Autor: Fermín Moreno González
La masacre comenzó, – con los cazadores fuera,
idos lejos a buscar – la carne de luengas tierras
que la diestra salazón – conservase toda entera
cuando el torvo manto blanco – recubriese las laderas
ansioso de cuerpos viejos, – nacidos y parturientas.
Los asaltantes mandaron – a matar al centinela,
degollada la garganta – luego la ciudad entera
abrióse ante sus espadas – como una doncella tierna
forzaron a las mujeres, – sajaron niños y viejas.
Hubo ancianos que lucharon; – ensartaron sus cabezas
en estacas aguzadas – para que todos las vieran;
el deleite más insano – brillaba en sus caras fieras.
Ocultaron las esclavas – en el bosque a las afueras.
Dispusieron el acecho, – comenzó la infanda espera.
El caudillo Nulvator – quien con sus hombres volviera
oyó horrísono sigilo – husmeó sangre ya seca,
traspuesta la empalizada – una lluvia de saetas
encontró los corazones – de la mitad de su cerca.
Las blindadas comadrejas – dejaron su madriguera
dispuestas a rematar – aquella incursión artera
empalando a Nulvator – desde el sieso a la cabeza
en una afilada estaca – para que todos lo vieran.
Cotas de bruñido acero, – celadas de cruel cimera,
contra jubones de cuero, – azagayas de madera,
el padre de Nulvator, – que a aquél su puesto cediera
acució a veinte soldados – gritando su última arenga
a cubrir la retirada – de su vástago a las cuevas
con el resto de guerreros – como si del campo huyeran,
aquellos que se quedaron – buscaron la muerte cierta,
contener al enemigo – hasta las últimas fuerzas
y caer en la batalla, – ¡ah, caer en la refriega!
la insaciable descarnada – permanecía a la espera
junto a estacas puntiagudas – para que todos las vieran.
Nulvator y su mesnada – pasaron la primavera,
el otoño y el invierno – en las lóbregas cavernas
de recónditos rincones, – húmidas honduras negras
acechando sabandijas, – murciélagos, carpas ciegas,
prendiendo la parca leña, – los matojos y maleza
que su hosco dios pusiera – en corrientes bajo tierra
mientras Rak el invasor – y la esposa traicionera
del oculto Nulvator, – Laribina la rastrera
paladeaban la carne – que el buen Nulvator trajera,
en una cálida choza, – flanqueada de cabezas
sobre sangrientas estacas – para que todos las vieran.
No hubo más conquistadores, – aquélla era tierra yerma
de fríos atardeceres – y heladas y eternas nieblas,
pardo liquen, abedules – cipreses, bestias hambrientas,
peñascos, cumbres peladas – y revueltas torrenteras.
La guardia se relajó, – las mujeres eran tiernas
sus maridos sepultados – en el vientre de las hienas
y sus mórbidos abrazos – sabían a miel de especias,
que todas las que escaparon – aquellos que las prendieran
las hicieron ensartar – antes que su turno fuera
con las manos tremulentas – a sus propias compañeras
en estacas amoladas – por que las demás las vieran.
El invierno agonizante – con la nevada postrera
sombras de piel macilenta – protegiéndose las cuencas
de luz de luna cubierta – abandonaron su cueva
cuchillos de hierro en mano – y lizas de cañavera
la noche en que las mujeres – con el vino de la cena
remezclaron cautelosas – acónito y dormidera.
La mañana iluminó – una horrífica floresta
de invasores gemebundos – sobre carmesíes yemas
ante Rak y Laribina, – atados con recias cuerdas,
toda regada con sangre – salvo dos estacas nuevas,
dos estacas ensebadas – para que los dos las vieran.
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