AL NOROESTE DE ASUÁN
De niños éramos inseparables. Y todo el mundo se preguntaba el por qué, pues no podíamos ser más diferentes. Yo delgado, apocado, una rata de biblioteca. El fornido, audaz, un as de los deportes. Pero compartíamos muchas cosas: la pérdida de nuestras madres, una niñez solitaria y, por encima de todo, el desdén de un padre al que parecíamos decepcionar con solo respirar.
Fred era hijo de su primera mujer, un fruto tardío de un matrimonio seco. Ella murió en el parto. A decir de nuestro padre, Alfred Fritz Roy Chadwick, Lord Eglestone, mi hermano era una mala imitación del primogénito, Rod, caído en combate en un lugar perdido de Sudáfrica,
Aun hubo un rayo de esperanza cuando mi padre desposó a mi madre. La felicidad no llegó de inmediato, más bien mi madre la cogió de las solapas y la metió a empellones en Eglestone Manor. Al año llegué yo. Y a los dos de haber nacido se fue mi madre, cayendo por el vano de la enorme escalera. Un trágico accidente del que yo no guardo recuerdo y del que mi padre lo guarda eternamente.
De Fred lo esperaba todo y jamás obtuvo lo que quería. De mí no esperaba nada y eso obtuvo. ¿Cambridge? ¡Basura! Era Sandhurst lo que el viejo quería y yo no podía a proporcionárselo.
La amargura crecía en los tres, tanto que tenía que explotar. Fue en febrero de 1906. Tras una comida silenciosa y unos postres tormentosos, mi padre nos echó de su casa.
Mi vida se centró entonces en la universidad. Era buen estudiante y la asignación de mi padre me permitía vivir sin estrecheces. Me interesó desde el principio la egiptología, el misterio y la grandeza de aquella primera civilización me sedujo.
En mil novecientos doce, con cierto prestigio ganado, fui invitado a unirme al doctor Fairchild en una expedición a la zona de la segunda catarata del Nilo. Fairchild era un hombre resolutivo y con muchos recursos, pero no precisamente económicos. La aventura estaba en el alero, por lo que acudí a mi padre en busca de capital.
No le había vuelto a ver desde aquel fatídico día de febrero. Decliné amablemente todas su invitaciones navideñas y apenas le escribí. En la vieja mansión familiar todo tenía un aire de decadencia que lo hacía parecer apolillado. Incluso mi anciano padre parecía carcomido por el tiempo.
Nos dimos un abrazo que se inició receloso y terminó esperanzado. Mi padre, sin decirlo, deseaba enmendar su yerro. Esa noche cenamos conversando sobre temas comunes y luego, pasamos al gabinete. Mi padre sirvió una generosa copa de brandy que me ofreció. La tomé con decisión. Esos gestos gustaban al viejo.
—Y bien, muchacho, ¿Qué te ha traído a Eglestone Manor? Y no digas que a darme un abrazo.
Note dolor más que reproche en su voz, así que comencé a relatarle mis planes, cada vez más entusiasmado. Cuando termine dijo:
—Realmente te apasiona el tema.
Tomó una cuartilla de su escritorio y garabateó una cifra.
— ¿Valdrá con esto?
Asentí.
—Solo te pediré algo a cambió —torcí el gesto y él lo percibió de inmediato—. Quiero que lleves contigo a Fred.
— ¿Qué pinta Fred en una expedición arqueológica, padre?
—Te será útil. Habla árabe y turco. Es un hombre de acción y un negociador brillante. Os vendrá bien.
Hubo una pausa incomoda, que mi padre rompió.
—Fred está al borde de la ruina y del escándalo. Su vida disoluta y sus negocios dudosos le han puesto al límite del abismo. Quiero ayudarle, sacarle de la mezquindad y vuelva a sentirse valioso. Pero de mí no aceptará nada. Y, ya me conoces, yo no quiero hacerlo abiertamente.
Sopesé la situación. Y sellamos el pacto con brandy.
* * *
La expedición no fue bien. No fue un fracaso, encontramos cosas interesantes, de esas que acaban adornando una repisa en Kensington, pero la caza mayor nos esquivaba. Cuanto más éramos conscientes de nuestra derrota más nos esforzábamos. Y el que mayor empeño ponía era Fred. Mi hermano suplía su ignorancia con un entusiasmo a toda prueba. Se hizo imprescindible, siempre tenía hallando el modo de lograr un permiso, un documento, un mejor precio. Volvimos a ser hermanos, amigos y cómplices. Y sin embargo, una punzada de inquietud me sacudía de tanto en tanto, recordándome su pasado.
Finalmente aceptamos lo inevitable y dimos por concluida la expedición. Pero mi hermano no parecía dispuesto a dejar las cosas así.
— Archie, ¿no te enoja volver así, con las manos vacías? Quedémonos un mes más por aquí.
Le miré con suspicacia. Él insistió.
— ¿Te imaginas que topamos con algo serio? Archie, no irás a dejarme en la estacada, ¿verdad?
Finalmente, cedí.
—Solo un mes, Fred.
—No te arrepentirás. Tengo cierta información que, de ser cierta, nos hará famosos.
Al día siguiente, nos despedimos de Fairchild y el resto de expedicionarios en Asuán y nos alojamos allí. Fred se ocupó de comprar víveres y contratar trabajadores nativos. Gastamos hasta el último penique que nos quedaba en aquella aventura. Así era mi hermanastro: todo o nada.
Partimos un par de días después, hacia un pequeño oasis a 12 millas al noroeste de Asuán. Allí habían construido un morabito que, abandonado a su suerte, mantenía en pie solo dos de sus paredes.
—No parece muy prometedor –dije.
—Fíjate bien —insistió.
Entonces descubrí que la edificación se hallaba construida sobre una elevación del terreno singularmente regular. Eché pie a tierra y examiné el lugar.
—Se alza sobre otra construcción anterior —dije —. Es relativamente frecuente…
Fred no me dejo acabar la frase. Me asió del brazo y me arrastró al otro lado de las ruinas. Señaló una grieta en el suelo y me instó a mirar a través de ella. Negrura total.
—Una mastaba — ante mi gesto de escepticismo, Fred insistió —. Lo sé de buena tinta. Hace unos años una expedición alemana estuvo a punto de abrirla pero una extraña enfermedad acabó con todos menos con un turco, que salvó la vida de milagro. El me vendió la información. ¿Te das cuenta, Archie? Intacta y a poca profundidad.
Estuvimos despejando la galería bloqueada por rocas y arena, hasta que la tarde del tercer día pudimos asomarnos a ella. Era un túnel casi vertical, no se veía el fondo. La oscuridad siempre me dio miedo y Fred se percató de mi inquietud...
—Yo bajaré. ¡No quiero que te despeñes, hermanito! Mira, me voy a atar una cuerda a la cintura. Si estoy bien daré dos tirones, si no daré uno… o haré que Mcgovern de una voz — dijo palpando la empuñadura de su colt. Tomó una lámpara de carburo, la encendió y se adentró en las tinieblas. Pasaron unos minutos angustiosos hasta que Fred gritó.
—He llegado al final del túnel. Tiene mucha pendiente. Parece que desemboca en el techo de la tumba.
— ¡Sube!— grité. Calculé cuanta cuerda había usado, unos quince pies. Me pregunté si habría suficiente. Insistí —. Sube Fred, por amor de Dios.
—No seas cobarde, Archie, está todo bajo control. Voy a explorar. Dame una hora.
Noté como la cuerda se tensaba cuando mi hermano se descolgó hacia el fondo de la estancia. El tiempo pasó agónicamente hasta que Fred dio los dos tirones preestablecidos. Yo y los cuatro egipcios que nos acompañaban jalamos de la cuerda, expectantes. Al fin vimos el resplandor mortecino de la lamparilla que ilumino el rostro de Fred.
Tosió par de veces y pidió espacio para recuperar el resuello. Entonces anunció:
—Es una tumba, debe ser de alguien principal, porque está muy ornamentada — y para corroborar sus palabras sacó unas monedas de su bolsillo y entregó una a cada uno de los nativos. Una sonrisa iluminó aquellos rostros cetrinos e inmediatamente prorrumpieron en vítores y besos en la mano de Fred, que reía satisfecho.
Anochecía y los egipcios encendieron un gran fuego. Pronto empezaron a cantar, celebrando su suerte. Fred se alejó de ellos y me invitó a reunirme con él. Sacó de uno de sus bolsillos un puñado de monedas más, que dejo sobre la mesa. La mayoría eran de bronce, aunque en algunas se distinguía el brillo del oro. Luego saco de su otro bolsillo un objeto envuelto en el pañuelo. Se asomó para comprobar que los indígenas seguían entretenidos y entonces desenvolvió el objeto.
Era un ankh. El más maravilloso que hubiera contemplado hombre alguno. De oro macizo, con varias piedras preciosas incrustadas.
— ¡Oh Freddie, que maravilla! Es, es… ¡no tengo palabras!
— ¿Cuánto puede valer?
—No tiene precio, Fred. Esto debe ser expuesto en un museo.
— ¡Claro hombre! Era por hacerme una idea. Tómalo y no te separes de él. Yo montaré guardia, no me fío demasiado— dijo señalando a los egipcios, que continuaban sus cantos.
Me despertó un grito desgarrador. Me asome y pude ver a los nativos retorciéndose de dolor. Intenté auxiliarlos mientras llamaba a Fred, pero en pocos minutos murieron los cuatro. Desesperado, llame de nuevo a mi hermano, temiendo encontrármelo muerto o agonizante. Pero no lo hallé. En mi estado de enajenación, me asome a la tumba, cuya negrura hacía presagiar lo peor. Al darme la vuelta me topé con Fred. Me apuntaba con su revólver.
—Dame el ankh. No voy a permitir que esa joya se quede criando polvo en un museo.
—No —respondí con un hilillo de voz. Cogí aliento y grité — ¡Nunca!
Por toda respuesta Fred me disparó a un pie. Un dolor lacerante que invadió.
— Menudo día has elegido para ser valiente —dijo con desprecio—. ¿Sabes que padre creía que eras afeminado? Le hubiera alegrado saber de tu compromiso con Rose. Y, ahora, el ankh.
Saqué de mi bolsillo la joya y se la arrojé al rostro. Fallé miserablemente. Fred rió.
— ¿Sabes que me recuerda esto? La muerte de tu madre. Gritó cuando la arrojé al vacío. ¿Lo harás tú?
Y me dio tal patada que perdí el equilibrio y caí por el agujero. El impacto contra el suelo fue tremendo. Gemí. Algo cayó a mi lado. Era mi pistola.
—Tal vez te alivie —dijo desde arriba —. Adiós medio hermano.
Me hallaba en el interior de la tumba, herido y desesperado. El orificio de salida estaba a unos dos pies sobre mi cabeza, pero podría haber estado a cien, tan inalcanzable era.
Arranqué un pedazo de mi camisa y contuve la hemorragia del pie. Dominado por el dolor, tardé en darme cuenta de mi condena a muerte. Pensé en mi madre. Hundido, me eché a llorar mientras el círculo de luz que penetraba desde arriba se movía rumbo a su extinción. Aquella noche de terror y dolor fue interminable.
Sentí la primera rendija de luz colándose al día siguiente. Iluminaba una pieza de metal al final de un pasillo angosto y el reflejo se colaba en un recodo fuera de mi campo de visión. Ahora, ya resignado, eche un vistazo a mi alrededor y deleitarme con las pinturas excepcionalmente conservadas.
Entonces lo escuche. Una especie de aullido sordo. Mire al pasillo. La placa de metal había dejado de brillar y el pasillo se tornaba de nuevo oscuro. Alerta, pasaron de nuevo unos minutos, hasta que volví a oírlo, más fuerte, más cercano.
Y apareció, llenado todo el hueco del túnel. Era muy grande y avanzaba lentamente. Me dominó el terror, tanto que olvidé la pistola y comencé a gritar como si tuviera una pesadilla. Si la mole que se alzaba frente a mi le impresionaron en algo mis gritos no lo demostró. Se paró en la entrada de la estancia, justo al borde del círculo de luz. Pude vislumbrarlo, una forma humana de más de siete pies de altura, que se alzaba con cierto aire de majestad, envuelto en vendas marrones. Una especie de cuchillada se podía ver en su pecho.
Yo seguía gritando y el reaccionó del modo más extraño posible. Se sentó.
Asombrado callé al instante.
— ¿Me vas a hacer daño?
¡Qué estúpido! Si hubiera querido matarme lo habría hecho en un instante. No, aquel ser no me mataría, pero ¿qué intenciones albergaba en su mente? Comencé a hablar y termine contándole mi vida entera. Cuando termine se había hecho de noche y no distinguía su silueta, pero acerté a vislumbrar como dos ascuas brillando en las tinieblas. Me quedé dormido. Un nuevo amanecer me deparó una sorpresa. Justo al borde de la línea de luz había una escudilla con agua. La bebí con deleite.
La momia volvió unas horas después. Volvió a sentarse y a esperar.
— ¿Quién eres? —pregunté.
El señaló las paredes. Las pinturas y jeroglíficos pintados en ellas narraban su vida. Se le veía en un carro, aplastando a sus enemigos nubios, en el templo pagando tributo a Amón, disfrutando con su familia, cazando patos en el Nilo. Sin duda se trataba de un general, ya olvidado, al servicio del faraón. Entonces se alzó bruscamente y señalo un gran ankh pintado en el techo. Luego dirigió su mano al pecho, al lugar donde estaban los cortes en las vendas. Entendí.
—Te han quitado tu ankh.
El general asintió.
—Fue mi hermano Fred. Lo siento…
La momia se levantó y se marchó.
“¡Idiota! Tu único sustento y tienes que enojarlo” pensé. Pero no se había ofendido. Volvió con un frasco en la mano. Paró justo en el borde del circulo de luz, titubeo y penetró en el mismo. Se agachó y descubrió la herida del pie. Estaba muy mal. La momia vertió el líquido sobre el orificio purulento y un dolor indescriptible hizo que me desmayase. Una noche febril trascurrió, pero cuando amaneció la herida estaba cerrada.
El tercer día volvió a aparecer una escudilla de agua al borde de la luz. Y cuando la tome apareció la momia. Esta vez no penetró en la estancia sino que me hizo señas para que le siguiera a través del pasillo. Era como si me pidiera que venciese mi miedo a la oscuridad. Me ponía a prueba. No podía fallar. Cuando llegué a su altura me tomo de la mano y casi me arrastró.
Doblamos el recodo. Allí la oscuridad era total. El tacto rasposo de las vendas milenarias me reconfortaba un tanto pero la incertidumbre me hacía temblar. Entonces la momia aulló. Era un aullido sordo, amortiguado por las envueltas que tapaban su boca. Sus ojos ardían. Y de repente, un fuego fantasmal iluminó unas teas incorpóreas y la luz inundó la tumba. El pasillo continuaba un trecho y se bifurcaba. Caminamos y llegamos a la intersección. Fui a girar a la derecha pero la momia me lo impidió. Emprendimos el otro camino. Finalmente llegamos a una pared.
Aquel ser señaló los jeroglíficos escritos en ella.
“Solo la vida deja salir a la muerte.
Solo la muerte deja entrar a la vida”
Bajo ella dos orificios, vacío uno y con una clavija de piedra empotrada.
¿Qué demonios quería decir aquello? La momia esperaba paciente tras de mí.
Durante una hora me esforcé en descifrar ese enigma. Las aberturas estaban bajo las palabras vida y muerte. Miré al suelo. Había una clavija en el suelo. La tomé. Entonces comprendí, deje caer la piedra e introduje la a mano en el hueco.
La losa se desplazó lateralmente y salí al exterior. Allí estaba el oasis, la luz del sol, el rumor del agua… un sonido ronco que hizo volverme. La piedra había vuelto a su lugar.
— ¡Gracias! —grité. Y añadí—. Juro que te traeré el ankh, a cualquier precio.
Por suerte conservaba la brújula, pero las doce millas hasta Asuán fueron un infierno. Llegue medio deshidratado y me trasladaron al hospital. Allí, al cabo de unos días, me visitó la policía. Por ellos me enteré que Fred había denunciado el ataque de unos beduinos que habían aniquilado a su expedición. La policía le había retenido unos días en Asuán mientras investigaban lo sucedido.
—Pero ahora que todo está bien, le comunicaremos su recuperación. Le alegrará mucho.
—Estoy seguro de ello. Pero antes, ¿podría pedir al consulado alguna ropa decente para mí? No quiero presentarme ante mi hermano, el futuro Lord Eglestone, como un paria.
¡Qué oportunidad me ofrecía el destino! Por suerte, el cónsul me hizo llegar ropa. Y aún conservaba la pistola, el último regalo de Fred. Me vestí y salí renqueante del hospital. Me aposté en un cafetín frente al Old Catarat, el hotel de mi hermano.
Tardó en salir y lo hizo discretamente y sin equipaje Probablemente se marchaba sin pagar. Inició un paseo por la orilla del río, mientras lo seguía en la distancia. Llegó al final del camino y siguió andando. De pronto giró en un cañaveral y despareció de mi vista. Me apresuré.
Cuando le di alcance estaba a bordo de un pequeño bote, dispuesto a alcanzar la corriente principal del Nilo. Nada más verme sacó su revólver y yo hice lo mismo con mi arma. Allí estábamos, parados como dos duelistas.
—El ankh, Fred —grité.
—No te atreverás, Archie.
Entonces apreté el gatillo. No hubo detonación. Fred rió burlón.
— ¡Imbécil! ¿No comprobaste el cargador? Le quite las balas en el oasis. Una última broma —dijo.
Entonces, de entre los juncos, una inmensa figura parda asomó. Portaba un enorme khopesh que, de un solo golpe, seccionó el brazo de mi hermanastro a la altura del codo. Fred cayó de rodillas en el bote y en ese instante un segundo tajo separó la cabeza del resto del cuerpo.
La momia, ensangrentada, se alza frente a mí, silenciosa. Luego se agachó, tomo el cadáver mutilado de mi hermano y se lo echo al hombro. Dejó caer su arma, tomo el brazo amputado y desapareció en el cañaveral.
Volví al día siguiente, metí la cabeza y varias piedras en un saco y la arrojé al Nilo.
Regresé a Gran Bretaña, me casé con Rose y abandoné la egiptología, especializándome en arte mesopotámico. Jamás volví a Egipto. Porque sé que hay una tumba al noroeste de Asuán. Y en un orificio, bajo la palabra muerte, está el brazo amputado de mi hermano.
Muy buenas. Ante todo quiero felicitarte por tu valentía (y tu velocidad). No es fácil romper el hielo y tú lo has hecho rápidamente, embaldosando el camino.
Vamos con el relato. Los puntos y aparte me han vuelto un poco loco, sobre todo al principio. Creo que hay demasiados (¿Igual es error de formato?)
Hay bastantes erratas por falta de repaso que cortan el ritmo de lectura «siempre tenía hallando el modo» «yo no podía a proporcionárselo»
Desde mitad de relato en adelante la lectura me ha parecido muy fluida. Es entonces cuando he conseguido meterme en la historia (a partir de la grieta en la caseta).
Algún error de forma «Yo y los cuatro egipcios...»
En general la sensación que me deja es de ser una lectura entretenida, pero muy dificultada por las tildes (fruto de tu valentía y precipitación) . Los diálogos y la escena cuando conoce a la momia a veces parecen un poco cómicos, para luego dar paso a un final aterrador y sorprendente, aunque algo precipitado. Lo del acertijo ha estado bien, muy apropiado.
Gracias por iniciar este camino.
De momento me abstengo de puntuar, a la espera de considerar el nivel general. Sólo por ser el primero te mereces una estrella de más.
Un saludo y suerte.
EFePe