garganta me llegaba la sensación de que allí se alojaba un puñado de arena y tuve que toser con violencia para lograr por fin respirar con normalidad. Me invadía un cansancio extremo y a punto estuve de cerrar los ojos y dejarme llevar al sueño del que me habían arrancado.
Presté atención a mis sensaciones táctiles y una extrañeza abrumadora me invadió al hacerlo. Moví los dedos y me palpé las piernas desnudas con ellos. No sé cómo describir lo que sentí. Parecía haber una desconexión entre esas partes de mi cuerpo, como si se estuvieran tocando dos personas distintas. Y ninguna de ellas era yo.
Los dedos no reconocían esas piernas. Pero es que esas piernas tampoco reconocían esos dedos. La información que llegaba a mi cerebro era tan confusa que por un momento sentí una enorme sorpresa, que poco a poco navegaba sobre las aguas del auténtico miedo. ¿Qué me pasaba? Nunca había sentido algo tan extraño y la palabra ajeno destellaba en mi mente como llamaradas de una hoguera avivadas por el viento.
Con una de las manos me palpé el otro brazo y la otra mano. Lo mismo; no había reconocimiento entre ellos. Desconexión absoluta, como si fueran trozos de otras personas. Y sin embargo, era yo, ¿no? Tenía que ser yo.
Llevado por una súbita intuición, procedí a palpar mi pecho, mi cuello y mi cara. La consternación por lo que descubrí en aquella exploración me dejó sin aliento: yo no era yo, no había nada reconocible en toda mi anatomía. Y en el caso de que fuera yo, estaba claro que debía haber sufrido alguna clase de brutal accidente, pues el que debía ser mi cuerpo se hallaba repleto de costuras y remiendos que yo acariciaba con suma cautela con aquellos dedos que no sentía como míos. No tengo conocimientos de medicina, pero no hacía falta ser médico para saber que todas esas suturas correspondían con grandes y severas heridas.
De pronto caí en la cuenta de algo: la temperatura de mi cuerpo era muy baja, fría como si me hubieran tenido a la intemperie en pleno invierno, aunque yo en esos momentos no sentía frío alguno. Otro dato más que añadir a todos los datos extraños que no cuadraban allí.
Poco a poco mi visión se fue aclarando y pude distinguir un techo altísimo del que pendía lo que me pareció ser una enorme lámpara de araña que iluminaba con infinidad de velas la estancia en la que me hallaba. Si aquello era un hospital, era el más raro de todos. Parpadeé varias veces y entonces conseguí ver con nitidez. Justo en ese momento mis oídos despertaron del todo y fue como el plop que produce el corcho de una botella de champán al ser abierta. El rumor de fondo que había escuchado desde que desperté se convirtió en una voz masculina que me preguntaba cosas sin cesar y en su tono se hacía palpable una sensación de interés, urgencia y también cierta euforia.
–¿Puedes ver? ¿Me oyes? ¿Me puedes decir algo? ¿Recuerdas tu nombre?
Esa última pregunta fue como un lanzazo. No recordaba cómo me llamaba y mis recuerdos eran una maraña densa y revuelta donde no había nada que extraer con algo de sentido.
Con un esfuerzo sobrehumano me incorporé y me quedé sentado. Giré el cuello con dificultad y me enfrenté al rostro del desconocido que me hablaba. Se trataba de un hombre que no aparentaba más de cuarenta años. Muy delgado, alto y vestido por completo con ropas de color negro que le conferían cierto aspecto siniestro. El rostro era anguloso y huesudo. Sus cabellos oscuros, largos y alborotados, dejaban al descubierto una frente amplia que denotaba inteligencia. Me miraba con una expresión de enorme satisfacción y sonreía de manera abierta, con una sonrisa triunfal que le llenaba la cara. Era la sonrisa de un lunático, de un demente, y el brillo insano de sus ojos negros me confirmó aquellos pensamientos.
Me giré a mi derecha y vi una misteriosa máquina cuya función me era desconocida. De ella partía una especie de tubería metálica o algo parecido, del grosor de un dedo, que alcanzaba hasta donde yo me hallaba y trepaba por mi espalda, donde lo perdía de vista. De pronto fui consciente de que no me había palpado la cabeza. Lo hice enseguida y descubrí con horror que mi cráneo estaba rasurado y que adherido a él, aunque por alguna razón yo no lo percibía, tenía algo parecido a una corona metálica de la que partían delgados alambres que se incrustaban en el hueso y penetraban en... ¿en mi cerebro?
–No, no, no, no –dijo el desconocido con cierta alarma y se acercó con rapidez hasta mí para detener mis movimientos–. No toques eso, por favor. Podrías arrancártelo sin querer y entonces morirías sin remedio. Debo hacerlo yo y con mucho cuidado.
Le dejé hacer a él, pues quería verme libre cuanto antes de aquel artilugio que me conectaba a la máquina desconocida. Durante unos minutos que transcurrieron en silencio mientras yo me hacía un millón de preguntas, sus dedos largos y hábiles manipularon el artefacto que tenía en la cabeza, Al despegarlo de ella sentí como si me destapara la parte superior del cráneo y di un respingo causado por el dolor.
–Tranquilo, ya casi está –dijo en tomo calmado–. Sé que es doloroso, pero acabaré en menos de cinco segundos. Ten paciencia.
Cumplió lo dicho y al momento dio un tirón al último de los alambres y me vi liberado. Entonces me desmayé y volví a quedar tendido.
Cuando volví en mí había recuperado la memoria. Pero mis recuerdos, lejos de ser tranquilizadores, me resultaron perturbadores. ¡Yo había muerto! ¡Era imposible que estuviera allí!
Recordaba el día de mi muerte con toda claridad. Fue un miércoles de abril, frío, lluvioso y desapacible. Estaba de regreso a mi casa tras una jornada de trabajo, a punto de cruzar una avenida, cuando un coche tirado por dos caballos se me echó encima de repente y me aplastó. Sentí el crujido de mis costillas, la explosión de dolor en mi tórax y algo líquido y cálido que escapaba de mí. Después todo fue oscuridad y vacío. Hasta ahora.
Al ver que había abierto los ojos, aquel hombre extraño se acercó a mí.
–¿Te encuentras bien? –me preguntó muy preocupado–. Te has desmayado y por un momento pensé que habías muerto. Me has dado un susto enorme.
–Ya estoy muerto –contesté con una voz ronca y extraña que no concordaba en absoluto con la que yo tenía en vida.
Él me miró con expresión muy seria, pero no dijo una palabra.
–Me llamo Cristian Werner y era abogado en un bufete –continué–. Tengo veintinueve años y estaba casado con una maravillosa y hermosa mujer llamada Gabriela. Morí en la calle, atropellado por un carruaje bajo la lluvia. Y ahora, señor –le dije haciendo énfasis en esa última palabra–, me gustaría saber cómo es posible que esté aquí hablando con usted y qué ha ocurrido con mi cuerpo.
En lugar de contestarme me alcanzó algo parecido a una sábana de color blanco para que cubriera mi desnudez, pero la rechacé y me puse en pie para contemplarme. Lo que vieron mis ojos me lleno de espanto.
–¡Un espejo! –grité alarmado–. ¡Necesito un espejo ahora mismo!
–No te inquietes. –Intentó tranquilizarme él–. Allí al fondo hay un espejo donde podrás mirarte, pero cálmate, por favor.
Me dirigí hacia él algo tambaleante, pues el esfuerzo de levantarme me había provocado un pequeño mareo. Llegué hasta el espejo, tan grande que ocupaba toda una pared, y allí clavé la mirada en mi reflejo.
Lo que pude contemplar resultaba tan descorazonador que prorrumpí en llanto sin poder evitarlo. Gruesas y repugnantes líneas rojizas como lombrices hinchadas atravesaban mi cuerpo por doquier, allí donde el bisturí había hecho su actuación. Mi rostro... mentira, ese rostro, me resultaba ajeno, tan distinto al mío como el día lo es a la noche. No había en él ningún rasgo que me resultara familiar. Observé con perplejidad que mis extremidades tenían diferentes grosores, así como diferentes tonalidades de piel, algo que también ocurría con el tronco y la cabeza, que no parecían concordar en absoluto en cuanto a su color. Me fijé en que otra línea rojiza bordeaba todo el cuero cabelludo y actuaba de frontera entre la cara y el cráneo rapado. Una idea se abrió paso de repente dentro de mí, tan aberrante que no podía ser cierta: estaba compuesto de partes de diferentes cuerpos y el cerebro era lo único que me pertenecía.
–¿Qué soy? –pregunté con la voz rota–. ¿Qué... qué es esto? –interrogué a la vez que hacía un gesto con ambas manos con el que me señalaba desde la cabeza a los pies.
–Eres la culminación de un sueño –respondió a mis espaldas una voz henchida de orgullo.
Era el desconocido, que se había acercado hasta mí mientras yo me contemplaba con horrible fascinación. Hablaba mientras caminaba con las manos a la espalda, como si estuviera impartiendo una lección en un aula.
–Me llamo Víctor Frankenstein, soy doctor en Medicina y tú eres el resultado de más de doce años de experimentos en los cuales he querido demostrar que es posible crear un ser humano diferente y dotarlo de vida. Tú eres la demostración palpable de mi teoría. Eres mi creación más perfecta y sublime. Eres hermoso.
–¡¿Hermoso?! –pregunté con rabia mientras me giraba hacia él–. Obsérveme bien, doctor. Me ha convertido en un monstruo, un ser grotesco creado a base de unir partes arrancadas a otros cadáveres. Estoy en lo cierto, ¿verdad?
Su silencio se convirtió en una respuesta afirmativa a mi pregunta.
–No soy más que una abominación, un aborrecible engendro, una obscena y cruel broma –concluí.
–Estás equivocado, Cristian –negó él con vehemencia–. Eres la prueba viviente de que el hombre, si se lo propone, es capaz de llegar a ser como un dios creador.
Escuché aquellas palabras con profunda perplejidad e indignación.
–Está usted completamente loco, doctor Frankenstein. ¿Se cree acaso un dios? ¿Se trata de eso? Pues permítame decirle que no hay nada divino en lo que usted ha hecho; yo más bien lo encuentro algo diabólico.
Esperé a ver el efecto que mis palabras producían en él y cuando vi la sorpresa en sus ojos, pues al parecer no esperaba esa reacción por parte de su «criatura», lo rematé.
–Y puesto que se trata de algo diabólico, voy a destruir su obra.
Sin darle tiempo a reaccionar, salí por una puerta cercana que se hallaba a mi izquierda y por la cual se veían unas escaleras que permitían ascender a un nivel superior.
–¡No! –exclamó el doctor cuando adivinó mis intenciones.
Cerré la puerta tras de mí para cortarle el paso, al menos por unos segundos. El mareo de antes había remitido y me encontraba mucho mejor, por lo que subí los escalones con bastante soltura, aunque aquel cuerpo remendado costaba de manejar. Continué subiendo las escaleras, seguido muy de cerca por el doctor Frankenstein, que había traspasado ya la puerta e intentaba ganar terreno mientras trataba en vano de hacerme cambiar de idea con ruegos y súplicas. Aunque yo no conocía aquel lugar no me importaba y proseguí mi ascenso; se trataba de llegar a un lugar lo más alto posible.
En un momento dado llegué ante una gruesa puerta de madera con remaches metálicos y con una llave enorme insertada en el ojo de la cerradura. Una puerta muy antigua, sin duda. La abrí sin excesivos problemas y salí al exterior. A pesar de que era de noche había cierta claridad debido a la luna, que se redondeaba casi por completo para alcanzar su fase llena, y pude comprobar con sorpresa que me hallaba en una de las almenas de un castillo situado en la cima de una montaña. El viento allí arriba batía con fuerza y castigaba mi cuerpo desnudo, por lo que comencé a tiritar casi de inmediato. Me acerqué hasta uno de los muros que daban forma a la almena y me subí a él. Miré hacia abajo y pude vislumbrar un fondo pedregoso, con grupos de rocas afiladas que parecían reclamar mi presencia. La caída por el precipicio era de más de cien metros y debía ser mortal de necesidad. Esperaba que así fuera.
Por un instante me asaltó el recuerdo de mi mujer y me dejé llevar por pensamientos egoístas. Añoraba a mi hermosa Gabriela y hubiera dado cualquier cosa por verla, por lo que llegué a pensar en echarme atrás y fantaseé con la idea de ir a visitarla en un día no demasiado lejano. ¿Pero qué conseguiría con eso? Satisfacer mis deseos, nada más. A cambio le provocaría a ella un trastorno de dimensiones inimaginables. Recreaba en mi cabeza la escena y veía su dulce rostro con expresión de horror y asco al contemplar a esa cosa, ese monstruo deforme que aseguraría ser su marido muerto, y se me revolvía el estómago.
Ni hablar. Por nada del mundo le causaría el menor daño a Gabriela. Debía dejarla vivir su propia vida y que encontrara la felicidad que ahora se le había negado con mi trágica muerte. Sin ella mi existencia carecía de sentido, nada importaba y ya nada me ataba a este mundo. Yo era un ser que nunca debió haber visto la luz, algo que desafiaba las leyes de la Naturaleza, que iba incluso, o así lo creía yo, contra la voluntad de Dios. La decisión estaba tomada. Volví a asomarme al abismo y escuché a las piedras pronunciar mi nombre.
Víctor Frankenstein apareció en ese momento en la almena, muy nervioso y alterado, y yo me giré hacia él. El viento alborotaba su cabello y le confería más aspecto de loco todavía. Al verme allí subido me suplicó horrorizado que no lo hiciera, que yo era como un hijo para él, que debía creerle.
–Eres único en el mundo –me dijo, y pude percibir una fascinación demente en su voz.
En respuesta bajé la vista y contemplé mi horrible desnudez, todas aquellas espantosas suturas, aquellos miembros desiguales extraídos de otras personas. Me palpé el cráneo y pude percibir las punciones provocadas por los alambres de la corona. Después lo miré a la cara con esos ojos que no me pertenecían y negué con la cabeza.
–No soy más que un monstruo que debe morir –sentencié.
–¡¡Maldito estúpido!! –vociferó de pronto en un repentino estallido de furia–. ¡¿Es que no comprendes lo afortunado que eres?! ¡¿Acaso no ves que disfrutas de algo único?! ¡Tienes una segunda oportunidad! ¡Yo –al decirlo se golpeó el pecho con el puño– te he dado una segunda oportunidad! ¡Te he dado una nueva vida, maldita sea!
La locura relampagueaba en sus ojos al pronunciar aquellas palabras.
Me habría gustado que el doctor comprendiera lo perturbador y desestabilizador que había sido para mí encontrarme de pronto en otro cuerpo que no era el mío. Y con más motivo aún al descubrir que en realidad era un engendro compuesto de partes ensambladas procedentes de diferentes cadáveres. Era algo que me conduciría a la locura si lo dejara perdurar en el tiempo; lo sabía con total certeza.
Con aquella boca que tampoco era mía dibujé una sonrisa triste y cansada; la sonrisa de alguien que ya no tiene motivos por los que vivir.
–Hay una cosa en la que usted no pensó, doctor –dije mientras sentía un cansancio infinito que se apoderaba de mí de repente–: que tal vez su creación no quisiera cumplir su sueño.
Le di la espalda y me enfrenté de nuevo al abismo. La luna parecía expectante. Las rocas del fondo susurraban mi nombre sin cesar y pensé que era hora de acudir a su llamada. Cerré los ojos e invoqué en mi mente de nuevo el recuerdo de Gabriela. Entonces giré la cabeza hacia Frankenstein, que volvió a suplicarme que me detuviera, y pronuncié las que serían mis últimas palabras en este mundo.
–Yo no pedí una segunda oportunidad, Víctor. No quiero esta vida.
Relato admitido a concurso.
¿En qué puedo ayudarte?