MI ABUELO, EL FARAÓN
La ausencia de papá se nos había hecho muy larga. Estábamos acostumbrados a sus viajes para excavar en los yacimientos que dirigía, pero nunca se había ausentado durante tanto tiempo. Se había perdido la Navidad, el cumpleaños de los gemelos y la fiesta de fin de curso.
Aquella mañana nos levantamos muy nerviosos. Había llegado de madrugada y, a pesar de nuestra insistencia, mamá no nos había despertado para recibirle.
Todavía dormía cuando bajamos a desayunar y corrimos a su estudio para registrar las maletas y paquetes que había traído. Estábamos impacientes por desenvolver el misterioso regalo que nos había prometido y que, según él, iba a proporcionarnos un verano fascinante.
Nos sorprendió un gran bulto alargado envuelto en un plástico negro. Era enorme. ¿Estaría allí nuestro regalo? Una ancha cinta adhesiva cerraba uno de los extremos. Con cuidado fui despegándola y pudimos abrir un poco el envoltorio. ¡Un ojo! Un gran ojo nos observaba sobre un fondo dorado.
Nos miramos con complicidad y Natalia cerró la puerta del estudio. Seguí separando la cinta adhesiva y levanté todo el envoltorio. La sorpresa nos hizo retroceder maravillados.
Era una caja de madera decorada con pinturas de siluetas de perfil, de personas sentadas sobre una barca entre hombres que remaban… Un perro esbelto y elegante se repetía varias veces en los dibujos separados por bandas repletas de figuras de pájaros, escarabajos, cocodrilos y palmeras. Los cuatro sabíamos lo que eran: jeroglíficos.
Papá nos había hablado muchas veces de ellos al enseñarnos las fotos que tomaba en las pirámides y que le servían para estudiar la vida de los antiguos egipcios, su pasión, pero nunca los habíamos visto tan bonitos. Sus colores brillaban sobre la superficie dorada de la caja, en cuya cabecera resaltaba el rostro pintado de un hombre.
—¡Un faraón! —exclamó uno de los gemelos—. ¿Es para nosotros?
—No creo —contesté— pero puede que nuestro regalo esté escondido en su interior.
Miré a Natalia buscando su aprobación de hermana mayor y ella asintió. Con cuidado, levanté la tapa del sarcófago. Lo primero que nos hizo retroceder fue el hedor: olía a muerto. Sí, era el inconfundible aroma de la muerte, pero mucho más reconcentrado.
Repuestos de la impresión, los cuatro nos asomamos al interior de la caja y nos miramos incrédulos. Dentro había, efectivamente, un muerto; mejor dicho, una momia, con vendas y telarañas como en las películas.
¿Habría descubierto papá nuestro secreto y aprobaba nuestra afición clandestina? El cajón pesaba demasiado, así que decidimos llevarnos solo la momia. Para no ser descubiertos, antes de salir, cerramos el sarcófago y lo dejamos envuelto en su plástico negro.
Nadie nos vio salir de casa. Trasladamos el cuerpo al cobertizo del fondo del jardín, nuestro laboratorio secreto, y lo sentamos como pudimos en un viejo sillón de respaldo alto.
Decidimos que lo más urgente era quitarle los vendajes, pues queríamos comparar su estado de conservación con el resultado de nuestros experimentos. Empecé a desenrollar la venda que le cubría la cabeza, levantando, al hacerlo, un polvillo blanco. Natalia estornudó y la momia… también.
Gritamos los cuatro a la vez. La carne reseca del rostro que contemplábamos comenzó a temblar y abrió los ojos. Nos miró y nosotros enmudecimos hasta que una especie de crujido resonó en su interior.
—Eso es que tiene hambre —dijo mi hermana y salió corriendo del cobertizo.
Volvió un momento después con una botella de leche y un paquete de galletas de chocolate. Nosotros habíamos seguido quitando los vendajes al muerto y parecía encontrarse más cómodo en el sillón. Natalia partió un trocito de galleta y se lo puso en la boca. Una sonrisa iluminó la cara del faraón y extendió la mano, pidiendo más.
La leche también le gustó. Dejamos que comiera tranquilo y nos sentamos en el suelo, frente a él. Cuando acabó con las galletas, se aclaró la garganta y comenzó a hablarnos en una lengua incomprensible, que supusimos que sería la que se hablaba en el Egipto antiguo. Iba a ser muy complicado entenderle, así que decidimos enseñarle nuestro idioma. Nos presentamos, para que se aprendiera nuestros nombres, y le acercamos algunos objetos, explicándole muy despacio lo que eran, para que fuera familiarizándose con la lengua.
Los gemelos levantaron la trampilla que ocultaba el taller y sacaron su último trabajo para mostrárselo. Estaban muy orgullosos de su logro, pero no podía compararse con la perfecta conservación y flexibilidad de los músculos de nuestro nuevo amigo. Y, por supuesto, el niño no había resucitado tras el proceso de momificación. Aunque no comprendimos sus palabras, la sonrisa del egipcio nos permitió adivinar que aprobaba el resultado. Sin embargo, el afán de superación que se nos había inculcado desde la cuna impidió que nos contentásemos con aquello y, desde aquel día, los cuatro seguimos trabajando para alcanzar la perfección, rivalizando entre nosotros.
Nunca olvidaré aquel verano que, como había profetizado papá, fue fascinante, pero no por el libro de cuentos ilustrados que nos había comprado en un bazar y que apenas hojeamos. Cuando los ánimos se calmaron tras la infructuosa búsqueda del niño que había desaparecido del pueblo hacía un mes y del escándalo que se armó porque habían robado una momia en alguno de los aeropuertos en los que había hecho escala desde El Cairo la expedición de nuestro padre, pudimos sacar del cobertizo al faraón.
Aprovechábamos la oscuridad de la noche para escaparnos y llevarle al río, que le gustaba mucho. Con su escaso vocabulario nos contaba historias de Egipto, de conquistas y traiciones junto a ese otro río que tanto echaba de menos, el Nilo, y que le había traído hasta este Más Allá en el que había resucitado. Así se fue convirtiendo para nosotros en el abuelo comprensivo que nunca habíamos tenido. Hiciéramos lo que hiciéramos, a él no le parecía monstruoso y aplaudía siempre nuestros avances con una sonrisa.
Enseguida noté que yo era su preferido. Solo a mí me reveló el procedimiento secreto que utilizó el mejor embalsamador de Tebas para momificar su cuerpo. Y no le defraudé: supe sacar buen provecho de sus enseñanzas.
Al final del verano compartí la fórmula con mis hermanos. Primero, con los gemelos, pero no se beneficiaron mucho. Con Natalia fue diferente. Hasta el día de hoy, sigue siendo mi mejor obra.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.