El ashé
Dejaron el hotel Nacional de Cuba a sus espaldas y comenzaron a recorrer el malecón en dirección a La Habana Vieja. Los rayos de sol picaban como escorpiones a esa hora. Los acompañaba la insoportable humedad caribeña y un olor que, por más que intentase, Amadeo no lograba asimilar. A pesar de todo, el paseo le resultó agradable. Hubiese preferido tomar a su acompañante de la mano, aunque era preferible no hacerlo, le había advertido Gabriel. En muchos sentidos se respiraban renovados aires de libertad en la isla; en tantos otros, no.
Irían al corazón mismo de la cultura criolla, según Gabriel le había revelado semanas atrás. Durante las interminables horas de vuelo no había dejado de platicar sobre cada rincón del país: Santiago de Cuba, Sancti Spíritus, Matanzas… infinidad de anécdotas que, en realidad, aburrían a Amadeo pero que este escuchaba estoicamente; quería esforzarse, otorgarle una oportunidad de recuperar la chispa perdida meses atrás.
Una chica de piel chocolateada que caminaba sola por el malecón les sonrió al cruzarse con ellos. Al rato, alcanzaron a distinguir el castillo del Morro y el canal de entrada a la bahía; a partir de entonces callejearon por el centro histórico. Los maltrechos edificios persistían desatendidos igual que los dientes de un anciano que no hubiese conocido dentista. Contemplaron la célebre Bodeguita del Medio rebosante de turistas a esa hora, y atravesaron los ejes comerciales de las calles Obispo y Reilly. En una plaza, una mujer ataviada de ropa colorida vendía llaveros elaborados a base de tarro de buey sobre un improvisado puesto ambulante.
Tras abandonar el bullicioso centro, se dirigieron hacia el paladar que Gabriel ansiaba visitar. A Amadeo le resultó curioso descubrir que aquellos restaurantes a cargo de cuentapropistas debiesen su nombre popular a una telenovela.
Doblaron de nuevo una calle y Amadeo ya no adivinaba en qué dirección quedaba el hotel o siquiera el malecón. Finalmente se detuvieron ante una verja oxidada. Tras ella, un angosto corredor discurría entre dos edificios que lo flanqueaban. De una vivienda próxima escapó el sonido distorsionado de una radio.
—¿Es aquí? —preguntó Amadeo.
—Es el sitio. Tan solo esperemos.
Esperar es lo que llevaba haciendo Amadeo desde hacía meses. Esperar que las cosas entre ellos cambiasen, que volviese a ser como al principio. Estaba cansado de esperar.
Enseguida, un viejo con piel de ébano se acercó renqueante por la penumbra del pasillo. Amadeo no alcanzó comprender el saludo que les profirió ni la escueta respuesta de Gabriel. ¿Podría tratarse de algún santo y seña? Quizás fuese una reminiscencia de la clandestinidad que otros antes que ellos experimentaron allá, elucubró Amadeo. ¿Qué tipo de paladar sería aquel de todas formas?
La verja se abrió y la pareja se deslizó hacia el interior por el angosto pasillo. Tomaron un giro y sortearon una pequeña puerta de madera pintada de bermellón; el dintel era bajo, y tuvieron que agacharse para no dar con la cabeza en él. A continuación, descendieron por unos escalones hasta llegar al sótano.
A la antesala donde fueron a parar la preñaban numerosos amuletos colgantes, tallas en madera y diversos objetos entre los cuales se adivinaba algún rudimentario útil de artesanía. ¿Se habían adentrado en un pequeño y exclusivo museo? La pareja aguardó mientras el hombre se les adelantaba. Entre tanto, captó la atención de Amadeo una grotesca escultura de bronce de un hombre arrodillado con un desproporcionado miembro. Se aproximó curioso, pero al instante Gabriel lo censuró:
—No toques nada. Todo esto son reliquias yorubas, una religión que se practica desde hace más de doce siglos.
—Ajá…
—Los yorubas consideran que toda persona nace con un propósito en la vida, con un destino. Sin embargo, diversas circunstancias alteran ese camino. Los Orishas, los dioses de la santería, ya te he hablado de ellos, son los únicos capaces de enmendar la desviación.
El tono serio que había adoptado durante aquella explicación hizo sentir a Amadeo en el albor de algún tipo de liturgia. Supuso que formaba parte del viaje. ¿Por qué si no había soportado incansables horas de vuelo atravesando el Atlántico? Para vivir una experiencia genuina. Y todo aquello no dejaba de ser una parafernalia, ciertamente exótica, de lo que Gabriel consideraba una velada inolvidable en el viejo corazón de La Habana. En la mente de Amadeo el lugar adquirió otra dimensión, el típico menú criollo compuesto por moros y cristianos y ropa vieja, o lo que venía a ser lo mismo, arroz con frijoles y carne mechada, no cumpliría con las nuevas expectativas.
El hombre apareció para hacerles unas señas y pasaron al salón contiguo.
Les dio la bienvenida una estancia atenuada por la luz de los cirios y recargada de féferes. En el centro había una única mesa de dimensiones desproporcionadas lista para solo un par de comensales. Amadeo supuso que tan solo un momento antes el viejo se habría apresurado a ultimar los detalles para ellos; incluso se había cambiado de ropa y ahora lo cubría una túnica blanca. Le resultó adorable la manera en que los lugareños intentaban ganarse el pan con los turistas. El hambre aguzando el ingenio. A continuación, los huéspedes procedieron a sentarse uno frente al otro en la alargada mesa.
Cuando los ojos de Amadeo se acostumbraron a la penumbra de la sala, se sobresaltó. La figura de un hombre flaco y vestido de rojo empezó a cobrar forma en una de las paredes de la sala. Descansaba sobre alguna suerte de silla y permanecía en completo silencio. Amadeo contuvo la risa tras el sobresalto. Lo último que deseaba era ofender al anfitrión del paladar o molestar a Gabriel. Quizás aquel tipo les amenizaría la cena con algún bolero clásico.
Con el paso de los minutos, se evidenció el silencio que seguía instalado entre ellos; aquel sótano no hizo sino delatarlo con su mudo altavoz. Amadeo esperó pacientemente, no tenía intención de romper la atmósfera, por incómoda que le resultase, así que se dedicó a pasear la mirada por la sala. Observó estanterías con conchas amontonadas, cuencos con diversos granos, plumas, un coco, una llave oxidada, una especie de fardo envuelto en lo que supuso debían ser hojas de maíz... Entre aquella mezcolanza extravagante descubrió los fetiches menos agraciados, y además por mucho, desde su llegada a la isla.
—No existe un único culto, creo que ya te lo había dicho —rompió el silencio por fin Gabriel—. La Regla de Osha-Ifá es el tronco de la santería: de él se despliegan numerosas ramas —Amadeo asintió sobrepasando el límite de la hipocresía—; pero como cualquier árbol tiene también raíces, las necesita.
—Mira, el lugar es fantástico, de verdad. Pero oye, ¿podríamos hablar de alguna cosa que no sea de las deidades caribeñas que trajeron los esclavos africanos? Verás, llevas desde el vuelo hablándome de todo esto y bueno… es solo que me satura un poco, ¿sabes?
—Entiendo…
Tras un nuevo silencio incómodo, apareció el viejo renqueante, se acercó a la mesa y los obsequió con una bebida. Al aproximarse, Amadeo descubrió que en realidad se trataba de un hombre algo imberbe al que unas pocas canas no le hacían justicia. Correspondió a su refrigerio con un sincero «gracias» al que ni siquiera respondió.
En cualquier caso, la ardua caminata por La Habana Vieja le había dejado sediento, así que dio un generoso trago a la jarra. No consiguió identificar el contenido del brebaje, aunque no le desagradó por completo; sin embargo, se le antojó demasiado espeso.
—Dime, ¿por qué crees que todos los intentos por acabar con la vida de Fidel resultaron infructuosos?
La repentina pregunta de Gabriel sorprendió por completo a Amadeo. Sabía que no era conveniente nombrar al comandante en público. Algunos isleños nunca lo hacían, en su lugar, si querían referirse a él se mesaban una imaginaria barba. Y, en cambio, Gabriel, sin ningún tipo de reparo, lo nombró allí delante.
—Los santeros se encargaron de proteger todo el tiempo su «ashé» —continuó.
—Ay, Dios…
—El mío está marchito. Pero el Babalawo puede salvarlo —dijo Gabriel apuntando con la cabeza hacia la silenciosa figura de la pared.
—Ya veo lo que ocurre —Amadeo se cruzó de brazos—. Ahora entiendo el cambio de actitud de los últimos meses… Nunca hubiera esperado esto de ti, Gabriel, quizás de un pobre analfabeto, pero no de ti. ¿Cuánto te ha timado el flacucho? —Amadeo clavó una mirada iracunda en el tipo que descansaba al fondo de la habitación.
—¡No desprecies la santería!
—Ay, Dios, te han abducido por completo y no eres capaz siquiera de reconocerlo…
Amadeo puso los ojos en blanco y dejó escapar un suspiro. La supuesta escapada romántica estaba arruinada por completo, y con ella la relación con Gabriel. Evitaría decírselo hasta llegar el hotel y preparar la maleta para la vuelta, aunque se había prometido una cosa a sí mismo: aquella sería la última velada que pasarían juntos.
El momento se le antojó, además de incómodo, doloroso. Doloroso hasta el punto de… Le sobrevino un mareo. ¿Tan disgustado estaba por terminar la relación? En realidad, no. ¿Sería provocado por la bebida? No había notado alcohol en ella. Quizás fuese a causa del sofocante ambiente del sótano. Desde el principio se había sentido como una hoja de tabaco en un secadero, pero hasta ese instante lo había atribuido a la deshidratación por la fatigosa caminata. Pero ahora ni siquiera notaba la sequedad.
—No me encuentro bien…
Gabriel no contestó.
—De verdad, creo que deberíamos volver al hotel…
Y en ese momento Amadeo perdió la consciencia.
Lo primero que vio al recobrarse del desvanecimiento fue a Gabriel. Qué terrible ridículo desmayarse en mitad del restaurante víctima de una lipotimia antes de romper con él. Pero el pensamiento fugaz desapareció por completo en cuanto descubrió que Gabriel vestía una túnica blanca y que no se encontraban en el mismo lugar.
—¿Qué me…?
Amadeo fue incapaz de terminar la frase; la garganta le rascaba como los pelos de una barba incipiente. Empezó a recobrar los sentidos. Algo le impedía el movimiento. Su ropa tampoco era la misma, había dejado paso a una vaporosa tela roja. Recuperó el olor y un instante después deseó que nunca hubiese regresado. Una náusea trepó por su esófago rasposo al descubrir que no era el único huésped de aquella habitación pestilente. Observó cuerpos famélicos enfundados en ropajes similares; sin embargo, a diferencia de él, aquellos pellejos perduraban acartonados al haber alcanzado tiempo atrás la extenuación definitiva.
Los ojos se volvieron hacia Gabriel abiertos como girasoles. Intentó gritarle, pero apenas escapó de su garganta un atenuado hilo de voz. Hasta el último momento quiso creer que todo formaba parte de una cruel broma de mal gusto, preparada con antelación y alevosía; de ahí que le hablase de los Orishas; por eso el bombardeo con grotescas historias durante el vuelo, como aquella de la ilustre momia del museo de Matanzas cuya cabeza robó un perturbado e intentó machacar… Pero un pensamiento menos esperanzador alcanzó su mente, incendiando por completo el pánico en su corazón. ¿Y si realmente Gabriel y su embaucador estaban igual de tarados? ¿Y si lo que pretendían era moler los huesos de su cráneo?
—Para que el ashé florezca, otro debe marchitarse.
Fueron las últimas palabras que pronunció Gabriel antes de cerrar la puerta del cuartucho y rubricar el destino de Amadeo.
Después se dirigió de vuelta al salón. Allí lo esperaba el viejo ataviado con su túnica blanca. Le presentó sus respetos. Acto seguido, ambos se dirigieron a la pared del salón donde descansaba el cuerpo momificado, testigo silente durante toda la velada. Lo llevaron con cuidado a la mesa central. El Babalawo retiró la mortaja del cuerpo apergaminado con absoluta diligencia, dispuesto a empezar, una vez más, con el rito de iniciación.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.