Sobre las losas marmóreas de la galería corre ella, sin siquiera haberse calzado los pies. Va con sus senos enardecidos, meneándose por la celeridad de su correteo; con la anemia en sus manos empuñando el faldamento para no tropezar; con los rizos de metal y sangre de su extensa cabellera acariciando al céfiro diurno; con sus ojos jaspeados dándole la bienvenida al Sol y reflejándole.
Mientras la fusta de esa mujer caía sobre su espalda, abriendo pequeños surcos que escocían como demonios, y mientras él gemía una y otra vez, Luisito supo que nunca había sido tan dichoso como en ese momento.
El señor Pérez pasa las horas del día mirando por la ventana. Sentado en un vetusto sillón orejero, ajeno a cuanto transcurre a su alrededor, observa el jardín de la Residencia, y, más allá, el parque que se abre al otro lado de la calle.
Venga, hazlo ya. La voz dentro de su cabeza no paraba de hablarle, susurrarle cosas terribles que jamás hubieran pasado por su imaginación. No tiene sentido que lo demores por más tiempo, mátalos a todos, coge ese maldito trasto y acaba con ellos.