Dersea apoyó su espalda contra el frío y húmedo muro de piedra mientras miraba en derredor, expectante, como si de un momento a otro alguien fuera a aparecer en la calle desierta. Lentamente se desplazó hasta la esquina y se asomó a la oscura plazoleta. En el centro de la misma una enorme estatua de algún rey se erigía desafiante, como una sombra surgida de las profundidades del Averno para vigilar la antigua catedral frente a la cual montaba guardia. Dersea se mantuvo a la espera, como si de un momento a otro el antiguo monarca fuera a girar la cabeza hacia ella.