El último whiskey.
Mmmm… ¡este whiskey de verdad está bueno!; fue un acierto guardarlo para una fecha especial. ¡De verdad es digno de ser la última bebida que alguien vaya a tomar!
Casi que puedo ver el desconcierto de los que se van a enterar mañana. Al fin y al cabo, ¿quién se suicida en el mismo día que el presidente lo invita a la casa blanca para darle la medalla presidencial de la libertad?
Visto de afuera casi que parece una locura… Lo que demuestra que es imposible conocer el universo dentro de cada hombre. Hay tantos mundos dentro del mundo como personas que se despiertan cada mañana. ¡Que ínfimo es el puente que tiende la realidad para que podamos conocer a los otros!
Van a ver las fotos de hoy. Todos nuestros trajes sin una arruga. Con el pelo engominado y perfectamente peinados. Con las corbatas, galones dorados y medallas de los asistentes brillando bajo las luces de las arañas de cristal. Cada uno con nuestras esposas y nuestras mejores sonrisas para las cámaras. Apretando manos, haciendo chistes, celebrando nuestra victoria. Celebrando el águila de la paz, que llevó la libertad sobre las víboras nazis. El águila de la paz, bañada en la sangre de los civiles, mientras ellos ponen los ojos en el sol de la victoria, que les encandila la conciencia.
Que curiosa que es la vida... Si vos no hubieras sido profesor de literatura, papá, y si no hubieras tenido la costumbre de leerme ciencia ficción cuando era niño, capaz nunca habría encontrado ese amor por la física. Esa fe ciega, que el mundo está para ser descubierto, que tenemos la posibilidad- ¡y casi que obligación! – de llevar el saber, el conocimiento, hasta sus últimas consecuencias. La ciencia es la que nos lleva a avanzar como especie, a dominar el mundo, a encontrar los secretos últimos. Y a la vez esta convicción, y mi propia ceguera, son las que me traen hoy hasta acá. A que hayan 225000 personas menos en el mundo gracias, en buena parte, a mí. A que hagan meses enteros en que no puedo dormir. A tener la pistola cargada encima del escritorio.
Capaz si vos hubieras sido panadero, o albañil o plomero… quizás yo ahora sería menos reconocido, menos rico; más ignorante y más inconsciente; pero podría cerrar los ojos en la noche y no soñar con niños corriendo mientras se vuelven polvo. Con mujeres aplastadas por los escombros de la ola expansiva. Con caras purulentas que agonizan por días en un hospital improvisado; a sabiendas que no tienen ninguna posibilidad, salvo desear que la muerte les llegue cuanto antes.
Si todo hubiera sido distinto… pero no fue. Gracias a vos papá, aprendí de Julio Verne, de Mary Shelly, de Wells y de tantos otros ese amor por la ciencia y por el estudio. Esa posibilidad que da el conocimiento de ver lugares lejanos, de viajar en el tiempo, de lograr cosas más allá de la imaginación.
Y así elegí la física en secundaria, y con ella vinieron las olimpiadas de matemáticas, los clubes de ciencia y de ajedrez y los experimentos con los amigos después de clases. Vinieron también las menciones en los programas estatales, y sin ser del todo consciente ya me estaba abriendo las puertas a las mejores universidades.
Después de los reconocimientos que se fueron acumulando, llegaron las propuestas de becas y con ellas, Berkeley. Todavía me acuerdo del primer día que pisé el campus. El orgullo de sentirme rodeado de los principales cerebros del mundo, y con la única intención de aprender de ellos y de estudiarlos, para confirmarlos o contradecirlos, según dictara la realidad contra la hipótesis, según dijeran los experimentos contra las técnicas obsoletas.
Apareció el profesor Oppenheimer con sus clases de Física Teórica. Me acuerdo que lo primero que pensé al verlo en la clase fue “¡que imbécil tan pedante!”. ¡Y lo es!, pero con razón. Siendo uno de los 5 hombres en el mundo que mejor comprende el Universo y las leyes que lo rigen ¿cómo no serlo?
Después todo fue una vorágine de velocidad. Sus clases, los meses sin dormir haciendo el trabajo final –aprobado con B (siendo la nota más alta que el llegara a poner en la historia de su cátedra) – el té luego del fin de curso, la propuesta de convertirme en su asistente de cátedra, comenzar a trabajar juntos… Años que se fueron en lo que bien pudieron ser algunos días.
Así pasaron mis tesis y mis PHDs sobre física teórica y física matemática que me dejaron poder ponerme al frente de la misma cátedra en la que unos años antes había comenzado mi carrera docente en la Universidad.
En fin… ¿Quién hubiera dicho que cada una de esas acciones me llevarían a donde estoy hoy? ¿De qué sirve el saber cómo se mueve el universo, si seguimos siendo humanos, y tenemos que lidiar a cada minuto con nuestra consciencia? ¿Cómo se puede intentar descifrar los misterios que se esconden en las galaxias, que no es otra forma de decir “entre los átomos”, si no podemos dejar de maldecir nuestros propios descubrimientos, nuestros propios hallazgos?
Me acuerdo aquella tarde cuando Oppenheimer vino a la Universidad, acompañado del General Groves para informarme que le habían pedido que participara de un proyecto científico clasificado. “Todo lo que diremos a continuación tiene carácter de Secreto de Estado, es Top Secret” me acuerdo me dijo antes de contarme. ”El gobierno está formando un grupo de científicos para el desarrollo de una bomba nuclear”. Me dijo que le habían pedido encargarse de la coordinación científica del proyecto donde no se contaría con ninguna restricción presupuestal. “Es una oportunidad única para que podamos ahondar lo máximo posible en algunas de las teorías que recién se han planteado en el universo académico”. No faltó mucho más para convencerme.
Me citaron después al centro militar de de los Alamos y ahí empezamos a trabajar con el resto del grupo. Eramos un grupo pequeño – pero sabía que habían otros grupos por el resto del país haciendo investigaciones complementarias, a la misma vez, pero todos bajo la coordinación de Oppenheimer. Nos dieron un compendio de documentos, teorías, experimentos y tesis, y nos dijeron que debíamos comenzar a trabajar de inmediato con la mayor urgencia.
El lugar era maravilloso para trabajar, cada uno tenía su estudio, con una sala grupal donde teníamos las reuniones. Las computadoras eran de última generación pudiendo desarrollar formulas y simulaciones en tiempos sorprendentes. Las oficinas estaban rodeadas de áreas verdes hasta donde llegaba la vista. No había nadie en los alrededores por lo que la concentración, el secretismo y la seguridad eran extremas.
Así comenzamos a trabajar. Jornadas que parecían eternas, con pocas horas de sueño y demasiadas horas de lectura, de fórmulas, de elaboración de modelos que fallaban y que había que volver a elaborar. Frustración tras frustración, discusión tras discusión. Los primeros meses parecía que no avanzábamos hacia ningún lado. Pero al cabo de tres meses, el grupo empezó a tomar otra dinámica y parecía que aunque fuera de manera frágil y lenta estábamos acercándonos por la vía de pequeños aciertos hacia algún sitio. Era como el hecho de subir una escalera en la oscuridad, sin siquiera saber cuántos escalones hay que trepar hasta el final. Cada tanto uno resbalaba y caía teniendo que retomar la ascensión desde varios escalones debajo; pero el hecho de estar trabajando con la élite científica era un elemento de motivación constante.
Pero todo se dificultó al llegar a “al muro”. Me acuerdo que fue Feynman quien lo llamó así por primera vez. Hacía más de 1 año que estábamos trabajando juntos y habíamos avanzado mucho. Podíamos sentir ya a esa altura que nuestro objetivo estaba muy cerca, pero aún teníamos una parte de la ecuación que nos era imposible resolver.
Para ese entonces nos era claro que estábamos desarrollando la bomba con mayor capacidad de destrucción que se había visto hasta entonces en la tierra. ¿Cómo hacer para poder sintetizarlo en un aparato balístico que pudiera darnos una ventaja clara sobre los nazis para poder poner fin a la guerra?
Estuvimos trabajando en esto cerca de un mes entero. Ya era junio y no encontrábamos la solución para este problema. Yo había dejado casi de dormir. Me había obsesionado con encontrar la solución y me estaba frustrando. Así que como válvula de escape volví, como hacía habitualmente, sobre unos de los clásicos que me habían llevado a amar la ciencia.
Volver a leer Frankestein siempre me produce los mismos escalofríos, la misma angustia, la misma adrenalina; pero sobre todo admiración. Esa admiración por quien está entregado en cuerpo y alma a la ciencia y al conocimiento. Y eso obraba siempre en mí como un motivador, como un ejemplo al cual imitar, sabiendo que no existen los monstruos, sino que en el mundo real solamente quedará el placer de la superación científica.
Releer Frankestein rejuveneció mi entusiasmo y energía sobre la propia investigación. ¡Ojalá pudiera ahora volver atrás! Que equivocado estaba sobre la existencia de los monstruos! Estos no solo existen, sino que además están escondidos bajo piel de humano.
Fue así que una noche, volviendo sobre los apuntes, a medio camino entre el estudio, el sueño y la fantasía, se me ocurrió la idea de que por medio de explosivos convencionales podíamos dispararle Uranio Enriquecido al Uranio 235. Esta idea sería la llave para que se pudiera abrir la cerradura que nos permitiera llegar a nuestro destino. ¡Ojala nunca la hubiera tenido!
Luego de eso perdimos el control. Todo pasó a quedar en la órbita y decisiones de los militares; y todo nuestro trabajo fue utilizado según las medidas y conveniencias que a ellos les parecieran pertinentes.
Algunas semanas después de aquella noche de desvelo revelador se estaba aprobando el proyecto Trinity; el cual sería ejecutado una semana después. La prueba de ese 16 de julio fue un éxito, se dio incluso mejor que lo esperado. ¡Fue sorprendente ver esa columna de humo. No solo por el paso que estábamos dando para ganar la guerra, sino que también para el futuro de la física!
Pero poco nos duró la alegría. Así como le pasó al Dr. Frankestein, nos dimos cuenta de lo que habíamos hecho sólo después de que lo habíamos creado. Me enteré al poco tiempo que el Dr. Franck y otros estaban haciendo un informe para evitar la utilización de la bomba en objetivo militar alguno, y por supuesto adherí a la iniciativa. Pero ya era tarde. Todo intento para detener lo que habíamos logrado era inútil.
Apenas y tengo recuerdo de los días cuando vi la imagen de las bombas caer sobre Nagasaki e Hiroshima. A veces creo que las imágenes salen de un sueño que tuve despierto en alguna de las tantas noches que pasé sin dormir. Parecen ajenas a la realidad, como inventadas por mí; salidas de mi peor pesadilla.
¡Todavía no puedo creer que estos cerdos tomaron esas bombas y fueran capaces de lanzarlas sobre civiles! ¿Cómo pueden dormir ellos en la noche? Yo no puedo hacerlo desde entonces. ¿Cómo pueden seguir respirando, sonriendo, comiendo? ¿Cómo hacen para seguir viviendo, a sabiendas de los miles y miles de mujeres, hombres y niños que ya no están porque ellos tomaron esa decisión?
Yo ya no puedo hacer esas cosas como antes. Ni sonreír, ni comer, ni vivir ¿Cómo podría hacerlo, cuando yo también soy tan responsable por esa monstruosidad? ¡Por haber logrado esa maldita formula de muerte y sufrimiento!
Como el Dr. Frankenstein, tampoco yo pude ver el sufrimiento que estaba saliendo desde mis manos. ¡Como poder pensar que estos monstruos tirarían esas bombas sobre ciudades! Y a la vez, yo soy también parte del mismo monstruo. Dando todo de mí para esa muerte. Así como uno de los brazos atados al resto del cuerpo amarillento y venoso del engendro de Mary Shelly, así también yo soy parte de este monstruo que carga sobre su espalda con la vida de miles de muertos.
Pero a diferencia del Dr. Frankestein, que con la carga del dolor y la culpa buscaba su redención en la caza del monstruo; yo no tengo a quien cazar. Mi creación es un monstruo, en manos de otros monstruos que no conocen la culpa. Yo no puedo cazarlos. No tengo redención posible. No importa si me llaman mil veces para convencerme del alto favor que le hice a la patria, ni si hacen desfiles o se me realizan los más altos reconocimientos académicos.
¿De qué sirve todo eso cuando uno está solo en la oscuridad de su habitación? Cuando debes conciliar el sueño y solo puedes ver, como conclusión de todos tus años de estudio, la muerte de personas que nunca tuvieron siquiera idea de tu existencia en el otro lado del planeta. ¿Que podría saber una maestra, un mecánico o un pescador japonés que yo, mientras crecía estudiaba y vivía, engendraba en mi mente la fórmula para terminar con sus vidas en un segundo? ¿Cómo poder alcanzar algo de paz, cuando eres parte de esa muerte que los ha ido a buscar?
Yo no tengo otra alternativa. Yo no puedo ir a cazar al monstruo que creé. Ayudé a abrir las puertas de la ciencia, y ellas nunca se vuelven a cerrar. Con lo que hice, no dos o tres bombas aparecerán. Estas se van a multiplicar, y con ellas las amenazas, y con estas más muerte. ¡A cuantos habré ayudado a asesinar en el futuro!
Lo único que me queda es poder matar la parte del monstruo sobre la que sí tengo control. Ese pedazo de Dr. Frankestein en mí, que también pecó de la ingenuidad de no poder ver el mal que estaba creando, y que se volvió a sí mismo el monstruo que no pudo ver.
¡De verdad que este whiskey es merecedor de ser mi último trago!
Relato admitido a concurso.
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