Era lunes en el antiguo convento de la ciudad de El Calvario, y Gustavo, el administrador, estaba por echarle candado al salón de las momias. Su esposa estaba esperándole en casa para asistir a la oración nocturna que se celebraba mensualmente en la capilla de San Antonio; y cualquier tipo de retraso, por muy leve que fuera, le aseguraría un lugar junto a los rígidos pedazos de carne que tanto explotaba.
—Bien viejo lobo —dijo el ejecutivo dirigiéndose al velador—, creo que eso ha sido todo por hoy. Me sorprende que, luego de todos estos años, te sigas manteniendo tenaz y que no hayas desarrollado una aversión hacia esos vejestorios de ahí.
—Creo que exagera señor —contestó el otro riendo—. En lo que a mí respecta, es más lógico tenerle miedo a una persona viva que a una muerta.
—Una frase bastante trillada, ¿no te parece? Pero dime, ¿por qué estás tan seguro de eso?
—¡Ah, mi buen patrón! ¡Las fuerzas de la oscuridad no actúan por sí mismas sino hasta que la curiosidad humana intercede por ellas! No hace falta decir que dichas energías siempre se encontrarán ahí, esperando apaciblemente a que un estúpido llegue y las altere. Además, por lo que me dice, deduzco que usted no suele ver las noticias —volvió a reír una vez más—. Lo mantendré al tanto de los hechos si me lo permite, ya que los datos que estoy a punto de revelarle los debe conocer si es que en verdad le importa la seguridad de algún ser querido.
Gustavo miró a su interlocutor con un semblante de intriga; y éste, al percatarse de ello, prosiguió…
—Verá, hace poco más de diez años, durante el periodo de la anterior gerencia, un peligroso violador escapó de la prisión estatal. No estamos hablando de un simple pervertido o de un morboso cualquiera. Me refiero a un antisocial; una bestia ungida por el mismo Belcebú cuya sangre e ímpetu alcanzaban niveles infernales.
—Suena inquietante. Nunca oí hablar de él. ¿Cómo se llamaba?
—Manos de porcelana era su apodo y no precisamente por su belleza.
—¿A qué te refieres? —inquirió extrañado el encargado.
—No sé cómo decírselo sin ponerme incómodo. Verá, los ciudadanos empezaron a llamarle así a causa de las desafortunadas víctimas que escogía. Manos de porcelana no era más que un… ¡Oh por Dios! ¡No puedo pronunciarlo! —dijo el cansado hombre apretando uno de sus puños—. Manos de porcelana, el muy bastardo era… ¡Era un sucio y desgraciado pedófilo!
—Entiendo, entiendo… No es necesario que entres en detalles —dijo Gustavo con un ademán que denotaba repulsión.
Tras hacer una mueca y un movimiento de cabeza, el velador continuó sin atender a la recomendación...
—Manos de porcelana había sido acusado por ultrajar a las niñas de los barrios aledaños, entre ellas a… a mi hija. Aprovechaba el momento oportuno cuando se hallaban más vulnerables, seduciéndolas con su empalagosa elocuencia, que de sólo recordarlo, hace que la furia me domine.
» Las autoridades no podrían haberlo aprendido en mejor momento, pues varios de los afectados habíamos pensado muy seriamente en tomar justicia por nuestra propia mano. Después de todo, ¿a quién iba importarle si lo encontraban desmembrado en medio de un lote baldío? La violencia genera más violencia señor Gustavo, ¡no olvide eso! Al final, el muy maldito fue procesado, enjuiciado y sentenciado a castración química según las leyes del Estado; y adicional a ello, cumpliría una condena, que según el inepto del juez, aseguraba mantenerlo encerrado de por vida, aunque claro, siempre y cuando no se escapara.
» Según su compañero de celda, la estancia de Manos de porcelana en la cárcel fue un verdadero tormento; y no precisamente para él, sino para todos los reclusos y policías por igual. Al cabo de la bienvenida que los presidiaros suelen administrarle a todos los pervertidos que caen bajo rejas, y de la evidente disminución de su libido como efecto de la capadura que se le hizo, el violador entró en una especie de crisis nerviosa que lo estaba consumiendo poco a poco. Le faltaba energía y motivación. Creía que si se sometía a más abuso físico y sexual, su nocivo deseo erótico regresaría. Solía pasearse desnudo entre los corredores y en el patio con la esperanza de que algún fornido maleante lo domase, sin comprender que lo que le habían hecho en un principio consistía más en una humillación que en un vicio. ¡Vaya imbécil!
» Pero un día, sin previa explicación, su actitud volvió a cambiar. Estaba de nuevo calmado, con la mirada vacua y murmurando sandeces sobre un supuesto afrodisiaco que le devolvería su vida de antaño. Cuando se le preguntaba sobre esas divagaciones, lanzaba una carcajada insoportable diciendo que era incapaz de revelar un secreto tan preciado y que muy pronto su nombre volvería a estar en boca de todos. Tres días después, había escapado matando a un guardia en el proceso empleando una cuchara a la que le estuvo sacando filo. Vamos, ¡no me pregunte cómo lo hizo!
» Por azares del destino, y para mi desgracia, esa misma tarde se me había sido asignado el turno nocturno por motivos ajenos que no es importante mencionar. Había terminado de hacer mi ronda y me encontraba sentado en mi oficina, escuchando la radio a un volumen adecuado que me permitiese poner atención a las anomalías del entorno, así como también a las sinfonías que la estación radiofónica de la universidad transmitía en ese horario.
» Mi decisión fue de lo más acertada, porque justamente, y como quizá habrá de suponer, escuché el eco de unos pasos poco discretos en uno de los corredores adyacentes. Me incorporé súbitamente, y con toda la incertidumbre del mundo, salí a investigar para ver de lo que se trataba. No le mentiré: mientras caminaba con linterna en mano, cavilaba si un fenómeno similar había ocasionado el «incidente» que obligó a la orden de Las Carmelitas a deshacerse del edificio luego de encontrar apiladas a todas nuestras momias en una celda secreta de la planta baja de este mismo convento. Sinceramente no lo sabía y no quería dejarme llevar por simples figuraciones mías. Una galería con varias copias del trabajo de Goya se hallaba colocada en uno de mis costados al igual que el rollo de una película. El aquelarre o Saturno devorando a su hijo jamás me habían parecido tan desagradables, dado que ese piso polvoriento de loza y esa anticuada arquitectura colonial provocaban que una energía malsana se sintiera hasta en los huesos. Si alguna vez he experimentado un terror verídico podría decirle que fue en ese momento. ¡Jamás me había sentido tan nervioso!
» De pronto, escuché un ruido ensordecedor que provenía del salón de las momias. No voy a mentirle: me sobresalté bruscamente y casi se me cae la linterna de las manos por la impresión. Aún con todo eso, me armé de valor y me dirigí ahí con celeridad con el único fin de averiguar la fuente del estruendo. Cuando llegué, me percaté que la cerradura había sido forzada, y que por algún motivo, la puerta no cesaba de golpearse contra el marco. El movimiento se fue haciendo cada vez más suave conforme pasaban los segundos, dando la impresión de haberse detenido por sí misma. Giré dubitativo hacia el umbral debatiéndome sobre si debía entrar. De algún modo que no soy capaz de explicar, un mal presagio que venía acompañado de unas palpitaciones tremendas y de un hormigueo indomable me hacía retroceder dos pasos por cada uno que daba.
» Entonces fue ahí cuando lo miré a él, a Manos de porcelana, cargando a cuestas a una de las momias de la exposición en medio de la vil oscuridad. Me quedé atónito ante semejante escena. ¡Nunca habría imaginado nada semejante! ¿Cuál era la causa de que ese rufián estuviese hurtando un cadáver? ¿Tan mal le había sentado la prisión? Todas y cada una de esas reflexiones las formulé mientras intentaba agazaparme en un ataúd de utilería que teníamos para que los niños se sacaran fotografías. Tenía que avisar a la policía lo más rápido posible, pues era bastante imprudente que intentase jugar al héroe. De cualquier manera, el reglamento de los guardias de seguridad también me prohibía arriesgar mi propio pellejo, aunque le aseguro que de haber llevado conmigo mi arma esa noche, habría reconsiderado muy seriamente sobre si era buena idea el volarle la tapa de los sesos a esa escoria; y sin embargo, también pensaba en mi mujer y en mi destino que muy posiblemente habría de colapsar. Ya sabe usted que en este país los criminales tienen más derechos que quienes vivimos honradamente.
» En un intento por identificar a la momia que Manos de porcelana estaba robando, enfoqué mi vista lo mejor que pude en cuanto los dos pasaron cerca de mi posición. Mi intriga creció todavía más luego de descubrir que tales restos no eran otros sino los de la mismísima Bruja; un personaje que había aterrorizado a toda la provincia durante el periodo colonial.
» Según la leyenda, La bruja o Methed, como también se le conocía, había sido una amante galante y una de las mujeres más hermosas de la región. Su juventud parecía no desvanecerse con el paso de los años, y por ende, aquello suscitaba la envidia de sus iguales y las riñas entre los varones. Estas mismas pasiones desenfrenadas (pese a que ella las consideraba un honor) pasarían a convertirse en su ruina, dado que algunos pretendientes rechazados y una miríada de rivales la habían acusado por hechicería ante la Inquisición, detallando que ni la necromancia o los conjuros de sangre estaban lejos de su conocimiento.
» Y efectivamente aquellas personas no podrían haber estado en lo más correcto, pues según los archivos del Santo Oficio, la presunta necromaga poseía conocimientos y prácticas extraordinarias que, a ojos de la Iglesia, eran condenables. Entre ellos destacaba un sacramento de herejía pura; una comunión en la que la cortesana comulgaba con una de las muchas fuerzas primordiales de la región para lograr la belleza y el placer carnal supremo. Se trataba de un rito en el cual le rezaba al antiguo dios araña del sexo llamado Arthakhne: una deidad mucho más antigua que La Providencia o que el resto de las deidades mesoamericanas. Lamento no poder comunicaros en qué consistía esa blasfemia: los detalles se han ido perdiendo conforme han pasado los años.
» El asunto es que Methed fue enterrada viva bajo este mismo convento con la finalidad de que expiase sus pecados. Fue encadenada, adornada con siete escapularios y atada de manos para evitar que escapase. Las monjas que vivían aquí rogaban incesantemente por su alma durante sus oraciones; y sólo tal vez, con algo de suerte, Dios podría perdonarla. La enorme cadena que rodeaba su jaula simbolizaba su alianza con el Altísimo, al mismo tiempo que actuaba como un sello para evitar que pudiese regresar de entre los muertos.
» Como era de esperarse, la cadena sagrada se había deteriorado por el paso de las décadas y las condiciones opresivas del subsuelo; ningún metal es eterno, y cualquier aleación ferrosa, por muy tenaz que sea, siempre sucumbirá ante la oxidación; y la que una vez fue la mujer más famosa de la ciudad de El Calvario caminó una vez más entre los vivos.
» Cuando eso sucedió, el convento fue presa del «incidente» al que ya antes me he referido. Las monjas fueron enfermando y muriendo una por una hasta que la Madre Superiora, convencida de que una maldición atormentaba a su séquito, pidió ser reubicada junto a las sobrevivientes en otro convento para poder estar a salvo. El edificio quedó abandonado y el nuevo dueño, en un recorrido que hizo de cabo a rabo, descubrió a las momias que hoy exhibimos, y entre ellas, estaba La bruja. En un rápido análisis de laboratorio, se dedujo que el proceso de momificación de nuestra favorita era muy diferente al del resto, dado que su cabello y uñas estaban casi intactos. Era algo muy insólito, en verdad.
» —Con un pedacito de tu piel —dijo de pronto Manos de porcelana—, podré preparar el elixir que me devolverá los medios para encarrilarme a las andadas.
» El silencio era absoluto; temía que el sonido de la saliva que me estaba tragando, a causa del pánico, hiciera eco. No sé cómo sucedió, pero en ese preciso momento, la expresión en la cara de Manos de porcelana cambió. Aquel par de ojos desquiciados, que anteriormente denotaban desesperación, ahora eran vacuos y fríos. Contemplaba su ingrediente alquímico con suma vehemencia; como si estuviese hipnotizado de algún modo. Ciertamente mi observación no podía ser más atinada, ya que con movimientos maquinales, el violador depositó sobre la helada superficie de la habitación al fortuito cadáver, y a costa de todo pronóstico, comenzó a desvestirlo para luego él ponerse en iguales circunstancias. ¡No podía dar crédito al grotesco evento que estaba por suceder! En cierta ocasión, un escritor inglés comentó que si el amor fuese un crimen, Dios no lo hubiese hecho tan irresistible; empero, creo que es bastante evidente que personas como Manos de porcelana no son capaces de interpretar esa delgada línea entre lo que es una expresión de un sentimiento compartido y lo que es un impulso degenerado.
» Los acontecimientos extraordinarios no terminaban ahí, porque entre mi repulsión y mi falso sentido del deber disfrazado de morbo, mi cerebro era incapaz de interpretar lo que la luz de las lámparas dejaba al descubierto. El brazo cadavérico de La bruja había rodeado en un gesto de pasión licencioso la espalda de su compañero, aferrándose a su piel hasta el extremo de lacerarle. Ambos estaban entregados a la satisfacción de sus corrompidos espíritus; eran dos criminales de épocas tan dispares con la similitud de ser odiados excesivamente en sus respectivos tiempos.
» La prostituta ancestral iba reanimándose progresivamente y ya ni siquiera se preocupaba en ocultar sus rígidos movimientos. Ahora, más que nunca, ponía en práctica todo su conocimiento e ingenio, mismos que se hallaban refinados por una aglomeración de artes apócrifas procedentes de una época imposible de recordar. Y mientras tanto, los gestos de su galán, dejaban muy en claro las delicias diabólicas de las que gozaba, y que hasta entonces, desconocía. ¡Qué tan rápido puede desviarse el ser humano de sus principales objetivos! ¿Acaso era ese el estimulante que tanto alababa Manos de porcelana? Sinceramente no quisiera saberlo.
» Entonces el infractor se despertó de su trance, y al igual que yo, se percató que una porción de su carne se iba marchitando gradualmente al igual que la polilla que es devorada por las llamas. La desembocadura de su agua escarlata iba más allá de ser un simple frenesí masoquista. ¡Methed lo había hecho a propósito para que el preciado líquido vital se derramase sobre ella! De nada le valía gritar al infeliz, nadie iba ayudarle (ni siquiera yo). Aquella entidad, en un principio inerte, había recuperado en un abrir y cerrar de ojos la belleza primaveral que por tantos años le había identificado. Tal hazaña jamás habría sido posible sin la intervención de una persona tan despreciable como ella, quiero decir, de un transgresor. Un mal descompuesto de engañosa figura había emergido desde las tinieblas de un recinto en donde se rezaba y castigaba por igual. Desconozco si en algún momento la mujer demoníaca advirtió mi presencia, pues lo último que hizo antes de abandonar la sala, fue besar el abyecto cascarón de su proveedor, de tal forma, que cualquiera que haya visto dicha acción la habría interpretado como una burla.
» Los vecinos perjuran apasionadamente, que durante el primer punto de Aries, se puede ver la silueta de una bella señorita deambulando sobre el pavimento de piedras de esta misma rúe. Se dice que va tentando a los desafortunados hombres que se atreven a pasear sin compañía en cuanto los plateados rayos del astro nocturno bañan con su claridad a los retorcidos árboles de mezquite.
El velador calló súbitamente, y entre tanto, Gustavo lo miraba atónito intentando procesar las palabras que acababa de escuchar. Tras revisar la hora con el único fin de quebrantar ese silencio incómodo, el hombre dijo al fin:
—¡Maldita sea! ¡Mira qué tarde es! Me voy amigo mío, que si no estoy a tiempo para antes de la cena, seguramente tendré motivos de sobra para sentirme turbado de verdad. Tal y como has dicho, es más razonable tenerle miedo a un vivo que a un muerto. ¡Te veo mañana!
—Es cierto, es cierto. En fin, que descanse señor —contestó el velador con una sonrisa, y acto seguido, cerró el portón del convento para luego retirarse a su guarida en medio de la oscuridad.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.