Koremitsu distribuyó los sobrecitos de papel de arroz sobre la mesa y los organizó por su importancia. Después, desplegó el recetario para comprobar que nada faltaba. Sonrió al recordar la conversación con el santón que le había preparado la fórmula en una deteriorada capilla junto al río Kamo, allá, en Heian-kyō, la capital.
―Debes tener cuidado ―le había advertido―. La proporción ha de ser exacta y no olvides aplicar antes una capa de aceite de soja. Si Ebisu escucha tus plegarias y no te equivocas, tu piel sanará, pero si cometes un error…
―No es para mí, sino para mi padre…
―Ah, sí. Un buen hijo ha de ocuparse de su padre ―convino el viejo sacerdote―, pero no olvides seguir mis consejos. Mal utilizado, mi compuesto también es un poderoso corrosivo.
En el recogimiento de su celda monástica, Koremitsu volvió a sonreír, pues había echado cuentas y el tiempo llegaba. Mezcló los ingredientes en un jarro lleno de sake para evitar que la mixtura espesara, lo tapó con un lienzo de lino y lo dejó reposar sobre una losa junto al brasero. Debía cocer despacio y reposar después durante, al menos, dos semanas. Luego, el joven novicio extendió su tatami sobre el suelo y procuró dormir.
A la mañana siguiente, cuando la hora del tigre vencía, Koremitsu atravesó con premura el patio del monasterio del monte Koya en busca de su maestro, el viejo Nōin, cuyas enseñanzas todos los monjes le veían seguir con dedicación y paciencia. El bonzo le había hecho llamar por medio de uno de los siervos del Templo de la Palabra Verdadera, cosa que, en absoluto, le asombró pues era su lugar favorito. Allí lo encontró, ante la estatua de Buda, un poco más enjuto y un poco más reseco que la vez anterior, aunque era un hombre grande. El anciano mantenía los ojos fijos en las santas momias que, junto a los Cinco Reyes de la Sabiduría, escoltaban a Buda en su avatar de Inconmovible. Aquellos despojos pertenecían a dos sacerdotes que habían conseguido romper la rueda del Samsara y la reencarnación, siguiendo la senda que el propio monje fundador de la orden, Kūkai, mostró. Y ese camino, el de la disciplina y la prueba, era la vía emprendida por el maestro Nōin con enorme empeño y tesón. Desde hacía más de tres años ―la doctrina exigía mil días como mínimo―, el bonzo se venía alimentado solo de simples raíces, de brotes germinados y de frutos secos si los había; y si no, de meras cortezas de árbol o espinas de pino de los bosques de Koyasan, donde vivía recluido como eremita durante grandes temporadas.
Koremitsu miró con disimulada aprensión los horribles y secos despojos, vestidos con las galas ceremoniales que la congregación del templo les habían mudado en el último festival, pero pronto apartó la mirada, se acercó al altar, prendió una varita de sándalo en el pebetero e hizo su saludo ritual a la imagen de madera que, sentada sobre una flor de loto, mostraba el gesto, la mudra, de la enseñanza:
― Yo te saludo e invoco, oh, Gran Sol, Buda del pensamiento inconmovible, que todo lo es. ―De seguido, se inclinó ante su mentor y pretendió hacerle notar su presencia
― ¿Maestro…?
Impertérrito, Nōin permaneció concentrado en su meditación. Su acólito aprovechó para examinarlo con detenimiento, pues hacía días que no se habían visto. Tras tanta abstinencia y meditación, su aspecto casi reflejaba ya el de las momias que eran su meta espiritual. La piel del monje era cuero reseco y no parecía existir carne que envolviera sus huesos. «Sí, el tiempo está cerca», se dijo Koremitsu antes de tomar al anciano por el codo. Este, vacilante, se dejó alzar.
― Ayúdame a pasar al siguiente estadio, hijo mío ―musitó con voz tan tenue como titubeante fue su paso inicial―. No tengo fuerza bastante.
― ¿A dónde, maestro? ―preguntó el joven.
El monje señaló con su báculo más allá de la Puerta del Norte, hacia el sendero de la montaña.
― En los primeros cedros, al otro lado del puente de Ichi Hashi ―susurró―. Allí completaré el sokushinbutsu y, si Dainichi Nyorai, el bendito Buda, me mira con benevolencia, la Iluminación vendrá a mi.
Desde que Nōin, pasada la edad madura y tras una vida atropellada, se rapó la cabeza y vistió los hábitos, completar el camino de la budeidad, el bosatsu. había sido su obsesión. Tanto era así que podría decirse que esa y no otra fue la causa principal de que decidiera ordenars. Así se lo hizo saber a su pupilo cuando lo tomó a su cargo. Y bien que se esforzó el novicio en que lo tomará como seguidor, pero desde el inicio toda la enseñanza del bonzo giró en torno a la ascesis y a la meditación, de modo que el cuerpo se hallase preparado para lograr la total ausencia de deseos y necesidades, la total vacuidad y, por tanto, la iluminación plena, la unión con la mente universal del Gran Santo. Sin embargo, Koremitsu no creía, a pesar de tanta insistencia, que el proceso iniciado por este, el sokushinbutsu ―la dieta desecativa, la savia tóxica del urushi y los vómitos que este provocaba―, le permitieran alcanzar el estado de latencia que lo convertiría, al igual que las momias de los monjes que hollaron antes esa senda, en un Buda totalmente iluminado. «Para beneficio de todos los seres vivientes me sacrifico», se justificaba el maestro. Y Koremitsu hacía ver que creía en lo desprendido de su propósito.
Después de que el discípulo recogiera todo lo necesario del cillero monacal y tras una costosa ascensión, el bonzo señaló el punto elegido: un talud de la montaña que, a varios pasos de la trocha que habían hollado, se abría, entre cipreses, pinos y cedros, ante un exiguo calvero. El viejo se acercó al talud, se sentó en la posición del loto completo frente a una zona concreta del talud, sacó de la alforja sus mandalas y, de forma inmediata, casi súbita, entró en el trance de la meditación más profunda. El joven novicio no necesitó otra señal. Midió el espacio con la mirada y excavó. Por fortuna, pero quizá también por el buen criterio del maestro, la tierra no estaba muy apelmazada, así que, antes de que finara la hora del mono, pudo encajar el cajón en el hueco de unos cinco shaku de altura por dos y medio de anchura y dos de profundidad que había labrado y que, según Nōin, le permitiría abandonarse por fin, morir sin morir y cruzar el Puente de los Sueños para lograr la Perfecta Iluminación.
Antes de que la sombras convirtieran el bosque en el hogar de tengus y demás espíritus sintoístas enemigos de Buda, el bonzo salió de su letargo, tomó sus cosas y se sentó en el estrecho ataúd. Koremitsu, tras depositar sobre el halda del anciano un saquito con sus raíces y semillas, una cantimplora de arcilla con el tósigo necesario y una campanita junto a su cadera derecha, se inclinó reverente y cerró la tapa. Esta tenía un pequeño agujero en el que Koremitsu introdujo la caña de bambú que, a la altura conveniente, permitiría respirar al apergaminado bonzo mientras lo necesitara.
Todo terminado, el muchacho se secó el sudor y vio que ya casi no quedaba luz, así que se apresuró en rellenar el hueco con la tierra extraida y la apretó con la pala. «Sí, sí... pronto todo acabará», se reconfortó y salió corriendo hacia el monasterio, al tiempo que pedía a Tsukiyomi-no-Mikoto, dios dela noche, que los espíritus de nariz roja no pudieran verle pasar entre ellos.
Durante los siguientes días, Koremitsu volvió al claro cada madrugada. Se sentaba junto al túmulo, salmodiaba las oraciones preferidas de su maestro y, después, emprendía en voz alta la lectura completa de varios capítulos del Sutra Mahavairocana, tal y como su mentor le había pedido, pues este tenía por cierto que le ayudarían a mantener y dilatar su ayuno hasta que consiguiera, por fin, que su mente se disociara de su carcasa y superara la dualidad. Antes de que llegara la caída del sol, el pupilo detenía su lectura y esperaba, atento. Solo cuando oía el tintineo de la campanilla, daba por finalizado el día y volvía al monasterio.
Sin embargo, en aquella misma jornada en que se celebraba el Festival de Ise, la campana no sonó. Y ya no volvió a sonar en todos los días posteriores durante los cuales Koremitsu siguió cumpliendo el su ritual. De acuerdo con las reglas del sokushinbutsu, el monje había completado el proceso y, dentro de mil días más, llegaría el momento de comprobarlo. Toda la congregación de Koya, en procesión ceremonial, acudiría al calvero, desenterrarían al bodhisattva. Si su momia estaba perfecta, si conservaba su cuerpo intacto, eso significaría que Nōin se había transformado en buda viviente y sería colocado junto a las demás momias en el reciento más sacro del Monasterio para que intercediera por la salvación de todos los seres vivientes. Si el cuerpo se había descompuesto, eso sería señal de que había muerto sin, por sus pecados, alcanzar su objetivo. Sería, pues, enterrado y olvidado.
Pasado algún tiempo, el joven Koremitsu se sintió alterado y nervioso, verdaderamente excitado, muy ansioso en que pasaran los días y llegara aquél en que todo se había de culminar. Dejó de cumplir con la encomienda de su maestro y el resto de sus obligaciones con los templos de monasterio, levantó un altarcito sintō al dios de la retribución, Hachiman no kami, en un rincón de su celda monacal, y, para que le fuera propicio, le hizo ofrendas continuamente y, de forma obsesiva, vigilaba con celo la densidad de la mixtura que el chamán le había vendido.
En la noche del día en que se cumplían cuarenta y ocho desde que la campana calló, el joven pupilo no pudo dormir. Los recuerdos del pasado le agobiaban y las lágrimas de su madre ardían en sus propias mejillas cuando aquella le contaba, entre cliente y cliente del barrio rojo de Heian-kyō, cómo un noble del tercer rango del palacio imperial la había arrojado al arroyo, después de vejarla y violarla por no haber aceptado sus proposiciones infames. La vida de su madre no duró mucho y Koremitsu se vio obligado a sobrevivir entre la miseria y la indignidad como un verdadero paria lleno de odio. El aprendizaje del oficio de amaestrador de cormoranes para la pesca, gracias a uno de los antiguos clientes de su madre, le permitió sobrevivir en las orillas del río Katsura, hasta que supo de Nōin.
Cuando, a la hora del conejo, el joven abandonó su lecho, la serenidad había vuelto a su espíritu. Al fin y al cabo, no había sucedido nada que no hubiera ocurrido en muchas otras noches. Además, ese día, el quincuagésimo, era un día de gran trascendencia. Después de cuarenta y nueve días en que el alma, tras la muerte, vagaba libre y desorientada, llegaba el momento de la reencarnación, del cumplimiento de la ley del karma. Según fueran los merecimientos, o los deméritos, de vidas anteriores, así sería el cuerpo que acogería, de nuevo, tu espíritu para renacer a la vida. Así que hoy, el día cuarenta y nueve, era el día tan esperado por Koremitsu.
En todo ello pensaba el novicio cuando recogió la jarrita con el preparado del chamán y emprendió el camino del calvero, encomendándose a Arematsu Ōmikami, la diosa del sol, para que le alumbrase el camino. En verdad, Koremitsu no creía en todas esas tonterías extranjeras que contaban los monjes budistas de Konya. ¿Buda viviente? ¿Un cuerpo seco, una horrenda momia que albergaba el espíritu vivo del Iluminado? Naturalmente que no. Todo eso eran paparruchas que se creían solo quienes pretendían romper la rueda del Samsara por los muchos pecados cometidos en vidas anteriores. ¡Como Nōin, el bodhisattva, el santo…!
Koremitsu llego al calvero e hizo ante la tumba el saludo sintō, su verdadera fe. Se inclinó dos veces con reverencia, dio una gran palmada con sus manos a la altura del pecho, y volvió a inclinarse más profundamente.
―Buenos días, Fujiwara no Nagayasu, padre mío. Que el Gran Buda te libre de males hoy ―dijo con sorna―. En honor a la piedad filial, te traigo un regalo. Casi una ofrenda. Con recuerdos de mi madre, Roku-jo, a la que tú llevaste al deshonor y a la muerte, maldito hipócrita.
El pupilo, con ojos brillantes por la anticipación, se acercó al talud y tanteó la boca la caña de bambú. Aplicó la jarrita con el preparado corrosivo y, con fruición, vertió su contenido.
―En verdad, padre, que no creo ―susurró― que vayas a ser un Buda viviente, ni que lo seas mientras tu cuerpo reseco se conserve intacto; pero, por si acaso, esto hará que tu carroña se descomponga lo suficiente como para que el resto de esos crédulos monjes del Koyasan, cuando te desentierren, no veneren a un desalmado como tú. No tendrás la iluminación, ni alcanzarás tu Nirvana, si es que eso existe.
El muchacho no pudo contener más la rabia y golpeó con fuerza la tierra en torno al bambú, tanto así que la tablas resonaron.
―¡Espero que mañana, como dicen las verdaderas leyes de nuestro pueblo y nuestros dioses, te reencarnes en el animal más inmundo y sucio de cuantos pueblan el país de las ocho islas!
Koremitsu, con lágrimas de rabia en los ojos, dio la espalda a su obra y retornó al monasterio. En pocos días, recogería sus pocas pertenencias, marcharía a los montes que rodean el lago Biwa y buscaría un lugar sagrado en el que recogerse. No había dado un paso cuando los cielos se abrieron. Llovíó durante toda la noche.
En la madrugada del quincuagésimo día, el sol ascendió por puente que une el cielo y la tierra, pero todo el talud junto estaba blando y lodoso junto al calvero encharcado. Por el hueco de la caña de bambú, un haz de luz hirió los restos del bonzo y a través de ese haz la esencia de Nōin, que durante cuarenta y nueve días había vagado sin ancla, penetró de nuevo en el cadáver, produciendo el estallido de una enorme confusión. Poco a poco, los despojos, medio corroídos, fueron tomando conciencia de sí, pues la esencia vital había regresado al mismo cuerpo.
El barro que cubría el túmulo saltó con facilidad cuando la tapa del ataúd fue empujada de forma violenta. La momia del monje se irguió sobre el calvero y las copas de los árboles se colmaron de silencio. Si hubiera tenido lagrimales, hubiera llorado, si hubiera tenido laringe, hubiera gritado, pero solo la imagen de Koremitsu se conjuró en su mente. Él sabría explicar, el sabría…, pensó entre las espesas brumas de su mente. Tomó el camino del monasterio y empezó a andar.
Koremitsu habia conseguido su venganza más completa, pues Fujiwara no Nagayasu, Nōin, el bonzo que había querido huir de la Rueda de la Vida, quebrar el Samsara, se había reencarnado en el ser, ni vivo ni muerto, más inmundo de todas las tierras de Honshū.
Pero no lo iba a disfrutar...
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.