El fin de los tiempos
En una era casi olvidada, reinó un faraón tan ávido de poder como nunca antes otro hubo. Quisieron los dioses castigarlo empero con un cuerpo achacoso al cual la enfermedad consumía con el paso de los días. Inconforme con aquel destino, proclamó acudir so pena de muerte a magos y adivinos de los confines del mundo con el propósito único de burlar la voluntad divina y extender su reinado más allá de cualquier límite que viera nunca la humanidad. La búsqueda cejó al comparecer en palacio el supremo sacerdote de un templo que celosamente custodiaba el arcano de la inmortalidad. El anciano aseguró al soberano que, llegado el momento, practicaría en su cuerpo la ceremonia de embalsamamiento para que su alma pudiera regresar desde el más allá y dominar así todo cuanto alcanzase la vista. Habrían de pasar milenios sin embargo para que las estrellas se alineasen sobre el ábside de la pirámide que ordenaría construir y permitieran el ansiado retorno. A cambio únicamente imploró que les fuera perdonada la vida a él y a sus acólitos. El faraón accedió a las demandas del sacerdote, sin embargo, secretamente dejó instrucciones para que, una vez concluido el rito funerario, los arrojasen a todos ellos a un pozo de cocodrilos, pues recelaba que otros intentasen pugnar por la grandeza que debía serle otorgada únicamente a él.
Pasaron los milenios y se cumplieron los auspicios del anciano sacerdote. Las constelaciones se alinearon en un instante único e irrepetible de conjunción astral haciendo posible el regreso del alma al mundo terrenal…
El cuerpo decrépito y apergaminado de la momia se insufló de fuerza cósmica. Los brazos, fornidos como nunca lo estuvieron, empujaron la tapa del pesado sarcófago que cayó con un ruido sordo sobre el suelo de la cámara funeraria. El antiguo faraón, envuelto en vetustos vendajes, se puso en pie. Apreció la pintura casi desvanecida de los murales en los que había ordenado representar su glorioso regreso al mundo de los vivos. A continuación, empujó la gruesa losa que había sellado la cámara por milenios, y esta crujió cual ramita seca de tamarisco.
La luz de Ra le dio la bienvenida al emerger de la pirámide. A su alrededor, ondas de un mar arenoso cubrían todo hasta donde alcanzaba la vista. El espejismo del recuerdo lo transportó a una época pretérita de jardineras rebosantes, abundantes plantas aromáticas y huertos en los que palmeras e higueras se preñaban de jugosos frutos.
Con la inmortal bendición de su cuerpo incorruptible se dispuso a surcar la arena impaciente por reencontrarse con el destino que lo aguardaba desde hacía milenios. El cielo pronto se cuajó de estrellas, mas ninguna necesidad tuvo de detenerse; su conciencia totipotente no padecía ya las debilidades terrenales y nunca más precisaría del sueño o de sustento alguno. Llegó el amanecer de un nuevo día, tras este la noche y de nuevo el día. El faraón no encontró rastro alguno del pueblo que estaba llamado a gobernar.
Pasó semanas vagando por el desierto. Se topó con una gran osamenta de animal cuya calavera desenterró con gesto liviano de las arenas del tiempo; sobresalían de ella dos jepesh amarfilados, sin duda, los restos de un elefante de gran envergadura. Lo reconoció pues, en cierta ocasión, siendo aún impúber, unos cazadores habían portado a palacio una cría de aquellas peligrosas bestias para su divertimento y el de sus cortesanos. Observó un extraño orificio circular en la parte frontal del cráneo del animal e introdujo uno de los dedos vendados. ¿Qué tipo de flecha lograría atravesar el hueso de aquella manera? Como fuera, no se dejaría amilanar por las armas o el ejército del nuevo soberano. Se enfrentaría a ellos y los aplastaría como miserables hormigas. Su poder era inconmensurable, su cuerpo incorruptible, su destino inexorable…
Atravesó durante semanas parajes ignotos, hasta divisar en el fondo de un valle un extenso poblado cuya arquitectura le resultó de lo más ajena. Ninguna de aquellas construcciones polvorientas y carcomidas, ni siquiera las de mayor tamaño, presentaban relieves o jeroglíficos. Entre las ruinas divisó algunos sarcófagos maltrechos que se le antojaron del todo inútiles, pues eran no eran más que finos caparazones metálicos con grandes orificios; las ratas debieron dar buena cuenta de los cuerpos y ofrendas contenidas en su interior. Divisó entonces entre un montón de rocas un fetiche familiar; despojó de escombros el montículo dejando al descubierto un diminuto pedazo de trapo ajado. Se arrodilló y sostuvo entre pulgar e índice el ídolo de tela: la efigie no se le asemejaba especialmente, mas sin duda pretendía representarlo. Al infante a su lado no lo habían embalsamado debidamente, pues únicamente quedaba de él un esqueleto menudo y aplastado, y el túmulo no era más que un triste puñado de piedras amontonadas; así de anodino era el cementerio de la plebe. Abandonó el lugar dispuesto, una vez más, a reclamar el trono.
Con el tiempo alcanzó la costa y divisó el mar. En sus orillas descubrió infinidad de tesoros: unos duros, otros blandos, brillantes, coloridos, algunos transparentes como la miel y muchos otros más finos y flexibles que cualquier hoja de papiro que hubiera conocido y cuyo trazos y símbolos no se emborronaban con el agua marina. ¡Millones y millones de diminutas maravillas flotaban en el mar hasta donde alcanzaba la vista! ¿Cuántos secretos albergaba la nueva era?
Pasaron meses, años, décadas y siglos y el faraón recorrió en su incorruptible cuero el mundo descubriendo cada uno de sus rincones, mas a pesar de que cruzó mares, escaló montañas, atravesó valles y recorrió los vastos continentes, en ningún lugar logró hallar vida que no se hallase ya marchita.
Desalentado por no encontrar ante quien proclamar el reinado de su vasto dominio, decidió regresar a la pirámide primigenia en la que había despertado. Entró en la cámara funeraria de murales casi desvanecidos. Hastiado, se estiró en su sarcófago con los brazos en cruz dispuesto a abrazar de nuevo, y en esta ocasión de forma definitiva, el sueño eterno.
Mas entonces cayó en la cuenta: el sacerdote no le había proporcionado fórmula alguna para revertir el rito funerario, convertido ahora en maldición, y su cuerpo incorruptible se hallaba condenado de forma inexorable a permanecer en el plano terrenal hasta el fin de los tiempos. Consideró entonces que no les había procurado la merecida justicia al sabio anciano y a sus acólitos del templo al ordenar que los arrojasen a un pozo de cocodrilos, pues sin duda merecían un destino infinitamente más infame, doloroso y cruel, una agonía insufrible hasta el mismísimo día de sus muertes.
Como quiera que fuese, disponía de eones para arrepentirse por sus acciones…
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.