Ex utero
…Mareos o vómitos?
El gesto de la doctora te arranca de la ensoñación.
—Lo siento, últimamente ando un tanto despistada —dices frotándote los ojos.
—Es habitual experimentar ciertos cambios. Durante las próximas semanas su organismo presentará importantes alteraciones fisiológicas, piense que ahora tiene a cargo una nueva vida.
«Una nueva vida», repites en tu interior. Años atrás la tuya era tan diferente…
En tu juventud no hubieses concebido acudir algún día a una clínica de fertilidad; incluso dejaste de visitar al ginecólogo familiar durante aquella época de rebeldía; lo hacías, sin duda, influenciada por los mantras que habías oído en él una y otra vez: «ningún animal precisa medicinas o vacunas», «la naturaleza provee de todo lo necesario para vivir», «no son más que engranajes del sistema capitalista que enferman a la sociedad y al planeta».
Pretendías despojarte del yugo materno a cualquier precio, pese a que el futuro se presentase ante ti como una resbaladiza telaraña de incertezas. Sin embargo, de la noche a la mañana optaste por cambiar las clases de piano y a tus amigas del club por un puñado de gallinas y un huerto biodinámico plagado de escorpiones.
«En Montfosc nos irá bien», te dijiste aquel día que él te presentó a la Vieja y al resto de camaradas. La comunidad ocupaba caserones, algunos con importantes defectos estructurales, en una apartada villa abandonada años atrás. Como quisiera que la anciana de piel aceitunada hubiese convencido a las autoridades para que los dejasen residir en aquel valle continuaba siendo un misterio. Y pese a todo, allí te encontrabas tú, dispuesta a convertirte en una más.
De nuevo te descubres absorta con la mirada en las brumas distantes de aquella otra vida.
—Aunque el test de progesterona haya dado positivo esperaremos a los tres meses para realizar la primera ecografía —apunta la doctora captando de nuevo tu atención—. No sería extraño que durante este tiempo se presentase un aborto espontáneo; como sabe, la edad es un factor de riesgo añadido.
Te despides de la especialista hasta la próxima visita. Abandonas la clínica y te diriges a la parada de taxis que hay a pocos metros de la entrada. Te subes al primero de ellos y das la dirección de tu casa.
«Mi casa», reflexionas. A pesar de haberte criado en ella y de tener la certeza de heredarla el día que tu anciana madre fallezca, sientes que en realidad nunca lo ha sido y nunca lo será.
Montfosc era tu hogar.
Tu casa era de piedra; el musgo crecía en la parte donde nunca tocaba el sol. La cubierta del pajar se había desplomado años atrás y hubo que reforzar la viga principal, podrida por las lluvias, antes de continuar con la rehabilitación. «Para querer huir de los convencionalismos, vamos a recrear una de las estampas más icónicas de la religión cristiana», le dijiste mientras te acariciabas el vientre y sonreías. A pesar de tener una falta de pocos días, lo sabías con seguridad: el bebé estaba en camino.
Evitaste informar entonces a tu familia, la pelea con tu madre al marcharte había sido de órdago; en otro tiempo incluso habías albergado la esperanza de compartir con ella momentos especiales como aquel; pero sentías que pertenecíais a mundos diferentes y, en su lugar, cosechabas los consejos de la Vieja…
Pagas la carrera, bajas del vehículo y picas al timbre. La mujer del servicio te abre la puerta. Encuentras en la cocina a tu madre con el almuerzo. Tomas una taza del armario dispuesta a rellenarla de café hasta el mismo borde, pero te detienes un instante al caer en la cuenta de que quizás no deberías.
—¿Adónde has ido esta mañana? —te pregunta.
—He ido al centro, a mirar tiendas —respondes evitando cruzar con ella la mirada.
—Hay algo inusual. Aquí, ¿ve esa masa hiperecoica?
El índice señala en la pantalla del ecógrafo una ballenesca línea blanca en un mar de difusos puntos grises.
—Pensaría que se trata de algún tipo de artefacto; sin embargo, por la forma y el tamaño… Debemos hacer una tomografía.
«Es un error», te rebelas en primera instancia; sin embargo, a medida que pasan los minutos comienzas a asimilar que quizás el error lo hayas cometido tú al dejar pasar demasiado el tiempo; es posible que ahora llegues tarde a tu propia fiesta: ya no queda tarta, ni amigos y los globos esparcidos por el suelo se empiezan a desinflar. Durante esas interminables horas, te embarga la duda y regresa a ti el eco recurrente y lejano de aquel momento que quedó grabado a fuego en tu memoria.
Una cuchillada en el vientre.
La amarga infusión de hierbas de la Vieja apenas había logrado aliviarte. Te agitó la impetuosa idea de que todo pudiera acabar mal; no se suponía que debía suceder así. Tras largas horas de agonía, dudaste: ¿y si te equivocabas al no acudir a un hospital?; pero la Vieja ya te había advertido sobre el dolor; el dolor era algo soportable y bueno; y era bueno porque te hacía sentir viva, en comunión con tu propio espíritu.
Otra cuchillada.
No imaginaste nunca una sensación semejante rezumando desde tu interior. Los gritos durante aquella noche interminable fueron vientos en la tempestad. Al amanecer sangraste como nunca antes lo habías hecho; finalmente había terminado mal, muy mal. Tenías lágrimas en los ojos, las manos en el vientre dolorido; la Vieja entonces te dijo que habías fracasado en tu gestación porque el espíritu aún permanecía vinculado a tu antigua vida. Te estremeciste al comprobar que el fuego que iluminaba también era capaz de quemar.
—Se trata de un litopedion —confirma la doctora—. Un hallazgo del todo infrecuente, sin duda…
—¿Puede explicármelo de manera que pueda comprenderlo? —dices irritada.
—Claro. Hay un pequeño porcentaje de gestaciones en las que el feto no crece en la matriz, si no en algún otro lugar de la cavidad abdominal haciéndose inviable su desarrollo. En la mayoría de estos embarazos ectópicos, los diminutos embriones son reabsorbidos sin clínica alguna, quiero decir, sin que la madre presente síntomas. En contadísimas excepciones, el embrión continúa desarrollándose hasta que en algún momento muere y comienza entonces el proceso de momificación del feto que termina calcificándose. Es lo que llamamos un litopedion; literalmente, un niño de piedra.
No consigues dar crédito a sus palabras.
—Sin duda es causa de un embarazo ocurrido años atrás. En otras circunstancias, se trataría de un hallazgo casual sin mayores implicaciones. El problema, en este caso, es que existe un riesgo considerable de hemorragia debido a la ubicación. No solo afectaría a la salud del feto actual, también a la de usted. La opción lógica y prudente sería practicar la exéresis, una cirugía para extraerlo. Asimismo, la resección provocará con toda probabilidad la interrupción del embarazo actual.
—¿Lo que dice es que porto en mi vientre un hijo momificado —Un escalofrío recorre tu cuerpo al pronunciar las palabras— que podría matarnos a mi bebé o a mí?
—Es una posibilidad más que plausible, efectivamente.
—¿Y que la cirugía para arrancarlo de mí acabaría también con el bebé?
—Entiendo que necesita algo de tiempo para asimilar la noticia, sin embargo, no debería demorarse, si me comprende.
Has regresado a Montfosc.
Estás estirada sobre el vetusto tálamo; reconoces su aspereza al tacto, así como los enseres que te rodean, aunque de alguna forma percibes que todo en el pajar es diferente. Notas la presencia. La Vieja que te observa desde los pies del lecho; porta una vela en la mano y te contempla en absoluto silencio. Te percatas de que tu camisón está impregnado por una mancha roja en la parte baja del vientre. La risa afilada de la Vieja penetra en ti igual que las palabras que tanto daño te causaron tiempo atrás. No quieres escucharla. Tuerces la mirada hacia el grueso muro de piedra. En la penumbra descubres una roca que gira sobre sí misma, se desprende y cae al suelo. Ves cómo se retuerce y distingues la forma de un bebé, un bebé de piedra.
Abres los ojos. Despiertas con el corazón desbocado y un sudoroso rocío en la frente. Te palpas el vientre. El dolor es un espejismo que se desvanece con la pesadilla.
—Me ausentaré unos días —anuncias a tu madre esa misma mañana. En su semblante distingues un rictus de preocupación—. Necesito despejarme, tan solo es eso.
«Es lo mejor», te convences, así no deberás darle explicaciones tras la intervención. Recoges la maleta que tenías dispuesta en tu dormitorio antes de marcharte. No hay vuelta atrás. Te arrancarán la vida que fue, que pudo haber sido y que todavía es.
Tu ginecóloga te acompaña en la sala preoperatoria. Los narcóticos han empezado a hacer su efecto. Intentas sin éxito alejar la imagen del día que todo empezó a morir en tu interior antes de cerrar los ojos y entregarte por completo a la vacua inconsciencia…
El murmullo de las enfermeras charlando en el pasillo te despierta. No hay nadie más en la habitación. El efecto de la anestesia todavía se hace patente en tu cuerpo. Eres incapaz de sentir algún alivio al descubrir que, al menos, tú sigues viva.
Al rato, el cirujano entra a la habitación acompañado por la doctora y comienza a explicar algunos detalles de la operación. Te confirman que no solo has perdido a tu hijo nonato, sino que también será realmente complicado, otra manera de decir imposible, volver a quedarte embarazada.
Tras unas breves palabras, ambos abandonan la habitación y de nuevo te encuentras sola sobre la fría cama de hospital. Apuntas la mirada hacia la pared lisa y blanquecina mientras una lágrima resbala por tu mejilla y moja la almohada.
Ni siquiera has deshecho la maleta. Continúas postrada en la cama del hotel. La bandeja con la cena del día anterior continúa intacta sobre el escritorio. Te preguntas si tu vida tiene ahora un propósito; todavía queda algo por hacer, pero, ¿y después?
Abandonas el alojamiento y tomas el coche con destino a Montfosc. Una práctica masoquista, una etapa más del luto, qué importa lo que en realidad sea…
A medida que recorres quilómetros y quilómetros de carretera, los remordimientos empiezan a aflorar, unos pensamientos incómodos que calan en tu mente como perdigones disparados en el recuerdo: fuiste tú la que decidió acompañarlo y abandonar la vida anterior junto a tu madre, te repugnaba convertirte en una mujer solitaria y anodina como ella; incluso antes de quedarte embarazada, ya habías decidido prescindir de un ginecólogo o de cualquier otro tipo de médico; en el día fatídico, optaste por los remedios de la Vieja en lugar de acudir a un hospital. Podías no haber tomado ninguna de aquellas decisiones. Tuviste elección, por lo que, en definitiva, lo que ocurrió… fue culpa tuya.
La verdad es una nueva cuchillada en el vientre; y la cicatriz de tu piel será su recuerdo perpetuo. Con los ojos humedecidos observas por el retrovisor la maleta en el asiento trasero. Tu espíritu ansía hallar la paz tras la penitencia, pero temes no encontrarla.
Tu casa era de piedra; el musgo crecía en la parte donde nunca tocaba el sol. ¿Seguirá igual que la dejaste? ¿Cómo te recibirá la comunidad? Pronto esas preguntas obtendrán respuesta…
Te acoge el abrazo sombrío del valle. No has advertido indicios de actividad desde que tomaste el sendero empedrado antes de dejar atrás el último pueblo. Al llegar a la entrada de la villa, detienes el vehículo a un lado del camino. El silencio lo embarga todo. ¿Cuánto tiempo en la ciudad necesitaste para olvidar el sonido del silencio? Recobras una conexión telúrica que tu mente había relegado al más completo ostracismo.
Bajas del coche dispuesta a recorrer el último trayecto a pie. Caminando entre los muros de mampostería, esperas que en cualquier momento te asalte un nuevo recuerdo inesperado. Enseguida te percatas de que las hierbas invaden los senderos y las chimeneas se erigen mortecinas. Allí no habita nadie desde hace tiempo.
Encuentras la entrada del pajar, aquel en el que un día depositaste tus sueños de futuro, sin embargo, ahora te invade una incómoda sensación de ajenidad. Tu casa era de piedra; el musgo crecía en la parte donde nunca tocaba el sol. ¿De qué servía volver a un lugar cuando en realidad querrías hacerlo a un momento?
Pero aquellos latidos de piedra pertenecen al pasado. La vida que un día albergaron en su interior los abandonó tiempo atrás, por eso decides enterrar el minúsculo cuerpo pétreo de tu hijo a escasos metros de la casa, en la parte donde nunca toca el sol.
Llega la hora de abandonar Montfosc para siempre.
Rodeas el pajar, pero dudas del camino que debes tomar para regresar a la entrada del pueblo, pues no identificas la construcción ante ti. Caminas en uno de los sentidos que te lleva a un grupo de caserones en ruinas que tampoco alcanzas a reconocer. Tomas la otra dirección, pero a los pocos pasos descubres que también es errónea. Intentas volver sobre tus pasos al pajar, pero en su lugar acabas llegando a la casa de la Vieja. No tiene sentido alguno, no estaba ahí antes. De nuevo das media vuelta intentando alejarte. Un nuevo muro de piedra te barre el paso. Un escalofrío te trepa por la nuca. Es ilógico, inconcebible, aquel lugar no quiere dejarte marchar. Estás atrapada en un laberinto. Giras una vez y otra, y otra, y otra…
—Un grupo de cazadores nos alertó —La voz del agente rural te llega amortiguada—. Deambulaba desorientada. Debía llevar toda la noche vagando por el bosque pues los sanitarios nos han informado de que presentaba síntomas evidentes de hipotermia.
Tu madre, junto a la camilla en la que permaneces estirada, sostiene tu mano en las suyas. Apenas puedes sentirlas.
—No estás sola, ¿me oyes? —dice entre lágrimas—. Vamos a volver a casa.
—Mi casa era de piedra… El musgo crecía en la parte donde nunca tocaba el sol… —dices al vislumbrar la insustancialidad de tu propia existencia, tan ilusoria e ingrávida como la de una mota de polvo flotando en la inmensidad del cosmos.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.