Tras los vanos de la galería, el enjoyado manto de Nut tachonaba el cielo nocturno de estrellas y su luz rielaba sobre la piel de la bella Nebet. Kenamon, paralizado por la anticipación, contempló su figura al trasluz de los rayos de luna que nada ocultaban bajo los pliegues del lino. La viuda volvió el rostro hacia el joven y su mirada fue una invitación que inflamó la osadía de quien siempre la deseó. Se acercó hasta ella y la tomó de los hombros, mientras aspiraba con deleite el aroma a mirra de la ladera de su cuello. Nebet estrechó su cuerpo contra el del hombre y, aún de espaldas, alzó su mano derecha para acariciar la mejilla de Kenamon.
―¿Acaso serás tú, Kenamon, el hermano que tanto he esperado? ―susurró con una voz que ni la misma Isis poseía.
Kenamon sintió crecer el ardor de su deseo y buscó los labios de la mujer, mientras acariciaba, a través del tejido, uno de sus senos. Las bocas permanecieron unidas un largo tiempo, libando una de otra, hasta que al fin la mujer se separó y miró al rostro del muchacho con ojos brillantes entre los negros trazos de kohl. «¡Ven!», leyó en ellos Kenamon, y su corazón se regocijó.
Prendido de la mano, Nebet condujo al muchacho hasta el lecho de su esposo.
Ptahmose, que había iniciado su viaje en el mismo momento en que el sacerdote tocó su boca y sus oídos con la azuela ceremonial, descendió de la barca todavía horrorizado por los peligros del gran río y se adentró en la orilla de Occidente hasta llegar a las primeras puertas de cedro. El chacal que las guardaba, se irguió, dirigió su aguzado hocico hacia el visitante y pareció escrutar el pozo de su alma. No movió los labios, pero el viajero oyó con claridad sus preguntas.
― Dime, tú que pretendes presentarte ante mi padre, el Príncipe de la Eternidad, ¿conoces el nombre verdadero de esta puerta y de cada una de sus bisagras?
Ptahmose no se arredró, pues tenía acceso a todas las respuestas y sortilegios de la Salida del Alma a la Claridad del Día, la guía para sortear los peligros del inframundo. Los jeroglíficos que la descifraban lucían en las paredes de su tumba en Ueset, en el interior de su sarcófago y en las mismas vendas con las que había sido fajado. Su pájaro ba, liberado de su cuerpo momificado, venía leyéndolas para él desde que inició su descenso al inframundo de la Dwat.
Fue por esa razón que Ptahmose pronunció las palabras justas. El dios de carne dorada le tomó de la mano, empujó las hojas de la puerta y por un negro pasillo le condujo, a través de muchas otras cuyas respuestas abrieron, hasta la sala del juicio, donde su alma sería pesada, contada y medida.
De pie junto al lecho, Nebet se soltó la fíbula del hombro y, con parsimonia, desanudó su ceñidor, de modo que la delicada túnica resbaló hasta el suelo. Kenamon exploró cada una de las colinas y honduras de la mujer, quien se dejó hacer. Las caricias se demoraron largo rato hasta que él no pudo refrenarse más; despojó a Nebet de su peluca nubia y mientras le acariciaba la tersa piel de su nuca ahora expuesta. la derribó sobre las sábanas. Ella se acomodó para recibir la plenitud de Kenamon y cuando los embates tomaron cadencia, Nebet con toda intención susurró su dulce aliento en el oído de su amante:
―¡Oh, Kenamon, hermano de mi corazón, Toro de Horus!
Anubis arrastró a su acompañante hasta el mismo centro de la Sala de la Verdad y de la Justicia, en medio de los cuarenta y dos dioses que habrían de juzgarlo. Ptahmose, inducido por su ba, se apresuró a inclinarse como muestra de respeto y dirigió las palmas de sus manos hacia el estático rostro del padre Osiris, cuya momia, vendada y coronada, se imponía sobre todos los presentes desde la altura de su talla, superior a la de tres hombres juntos. Este, con voz rutinaria, preguntó:
―¿Quién es aquél que acude ante mí para justificar su corazón a ojos de Maat?
A sus pies, Thot, el ibis divino, consultó los trazos de su largo papiro de escriba:
―Su nombre es Ptahmose, alcaide de la orilla occidental de Ueset, guardián de sus necrópolis y servidor de Faraón, tu hijo.
Es verdad que Ptahmose confiaba en que su pájaro ba le infundiría, desde su tumba, todas las fórmulas y respuestas que el ritual exigía, pero su firmeza se conmovió cuando, entre la penumbra que cubría el fondo de la sala, intuyó al acecho los fieros ojos de Ammyt, el Devorador de Almas. Bien sabía que si fallaba, padecería entre sus fauces la temida Segunda Muerte. De nada le serviría entonces su cuerpo de eternidad tan ricamente momificado en su sarcófago de pórfido. Moriría para siempre, nunca alcanzaría el paraíso de los santos justificados y todo habría sido en vano.
Sumido, pues, en el temor y la duda, no tuvo tiempo de percatarse de como la poderosa mano de Anubis penetraba en pecho, aferraba su corazón y lo depositaba después en uno de los platillos de la balanza. En el otro, danzaba ya la pluma de Maat, cuyo peso había de ser mayor que el de los pecados del compareciente, pues Maat es la Señora del Orden Universal y Fiel de la Justicia.
Nebet se levantó del lecho para avivar las cenizas de sándalo en el pebetero. Su amante, saciado el cuerpo, quiso colmar también su espíritu:
―¿Amabas a tu esposo como me amas a mí? ―preguntó, todavía tendido, mientras le acariciaba el interior del muslo sobre la rodilla. Ella, repentina y brusca, se giró para fijar la mirada en su compañero de lecho. La lumbre de las teas reveló en su boca un rictus de desprecio y en su voz se reflejó la inquina.
―No. Ptahmose era un cerdo avariento que solo sabía apilar su oro y guardar para su tumba los tesoros que robaba en otras. Nunca puso una ajorca en mis muñecas, ni una arracada en mi oreja. Solo me usaba para su placer.
Eso bien lo sabía él, puesto que, cobijado bajo las alas del propio Ptahmose, había liderado su banda de saqueadores en beneficio, casi exclusivo, del propio alcaide de Occidente. De ahí que este hubiera terminado con una daga hitita clavada en el corazón. La daga de Kenamon, quien mucho le envidiaba negocio y esposa.
―Pero ya no te molestará más, mi dulce Nebet ―repuso Kenamon. Y, con cierta duda, pues no creía mucho en los dioses, ya que nunca encontró a ninguno entre las momias de las necrópolis que expoliaba, apostilló―: Ptahmose debe hallarse ya ante la faz del Señor de la Verdad y a punto de entrar en el paraíso de los santos justificados.
―¡Oh, sí, aunque no creo que se libre de las fauces del Devorador! ―musitó la viuda y se regocijó, aviesa, con la imagen del pecador Ptahmose masticado y deglutido por el horrible monstruo con cabeza de cocodrilo, mitad león, mitad hipopótamo, que daba cuenta de las almas impuras.
Osiris el Renacido, Señor de la Eternidad, señaló con su cayado al ánima vital del muerto y, desde la altura de su boca, ordenó:
―¡Habla!
Ptahmose formuló, con voz trémula, el saludo ritual al Señor de la Vida que se sienta en el Trono del Universo, siguiendo, punto por punto, los jeroglíficos de poder que su pájaro ba le leía desde la tumba en la que reposaba su cuerpo ceñido por las vendas de la purificación:
―¡Salve, dios grande, Señor de la Verdad y de la Justicia! Déjame contemplar, amo poderoso, tu radiante hermosura, pues conozco tu nombre verdadero y los de las cuarenta y dos divinidades que te rodean en la vasta Sala de la Verdad y de la Justicia. «El-Señor-del-Orden-del-Universo-cuyos-dos-Ojos-son-las-dos-diosas-hermanas» es tu nombre secreto. Y he aquí que yo traigo en mi corazón la verdad y la justicia, pues he arrancado de él todo el mal...
Roto el miedo, el alcaide inició la negación de los cuarenta y dos pecados que demostraría su pureza, mientras su ba le desgranaba la letanía del ritual ―«No he causado sufrimiento a los hombres. No he empleado la violencia con mis parientes. No he sustituido la Injusticia a la Justicia. No he frecuentado a los malos. No he cometido crímenes...»―, y la voz de declarante reverberaba firme en las bóvedas de la sala.
Nebet reinició la danza de sus caderas sobre el vientre de su amante, y al tiempo que sostenía el ritmo, musitaba, a su vez, la confesión negativa que había ordenado plasmar en el hipogeo de Ptahmose: «No he intrigado por ambición. No he maltratado a mis servidores. No he blasfemado de los dioses...». Nebet, de forma progresiva, fue acelerando su cabalgada sobre los ijares del hombre y también el ritmo de su saloma. «No he matado ni ordenado matar. No he sustraído las ofrendas de los templos. No he robado los panes de los dioses. No me he apoderado de las ofrendas destinadas a los espíritus santificados...». Y justo cuando, ya casi de forma audible, remató la última frase, ambos amantes alcanzaron la plena culminación de su esfuerzo.
Nebet, tras un breve instante, se dejó caer junto a Kenamon, satisfecha sí, pero también sorprendida y regocijada por la coincidencia de ambos negocios.
El pájaro ba leyó y Ptahmose, orgulloso de sí mismo, de seguido repitió:
―No he dejado de arrebatar a los espíritus santificados sus ofrendas en cuantas ocasiones he podido por mi oficio; he cometido acciones vergonzosas…
El peso del corazón de Ptahmose hundió su platillo hasta golpear con ruido atronador el suelo de la sala. La magia de las fórmulas había sido quebrada y el alma del defraudador quedó expuesta, así que el dios tutelar del país del alcaide, liberado, se alzó sobre su escaño:
―Yo, Montu, Señor de Ueset, conozco a este hombre malvado. Que los sortilegios que ha usado no os engañen, hermanos. Durante años, sus hombres han violado las tumbas de las necrópolis, han despojado de protección a los cuerpos de los muertos, han destruido sus momias... ¡El corazón de este hombre no es justo! ¡Su corazón no contiene verdad!
Ptahmose, desolado por su tremendo error e inundado de pánico, se arrojó al suelo entre sollozos, gemidos y peticiones de clemencia.
―¡Entrégalo al olvido, padre Osiris, Señor de Vida! ¡Que reciba la Segunda Muerte y su alma sea destruida por Ammyt! ¡Es justo! ―exigieron los cuarenta y dos dioses, mientras el Devorador exhalaba ya su pútrido aliento sobre la nuca y la espalda del aniquilado alcaide.
―¡No! ―clamó el dios desde su alto trono―. Las fauces de Ammyt no son suficiente castigo para quien condenó a muchos justos a la expulsión de mi paraíso en los Campos del Ialu, cuando robó sus ofrendas y destruyó sus cuerpos de eternidad, infringiendo así el sagrado deber de guardarlos al que estaba obligado por razón del cargo que Faraón le confirió.
Osiris guardo un momento de silencio y, tras la expectación, dirigió su mayal hacia el rostro emplumado de Toth para que, como escriba del tribunal, registrara su sentencia:
―Este espíritu pérfido que ha quebrado la ley de Maat, Ptahmose, alcaide de la Ueset del Ocaso, ni vivirá ni morirá. Su cuerpo momificado permanecerá confinado en su tumba, custodiado por su propia soledad y maldito por sus pecados, hasta que le sea hecho a él lo que él hizo a otros. Solo así obtendrá la última muerte, la nada y el olvido. ¡Que así se escriba y que así se cumpla!
Los amantes combatieron una vez más y luego, exhaustos, se abandonaron al sueño que provoca la satisfacción de la carne y el cansancio de los cuerpos. Durmieron durante todo el tiempo que faltaba para que la barca de Ra abandonará las tinieblas de la noche en la que acecha Apophis, la serpiente madre de todo daño. Pero, de ambos dos, la viuda era la más satisfecha, pues sentía firmes las riendas en su mano derecha y ligera la fusta en su izquierda. Por ello, de forma profunda y abandonada, durmió con una sonrisa en los labios
Dentro del oscuro sarcófago, anegada en os ungüentos, aceites y perfumes con los que sus miembros habían sido ungidos, la momia renació a este mundo. Entre la tormenta de sus recuerdos retumbó la sentencia de Osiris y su boca se desencajó en un grito sin voz. «¡¿Por qué?!» se desesperó. Horrorizada, se removió dentro del más interior de sus ataúdes. Tenía ansias de golpear. Y golpeó, golpeó con una fuerza que Ptahmose nunca tuvo en vida. La madera pintada de los tres sarcófagos saltó en astillas y la tapa de la losa que cerraba el sepulcro se quebró por una falla de la piedra. Con esfuerzo salió del catafalco y se sacudió los collares, amuletos y joyas del cuerpo de eternidad. Miró desconcertada en torno a sí con ojos que no eran ojos pero que, sin luz alguna, veían. Buscó al ba, causa de todos sus males, pero no lo encontró. «¿Qué es lo que había fracasado?», se preguntó todavía en desconcierto. Contempló los textos de sus vendas en parte desplegadas, leyó las paredes exteriores del catafalco, leyó los muros… Y todo encajó en su lugar.
―¡Maldita puta vengativa! ―gritó sin que, tampoco esta vez, saliera de su garganta sino un bronco quejido. Su espíritu ba había leído bien, pero su esposa había hecho sustituir las fórmulas mágicas a mitad de rito.
La momia reflexionó sobre qué hacer. No podía pasarse la eternidad en ese pudridero. No. Recordó algo, pasó a la cámara de las ofrendas y registró entre ellas con ansia. Volaron los collares de flores y las joyas, los cofres y las estatuillas que habrían de servirle como esclavos en los Campos del Ialu, puesto que ya no necesitaría servidores. La encontró. Cerró sus dedos sobre la maza de guerra que un día tomó de la tumba del gran Amenemhat y se dirigió a la puerta tapiada de la cámara mortuoria. Durante horas, quizá días, golpeó el yeso una y otra vez, pero la magia de Osiris ―«¡Así Seth lo descuartice de nuevo!»― era más poderosa y hubo de desistir. No podía salir, como tampoco pudieron salir las lágrimas de las que carecía. Su ira cambio de orientación. Las imágenes de los dioses esgrafiadas en los muros bajo brillantes colores fueron borradas, machacadas golpe tras golpe; lo mismo que el rostro de Nebet, cuya escultura de amantísima esposa, se erguía junto a la de un joven Ptahmose en una hornacina de la pared oriental.
Al fin, sin otra cosa que destruir, se resignó. Esperaría, sí; esperaría a que un día alguien abriera un hueco en cualquiera de los muros para entrar y cumplir la sentencia del dios. ¡Que entraran cuantos quisieran! Sus sesos gotearían de la maza de Amenemhat como ofrenda a su ira. Ptahmose se deleitó con la idea. Se vio gateando por el hueco abierto por los expoliadores, saliendo a la luz del país de Kemí. Se imaginó de nuevo con los dedos de los pies hundidos el cieno negro de las avenidas del Nilo. Sí, volvería. Y buscaría a Nebet. Y a todas las mujeres que vendrían después de ella. O a sus hijos y a los hijos de sus hijos. A los hombres, y a los dioses. Sobre todo a los dioses en sus falsos paraísos. A todos exterminaría. No dejaría carne sobre carne, ni piedra sobre piedra.
La momia se sintió así más serena, tomó una preciosa silla de ébano y marfil saqueada de una tumba de Per-Montu, no recordaba cuál, la colocó en el centro de la cámara, se sentó, afirmó la maza sobre sus rodillas de su cuerpo de eternidad y, ahogado por el deseo de venganza, se dispuso a esperar.
Khepri, el escarabajo celeste, hizo rodar el disco solar por encima los pilonos del barrio de los templos. Amanecía. Nebet se desperezó al sentir la quemazón de los rayos en el tobillo. Giró sobre su costado derecho para huir del avance de la luz de día y cruzó su muslo izquierdo sobre los de su pareja, todavía durmiente. Del todo despejada ya, decidió continuar con su empeño, así que deslizó su mano por el vientre de Kenamon, tomó el ahora abatido pilar de su hombría y lo meció con suavidad como promesa de los muchos encuentros que habrían de venir. Kenamon sintió el calor en su ingle, pero, aunque bien hubiera querido pues nunca se saciaría de la belleza de Nebet, no pudo responder y le apartó la mano. Ella se acurrucó contra su hombro y le provocó:
―¿El que se decía mi hermano, en una sola noche se cansa de mí y desprecia mis favores? ¿Tan ajada y vieja me ves?
―A mis ojos, Nebet, eres más bella que Hathor y tus caderas más acogedoras que los brazos de la madre Isis. Nada podría separarme de ti.
―Sin embargo, me rechazas. ¿Cómo podría estar segura una pobre viuda ―siguió tejiendo su red― de que hay algo de verdad en tus palabras?
―Pídeme aquello que más colme tu corazón y yo lo pondré a tus pies, hermosa Nebet.
La mujer mordisqueó la oreja de Kenamon con detenimiento, casi con fruición, y cerró la trampa que escondía su deseo:
―¿Quizá podría mi hermano devolverme todo cuanto Ptahmose me negó? ¿Podría Kenamon traerme mis joyas y todo el oro sobre el que yace su despreciable momia? ¡Los dioses saben cuanto lo merezco…!
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.