Mi compañero estaba a punto de llegar, así que inspeccioné, de nuevo, todo el material quirúrgico. Todo estaba en su sitio, el formaldehído, los anticoagulantes, los cauterizadores, los germicidas, cada uno con su llamativo color, como un estante con zumos de frutas. Los bisturíes sobre la bandeja y, lo más importante, nuestro paciente amordazado y atado a la camilla, con sus ojos desorbitados clavados en mí. Le vendé la parte superior de la cara para cubrir esos ojos acusadores.
Rocié su cuerpo con desinfectante y lo froté con un paño para hacer tiempo. Forcejeó, pero las ataduras de cuero no cedieron; yo mismo me había asegurado de ello personalmente. Fui por todo su cuerpo, de piernas a brazos y de brazos a tronco, hasta llegar a la cabeza. No fui especialmente cuidadoso con su cara y le pulvericé un poco del aerosol en sus orificios nasales por puro placer. La sala olía a terror y jabón cuando mi compañero entró por la puerta, todavía poniéndose los guantes.
—Vaya, tenías prisa por empezar, ¿eh? —dijo mirando a nuestro invitado—. Veo también que hoy vas a seguir el protocolo y ya llevas la máscara ritual.
Asentí en silencio, recolocándome la máscara sobre la cara. Hacía un calor de mil demonios, y notaba el sudor acumulándose sobre mis cejas.
Se aseguró de que todo estaba listo y empezó a reunir los productos para embalsamar. Noté una sensación de impaciencia en el estómago; quería empezar ya. Momificar a alguien era como jugar con una muñeca del tamaño de una persona a la que poder vestir, no sin antes haberla abierto para ver qué había dentro.
—Bueno —dijo mi compañero cuando ya tenía todo preparado—, empecemos por la boca. Pásame la pistola de agujas, por favor.
Miré alrededor y sentí pánico. No tenía ni idea de qué me estaba pidiendo. Era el primer contacto que teníamos y ya la estaba cagando. Me miró durante unos segundos y resopló ligeramente.
—Eso que tienes a tu derecha, el tubo de metal, el que parece una jeringuilla hipodérmica.
No tardé en encontrarlo, apenas tuve que estirar el brazo.
—Perdón —me disculpé, tendiéndoselo.
—Veo que sigues resfriado. Se te nota en la voz.
Me quedé paralizado sin saber qué hacer o qué decir. Se paró junto a la camilla, preparando la pistola.
—Será mejor que lleves la máscara entonces —añadió distraído—, no queremos que este hijo de puta coja una infección.
—No, claro —repuse, un poco aturdido.
—Queremos que llegue hasta el final del proceso, ¿verdad?
Le dio un par de cachetes en la cara y le soltó la mordaza que yo le había colocado antes de empezar. Nuestro paciente empezó a gritar al instante. Un grito ronco y baboso, más parecido a un gorjeo burbujeante que a un lamento humano.
—¿Qué le ha pasado en la cara? La tiene totalmente hinchada —preguntó mi compañero, volviendo a taparle la boca con la venda.
—De camino aquí intentó huir —expliqué, tal como había ensayado en mi cabeza—. Uno de los guardias tuvo que reducirlo con cierta violencia.
—Ya veo…
—En el proceso también perdió la lengua y algún diente —añadí.
—Bueno, no es que los vaya a necesitar, ¿verdad? —Por el tono de voz, se adivinaba una sonrisa bajo la máscara de mi compañero—. ¿Sabes quién es este hijo de perra?
Negué con la cabeza, mirando al hombre postrado en la camilla.
—Pues no es otro que el Vacíaviejas —dijo él, dándole unas palmadas en el pecho que resonaron por toda la estancia.
—¿De… verdad? —Traté de sonar todo lo aterrado y sorprendido que pude y, por la reacción física de mi colega, diría que lo conseguí.
—Le atraparon hace dos semanas con las manos en la masa. —Hizo con sus manos un gesto como de amasar algo—. Literalmente. Cuando la policía llegó estaba vaciando a una pobre señora. Órgano a órgano.
—Por Dios. —Me esforcé por sonar asqueado—. ¿Por qué haría algo así?
—Ni idea —Se encogió de hombros—, pero si me preguntas, yo creo que se los comía. ¿Te las comías, cabrón?
Volvió a darle un cachete en la cara, aunque esta vez con la suficiente fuerza como para girarle la cabeza hacia un lado.
—Así que el gobierno ha decretado la pena máxima. La muerte en vida.
—La muerte en vida —repetí, muy despacio, con total fascinación. Momificar al sujeto, pero manteniéndolo con vida, en un estado de constante sufrimiento y dolor. Era terrible. Era magnífico.
—Así es —repuso mi compañero, a todas luces complacido por mis reacciones—. Así que no le hagamos esperar.
Volvió a apartar la venda de su boca y, con gran maestría, la sostuvo abierta ignorando sus gritos.
—Sujeta aquí. —Obedecí sin rechistar y sin perder detalle de cómo cogía con una mano la pistola de agujas mientras con la otra sujetaba el labio superior de nuestro paciente.
Colocó el instrumento con fuerza contra las encías y apretó: una pequeña aguja salió disparada y se clavó en el hueso. Nuestro criminal se retorció en un espasmo y el aire que cogió para gritar se atragantó en un lastimero gruñido en su garganta.
—Sujétalo bien —me dijo mientras repetía el proceso en la mandíbula inferior. Esta vez el grito fue genuinamente desgarrador mientras la boca deslenguada se le llenaba de sangre, añadiendo un burbujeo sordo a sus alaridos de dolor. Me esforcé por memorizar cada detalle de aquella escena.
Mi compañero enhebró un alambre por las dos agujas y las enroscó bien para mantener la boca cerrada. Después aplicó adhesivo en los labios y mejillas y, mientras yo le sujetaba con fuerza, le cerró la boca durante un rato con ambas manos para sellársela para siempre.
Después desveló la parte superior de su rostro y le abrió bien los párpados.
—Mira, tiene los ojos del mismo color que tú —me dijo mientras le inspeccionaba.
Me apresuré a coger el adhesivo de nuevo para cerrar aquellos ojos enloquecidos y muy abiertos que iban de él a mí y de mí a él, como si estuviera tratando de comunicar con los ojos lo que ya nunca podría con la boca. Me acerqué con el tubo de líquido pegajoso a sus ojos y me dispuse a cerrarlos para siempre cuando mi compañero me agarró de la mano y me miró muy serio.
—Espera un segundo —me dijo frunciendo el ceño y mirándome muy fijamente.
Se hurgó en los bolsillos y se sacó dos pelotitas de algodón. Yo le miré en silencio, sin entender nada.
—Cuando los ojos pierden humedad se hunden —explicó, mostrándome los algodones—. Estos ayudan a mantener la forma correcta.
Me hizo un gesto con la cabeza y, mientras yo le sujetaba con fuerza, le embutió pedacitos de algodón bajo los párpados, añadiendo después un poco de adhesivo en ellos que, según me imaginé, mantendría dentro tanto la poca humedad que quedara como el algodón.
El sujeto se combó sobre su espalda, incapaz de emitir otro sonido que no fuera un leve siseo mientras sus carrillos se hinchaban rítmicamente y expulsaba aire por su nariz con una cadencia enloquecida.
Cuando terminamos con la cara, mi compañero se aseguró se colocar el resto del cuerpo con cuidado y de volver a apretar las correas de cuero que se habían movido con tanto espasmo. Esto sí sabía por qué lo hacía: la inyección de formaldehído haría que los músculos se agarrotaran y se pusieran rígidos; si iba a estar expuesto en el salón del crimen, no queríamos que la gente viera una momia deforme.
—Sujétale la cabeza de nuevo —me pidió mi colega y yo, obediente y solícito, la sujeté con una mano a cada lado, con fuerza para que no se moviera.
Él toqueteó un poco por encima de la clavícula e hizo una larga y poco profunda incisión en la base del cuello del hombre, que hizo que la sangre manara sobre la mesa y goteara sobre el suelo de mármol blanco. La imagen de su líquido vital escapando me trajo muchísimos buenos recuerdos.
MI colega hurgó con un pequeño gancho de metal en el corte y sacó por él una arteria y una vena, que unió con una lazada. Eran dos pequeños conductos de color morado y aspecto resbaladizo que sobresalían ligeramente de su cuerpo. Mientras yo limpiaba un poco la zona con gasa y suero, él se acercó a preparar la bomba y escoger los productos que se iban a utilizar. Los hizo con la sutileza de un chef que prepara una crema, escogiendo los ingredientes con mimo, mezclando todo en su justa medida, creando una pequeña obra maestra.
Al fin, cogió el frasco más pequeño, lleno de un líquido amarillo y fulgurante, con un brillo hipnótico que todo el mundo conocía: el elixir de la vida eterna. Un regalo maldito. Echó dos gotas en la máquina y encendió la bomba.
Se acercó al cuerpo, que seguía resistiéndose pero cada vez con menos ímpetu, y practicó un corte transversal en la arteria.
—Será mejor que no te muevas mucho —le susurró—, no queremos desangrarte. Aún no.
Cuando el agujero estuvo listo, agarró la cánula de la bomba e introdujo el extremo más fino en la abertura. No pude dejar de mirar la arteria, que parecía de goma, como una manguera fina cubierta de diminutas fibras de músculo y capilares. Repitió el proceso en la vena con la misma maestría, pero esta vez el tubo que le insertó estaba conectado a una bobina que serpenteaba hasta el sumidero del suelo. Me sorprendió ver que, mientras la máquina bombeaba los químicos dentro del cuerpo, los fluidos que ahora le daban vida irían a parar al alcantarillado.
La bomba empezó a funcionar con pereza, como si la despertaran de la siesta y con un traqueteo que fue tomando el ritmo del latido de un corazón. Bombeó primero el anticoagulante, de un color verdoso, y pronto la sangre, oscura, densa y caliente, empezó a irse por la alcantarilla.
Después vino otro líquido, de un color azulado que, según me explicó mi compañero, servía para preparar los vasos para el formaldehído. Yo no perdí detalle de todo aquel proceso y di gracias al cielo por tener aquella oportunidad y por tener un acompañante con alma de profesor, encantado de explicarme cada parte del proceso como si fuera su alumno aventajado. Cuando los dos primeros líquidos ya estaban abriéndose paso por su cuerpo se inyectó el elixir, que hizo que el cuerpo volviera a cobrar vida y se volviera a revolver entre sollozos apagados y gemidos lastimeros.
Uno a uno los químicos fueron penetrando el cuerpo del pobre diablo que estaba postrado en aquella camilla. Algunos hacían que los gérmenes se mantuvieran lejos y por tanto siempre estuviera en buen estado, otros hacían que los tejidos se mantuvieran hidratados para impedir que se hinchara. El más importante, por supuesto, era el formaldehído: un potente veneno que mata todo, endurece los músculos, mantiene los órganos libres de putrefacción y, en definitiva, es lo que embalsama. Con el añadido de que, si en realidad no estás técnicamente muerto, te procura una cantidad indecible de dolor.
La sala se llenó del fuerte olor de los químicos que me hizo llorar los ojos hasta que la ventilación hizo su trabajo y liberó de gases la estancia.
—Haz los honores —me dijo, tendiéndome el bisturí y señalando su abultado abdomen.
Lo hice encantado. Con una rápida incisión, que apenas sangró ahora que su sangre se estaba remplazando por otros productos, abrí sus interiores de par en par. Observé fascinado sus entrañas: era como visitar una casa en la que habías estado cientos de veces, pero a la que han cambiado los muebles de sitio. Familiar, pero, a la vez, completamente nuevo.
Mientras el otro se encendía un cigarro y dejaba de prestarme atención yo me dispuse a vaciar su cuerpo, sacando la bilis y todo lo que ya no necesitara hasta dejarlo limpio. Fue maravilloso.
Cuando terminé lo volví a coser como había hecho en decenas de ocasiones, haciendo que cada punto de sutura fuera mi pequeña obra maestra, sabiendo que, esta vez sí, mi arte perduraría durante siglos.
—Bueno, amigo —dijo mi compañero a mi espalda, quitándose la máscara ritual para salir de la sala de embalsamado—, veo que lo tienes controlado. Te dejo tranquilo para que lo vendes. ¿Te veo mañana?
—Sí, por supuesto —respondí, un poco molesto porque me incordiasen en mitad del proceso.
—Y cuídate ese resfriado —dijo él, saliendo ya a través de la puerta abatible.
Terminé la sutura y observé mi obra. Aquel cuerpo, completamente inerte pero sumido en constante dolor. Atrapado con la agonía en su propio cascarón para siempre. Me quité la máscara y me limpié el sudor de la cara con la manga de la bata. Había conseguido escapar a aquel destino por los pelos, pero ahora estaba preparado para administrar aquella terapia a mis próximos pacientes.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.