Marcos 14:30

Imagen de Maundevar

Un relato de Maundevar

—Ahora no. Vete le instó Teodoro. Mamá se enfadará si me marcho. Jugamos otro día, ¿vale?

El pequeño perro volteaba la cabeza ignorando la razón por la que el niño rechazaba sus ruegos. Gemía solícito ante la pasividad de su amigo. Teodoro se arrodilló, enfrentando su semblante al del animal.

—No llores dijo abrazando con fuerza al perro. Si quieres, puedes acompañarme, pero tenemos que esperar a mamá, y si me sigues, tendrás que respetar unas reglas. Ya verás que divertido. El niño señaló una roca pulida del empedrado de la calle. ¿Ves el camino? ¿Ves que hay piedras oscuras y claras? Pues si pisas las negras te caerás por el barranco y te morirás, pero si pisas las blancas, vivirás para siempre, porque el blanco es bueno. Mamá me lo ha dicho.

El chico se situó sobre dos losas de un ocre lúcido, que reflejaban con fuerza la luz del abrasador sol de mediodía.

—¿Ves? indicó. Así se hace. Ahora repítelo tú.

El animal gimió de nuevo, al percatar desilusionado que el chico no atendía a sus súplicas, y se sentó sobre la única piedra oscura que les rodeaba.

—¿Eres tonto? le increpó Teodoro. ¿Quieres ir al infierno?

El niño, sin mover los pies, se inclinó en pos de su compañero, elevándolo entre sus brazos hasta posarlo sobre un canto del mismo tono crema sobre el que se sostenía él. Su deslumbrante imaginación les situaba sobre las frágiles columnas celestiales, único salvoconducto que levitaba sobre el oscuro desfiladero del abismo. Cualquier paso en falso les conduciría a una caída sin retorno. El Averno anhelaba que el gran Teodoro, descendiente de faraones, y su compañero Peludo, impetuoso león de virtudes legendarias, sucumbieran ante aquella inédita aventura.

El peludo cánido no tardó mucho en agotarse de su camarada, que saltaba de piedra en piedra, absorto en sus pensamientos. Un gorrión, que piqueteaba entre los guijarros de la calle, llamó su atención. Se agazapó y, tras un instante de espera, se abalanzó sobre el ave, que le esquivó con pericia. Ladró al aire disgustado por su frustrada acometida, correteando de lado a lado.

—¡Cuidado, Peludo! gritó el chico, saltando hábilmente entre los adoquines que seleccionaba en cada brinco. En un último bote, se arrojó sobre el perro, que ya había apoyado una pata sobre un canto oscuro.

Ambos rodaron por el suelo, y Teodoro se golpeó en una rodilla. El perro, asustado por la embestida, huyó por la calzada hasta desaparecer entre los muros de adobe.

—¡Teodoro! le requirió una voz. ¿Qué haces en el suelo? ¿No sabes estarte quieto?

Era su madre y parecía enojada. Se levantó lentamente, cabizbajo y temeroso de su mirada.

—Fue Peludo, mamá se excusó. Había pisado los agujeros cuando yo le dije que no lo hiciera. Entonces fui a salvarle y me golpeé la pierna. Mamá, me duele mucho.

—A ver, ¿qué te has hecho? La mujer le agarró del brazo con fuerza. Enséñame esa pierna.

De su rodilla, raspada y polvorienta, surgían algunas gotas de sangre que caían con rapidez por la fina piel morena de su espinilla. La mujer escupió en su mano y frotó con brusquedad la herida, tras lo que le propinó un sonoro coscorrón. Una lágrima corrió por el rostro del chico.

—¡Ni se te ocurra llorar! le advirtió su madre. Los hombres no lloran. Debes aprender a comportarte y obedecer. Le atusó y sacudió el sayo retirándole el polvo y la mugre. Y ahora, llévale este paquete a Libanio. La mujer le confió un saco cosido a un lazo, que volteó por su hombro y espalda para que quedará colgado y fijo en su trasera. Ya sabes dónde te digo, ¿no? No quiero que te entretengas con tus amigos, ni busques a ese chucho pulgoso.

—De acuerdo, mamá asintió disgustado.

—–De acuerdo, no —le corrigió la mujer, sosteniendo su rostro. ¿Has escuchado?

—Sí, mamá insistió el niño. No hablaré con nadie ni jugaré con Peludo, y le llevaré el saco al hombre mayor.

—Libanio, Libanio. No un hombre mayor. Libanio. Respeta a los sacerdotes, o acaso no quieres volver a hablar con tu padre. Ahora ve y no tardes, Teodoro.

El chico arrancó a correr por la calle, bajo la atenta mirada de su madre, que no volvió al interior de la casa hasta que no le vio desaparecer entre los estrechos callejones del final de la cuesta.

Teodoro corría a gran velocidad, esquivando a la gente que transitaba por el camino. El alboroto de su apresurada carrera turbó a los ancianos que meditaban sosegados en los zócalos de los portales, pero hizo caso omiso a los reproches y chapurreos de aquellos carcamales.

Repasó mentalmente el camino: debía bajar por aquella calle empinada y sinuosa hasta la plaza de la iglesia, y dirigirse a la travesía del herrero, entrando en la casa de los escalones.

El bullicio del mercado ya invadía la calma de la calle, mientras la pendiente del callejón iba menguando. Ante él estaba uno de los bazares más importantes de la región. A él se dirigían todos los agricultores, ganaderos y grandes propietarios para vender y canjear sus productos. Aquella animación, que duraba siete días, concluía con el retorno de la calma y sosiego habituales, y los religiosos volvían a poblar la plaza con sus aburridas discusiones y sus contemplativas meditaciones.

Teodoro se deslizó por la trasera de dos puestos, para evitar el enredo de la muchedumbre. Ni vendedores ni clientes repararon en la intrusión de un posible ratero, y pudo atajar sin problemas. Un mal pensamiento rondó por su mente, anotando que a su vuelta aprovecharía para birlar algo de comida.

Salió a la calle que encabezaba la herrería, y penetró aminorando la marcha. Tenía el pulso acelerado, y esperó a recuperar el aliento. La bolsa pesaba mucho, y sentía las cintas aprisionándole el pecho.

“¿Qué habrá metido mamá en este saco?”, se preguntó.

La curiosidad pudo más que el temor a las posibles represalias de su madre y, acercándose a un portal, soltó las ataduras de su fardo, apoyándolo con celo sobre el suelo. En su interior encontró un cuenco blanco de cerámica y varias porciones de pan en torno a dos pedazos bien generosos de queso. El olfato del niño captó con facilidad el fuerte aroma del ahumado de su corteza. Agarró indeciso una de las raciones vacilando sobre lo correcto de sus actos. Un sonoro ronco de sus tripas, que reaccionaban ante el olor de aquel manjar, vencieron los reparos de su conciencia. En una serie de rápidos y famélicos bocados, engulló parte de las viandas, dejando una prudente cantidad en el saco. Se limpió los morros de las migajas que atestiguaban su delito, aseguró el fardo a su espalda y caminó de nuevo calle arriba.

Se paró frente a un portal elevado, al que se accedía por una pequeña escalinata modelada en el lateral de la pared de la casa. Una anciana le observaba desde la entrada con mirada inquisitiva.

—¿Qué quieres mocoso? gruñó la vetusta señora, impidiéndole el paso.

—Vengo a traerle esto a Libanio dijo el niño mostrando el paquete de su espalda.

—¿Y de quién es? le requirió. Sube y déjame ver qué llevas ahí.

Teodoro subió los escalones y, cuando se disponía a mostrarle a la anciana el contenido del saco, una voz cavernosa surgió desde el interior de la estancia.

—¡Déjale pasar, vieja bruja! No te atrevas a meter tu arrugado hocico en mis envíos.

—¡Cómo te atreves a llamarme así! protestó la mujer. ¿Quieres que te descubra al obispo? Eres un lunático. ¿Te doy cobijo, y así me lo pagas?

—¡Que le dejes pasar te digo! insistió el personaje. Te aprovechas de mi invalidez y me robas las ofrendas. Tienes el ka marchito y tu corazón pesa más que el de ningún otro.

—Eres perverso y cruel. ¡Libanio! ¡Soy tu hermana! chilló al interior. ¡Ojalá te pudras con tu diosa! sentenció volviendo la mirada de nuevo al chico. Pasa si quieres —le espetó apartándolo de la escalera para alejarse calle abajo.

El joven, amedrentado por aquella acalorada discusión, oteó el interior de la oscura estancia. Contorneó los ojos, intentando percibir desde el portal al dueño de aquella voz tan profunda.

—Entra, niño se escuchó. El tono era ahora más afable y sereno. No tengas miedo. Que no te acobarde mi rabia. Es la bruja de mi hermana, que chupa mi sangre para alimentar a su corrompido ka.

—¿Bebe sangre? se sorprendió Teodoro.

—Aunque explicaría muchas cosas, no. Es una forma de hablar. Y dime, joven. Tu hermosa madre me comentó que ibas a pasarte hoy a darme algo, ¿no es así?

—Sí, señor afirmó el chico, entrando en la habitación ya más calmado.

La sala, pequeña y lúgubre, estaba iluminada por la llama de un pequeño candil apoyado en el suelo junto al camastro sobre el que reposaba Libanio, un anciano de testa rasurada y descuidada barba albina. Teodoro se acercó hasta la cabecera y soltó su carga sobre el lecho de aquel matusalén centenario.

—A ver qué traes aquí dentro soltó Libanio. El viejo sacerdote tomó el queso y lo acercó a su nariz, de cuyos orificios afloraban largos pelos que bailaban al paso del aire inspirado. Uhm... Simplemente delicioso. Pero ahora centrémonos en lo importante.

El anciano recogió la comida, apartándola a un lado, y observó detenidamente el cuenco de cerámica.

—Me servirá dedujo tras analizar toda su superficie. ¿Cómo te llamas niño?

—Teodoro, señor.

—Bonito nombre. Y ahora, Teodoro, podrías pasarme ese pequeño tarro de la esquina, y el estuche de piel gris de al lado solicitó Libanio sin dejar de mirar la superficie mate del cuenco.

El chico cumplió las órdenes del sacerdote y se arrodilló junto al camastro para contemplar el extraño ritual que el viejo llevaba a cabo. Este dispuso el cuenco boca abajo cubriéndolo con sus manos, mientras murmuraba una extraña jerga, casi inaudible. Aquella salmodia consiguió salvar las barreras mentales del joven, que quedó pasmado e imbuido de una profunda serenidad contemplativa. El sacerdote, con los ojos cerrados, abrió el estuche de piel extendiéndolo sobre las sábanas. Albergaba una serie de finos cálamos de ave, con sus puntas oscurecidas por el uso. Libanio frotó la yema de su dedo índice sobre la longitud de una de las cañas. Tras aquel prólogo reflexivo, abrió los ojos de nuevo. Agarró con firmeza el cálamo que había seleccionado e inició una serie de ligeros trazos negros sobre el reverso del cuenco.

Teodoro, asaltado por la curiosidad, se recostó sobre el lecho del anciano para observar mejor aquella escritura de formas tan sinuosas. No sabía leer, pero había visto en numerosas ocasiones los textos litúrgicos que el obispo pintaba y reescribía todas las semanas en los muros de la ciudad. Decían que esas palabras escritas transmitían la energía y fuerza de Dios. El niño siempre quiso comprender su significado. ¿Expresaban un sonido o tan solo eran símbolos de poder? Nunca obtuvo una respuesta. Su madre siempre le insistió que para esos menesteres ya se empleaban los escribas y monjes. Los campesinos y artesanos debían trabajar y ocuparse de sus tareas. Pero aquellos símbolos que trazaba Libanio eran distintos. Jamás vio nada semejante, y, como era habitual en él, no pudo reprimir su curiosidad.

—¿Qué pintas? consultó, temeroso de su atrevimiento.

El anciano, tras perfilar el último símbolo, limpió el cálamo y lo depositó de nuevo en el estuche, que plegó con gran mimo. Recogió la vasija y se la entregó al joven.

—Una oración. Una súplica para tu padre.

—Mi padre está muerto respondió enojado el crío. Está en el cielo y ya no quiere saber nada de nosotros.

—Teodoro... Tu padre siempre estará cerca, pero debéis hablar con él. De esa forma seguirá a vuestro lado y os ayudará.

—Yo rezo, pero él no me escucha.

—No, Teodoro le corrigió, agarrándole del hombro. Tú padre te escucha, pero no te entiende. Para eso sirve el lenguaje de los dioses. El sacerdote le señaló los signos recién pintados. Cada línea que ves aquí trazada traspasa la barrera que nos separa de tu padre. De esa forma le llega el mensaje escrito en la vasija. Y ahora ve y agradece a tu madre el regalo.

El niño apretó la vasija contra su pecho, acariciando las sinuosas líneas de aquella escritura. Su padre seguía cerca de él, seguía sonriéndole. Una lágrima de emoción contenida discurrió veloz por su mejilla. Miró a los ojos del anciano, sonrió y se fue a toda prisa.

El silencio volvió a invadir aquella mugrienta habitación y la sonrisa fraternal de Libanio se borró al verse envuelto de nuevo en su triste existencia. Había olvidado por unos instantes la debilidad de sus extremidades, el dolor de sus huesos. Un hálito de esperanza cuajó en su mente al observar a aquel crío, al captar su interés por la lengua de los dioses, pero la verdad era otra. Aquella escritura milenaria moriría con él.

Recogió el tintero y el estuche de piel, y los apoyó en el suelo cerca del candil, y recuperó una pequeña figura de madera y una fina uñeta de bronce. Se detuvo a observar las facciones de la imagen que tenía ahora entre las manos: nariz, boca, ojos, frente... Todo debía quedar perfecto, o por lo menos lo mejor posible.

Qué senda más desoladora había tomado su vida. A su mente afloraron los recuerdos del pasado. Una época antigua y grandiosa, que expiró en un suspiro.

 

Aquel día se encontraba en la naos del templo de Isis. Barría el suelo con el cepillo mientras retrocedía de espaldas hacia la puerta de entrada. Tras presentar las ofrendas y limpiar las sagradas figuras, ninguna muestra ni pista de intromisión debía quedar patente en aquella pequeña y oscura sala. Era el Sancta Sanctorum, el lugar más puro y sagrado, el espacio más próximo a Isis. Las tinieblas, que tan solo quedaban sesgadas por el tenue alumbrado procedente de la estancia contigua, acentuaban esa pureza. Era un lugar que animaba a la meditación y el recogimiento. Pero aquella no era su función, y el tiempo que Libanio podía permanecer mancillando la naos estaba limitado a las labores de ofrenda y limpieza.

Se disponía a marchar cuando alguien le sorprendió empujándolo por la espalda. Trastabilló y cayó de bruces al suelo.

—¡Levántate! gritaron tras él.

Libanio se incorporó a duras penas cuando le volvieron a empujar contra la pared opuesta de la sala. Dos hombres, ataviados con las vestimentas de monjes cristianos habían entrado en la naos.

—Blasf... Blasfemos... tartamudeó el sacerdote. ¿Cómo os atrevéis a pisar este sagrado lugar? ¿Cómo osáis blandir armas aquí?

Uno de los asaltantes avanzó hasta el pequeño altar de piedra sobre el que reposaba la figura divina de Isis y apoyó su mano en la pequeña imagen.

—¡No la toquéis! chilló Libanio avanzando hacia el cristiano.

El otro monje le detuvo empotrándolo de nuevo en la pared. El sacerdote intentó desasirse.

—¡Estate quieto pagano! le advirtió plantándole un puñal en la garganta.

—¿Dónde está tu diosa ahora? le inquirió el otro monje. ¿Por qué no nos lanza rayos, o nos abre las entrañas?

Con un gesto de la mano, empujó la figurilla de piedra, que cayó al suelo rompiéndose en varios pedazos.

Libanio no daba crédito a lo que sucedía. No solo habían mancillado el templo, sino que habían destruido la sagrada representación de Isis, la única unión del templo con el ka de su diosa.

—¡Sacrílegos! ¡Blasfemos!... maldecía el sacerdote.

—¡Calla! ¡Cierra la boca! le ordenó el monje.

Ante aquella rebeldía, el cristiano agarró el mango del puñal y le propinó un puñetazo en la cara, sumiéndolo en la inconsciencia.

Abrió los ojos. Una luz fulgurante penetró en sus retinas como un hierro candente, obligándole a cerrarlos de nuevo. La cabeza le palpitaba en explosiones que le oprimían el cerebro.

—Que se levante soltó una voz.

Alguien le agarró del brazo, alzándolo para mantenerlo erguido. Abrió los ojos de nuevo. Su vista iba acostumbrándose a la intensa luz.

Miró en rededor, descubriéndose en el exterior del templo. Una brisa fresca acarició su ropaje, le hizo notar en su piel la humedad diluida en el aire. Se encontraba cerca del acantilado que se formaba en el sector más elevado de la isla. A su lado estaban el resto de sacerdotes del templo, de entre los que sobresalía la figura erguida y orgullosa de Crisapio, el jerarca de los santuarios de File.

Ante ellos, junto a varios hombres armados, destacaba un personaje de postura solemne. Sus ropajes le delataban como un miembro de alto rango de la jerarquía patriarcal de Alejandría. Su piel blanca, casi mortecina, que resaltaba junto a una espesa y cuidada barba, constataba su ascendencia foránea a las lindes de Egipto. Les observaba con expresión áspera y severa.

—¡Hombres de Sile! exclamó el religioso. Mi nombre es Marsumas, obispo de Thmuis, y os he reunido en este lugar para comunicaros la decisión de Teodosio, Patriarca de Alejandría, hombre de santidad apostólica, en lo relativo a vuestra herejía. Éstas son sus palabras.

El cristiano, pausó durante un instante su discurso, extendiendo un papiro que portaba.

—De acuerdo con la enseñanza apostólica y la doctrina del Evangelio, todos aquellos que crean en una sola deidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en igual majestad y una santa trinidad, serán llamados cristianos; pero los otros, que son a nuestro juicio locos insensatos, señalados durante años como herejes, merecen la reprensión de la condena divina y el castigo sin paliativos de nuestra autoridad. Es por ello que yo, Teodosio de Alejandría, con el beneplácito de nuestro Emperador Justiniano el Grande, ordeno que todos los conventículos de la isla de Sile sean santificados y consagrados como iglesias de nuestro señor; y sobre aquellos herejes que habitaran entre sus muros, sean bautizados y abracen el amor de nuestro Padre, para ganar su salvación.

El orador enrolló el escrito y se dirigió de nuevo a los sacerdotes.

—Nuestro Patriarca es generoso con vosotros concluyó Marsumas. Y siguiendo sus deseos, se os ofrecerá la posibilidad de redención.

—¡Jamás! escupió Crisapio. Vuestro dios es una blasfemia, una mentira irreal. Cuando muráis y comprendáis la verdadera fe, os arrastraréis perdidos en el más allá. Jamás encontraréis Aaru. Vuestro ka se desvanecerá para siempre.

Marsumas hizo una señal a uno de sus monjes, el cual se encaminó hacia el sacerdote.

—¡Déjame! ¡No te atrevas a tocarme! replicó Crisapio, resistiéndose. El cristiano le empujó tirándolo al suelo, y, sin mediar palabra, de un certero puntapié lo mandó precipicio abajo.

El resto de sacerdotes observaron atónitos la caída de su jerarca. Los más valientes se lanzaron contra el asesino, pero la amenaza de las armas empuñadas por los cristianos contuvo su ira.

—¡Muerte a los herejes! chilló uno de los monjes.

—¡Silencio! exigió el obispo. ¿Acaso no habéis comprendido el motivo por el que estáis hoy aquí? Debéis abrazar el Evangelio. Abrazar la verdadera fe. No seáis insensatos.

Libanio estaba congelado por el miedo. La imagen del sumo sacerdote inmóvil al fondo del acantilado penetró en su mente y el terror más primario se extendió por todo su cuerpo. No quería morir. Temblaba como un chiquillo asustado, y aquel pánico que empantanaba su alma le hizo tomar una decisión. Con ahínco, luchando contra sus músculos acartonados, dio un paso al frente, llamando la atención de Marsumas.

—Dime joven le animó el obispo. ¿Quieres que el Señor te perdone?

—Yo... titubeó. Yo, creo. Creo en vuestro dios.

Su alma se oscureció por la vergüenza. Traicionaba a los dioses, a su fe y a sus compañeros. No se atrevió a levantar la vista. No pudo mirar al resto de sacerdotes, que murmuraron sorprendidos.

—¿Eres un adepto de Isis? insistió Marsumas.

—No lo soy siseó compungido.

—No te he oído.

—No, no lo soy repitió en voz alta.

—Repítelo de nuevo le alentaron.

Libanio miró a los ojos del obispo, intentando descargar la tensión de su cuerpo.

—No soy un adepto de Isis negó el joven por tercera vez.

 

Nadie más le acompañó. Nadie más siguió sus pasos. Nadie más traicionó sus principios.

El viejo Libanio tenía la mirada perdida, pero un pinchazo en el estómago, ese ardor en el abdomen que le había postrado en aquella habitación desde hacía días, le retornó a la realidad.

El anciano contempló de nuevo las facciones de la pequeña figura de madera que esculpía. Realmente se parecía. Era un autorretrato bastante digno, y era probable que cuando muriera, su ba lo usase como falsa puerta en la que descansar durante su viaje hacia Aaru. Pero aquel pensamiento no le complació. A su mente volvieron las caras de sus compañeros. Uno a uno los lanzaron al vacío. Sus cuerpos se pudrieron en la playa. Sus kas desaparecieron para siempre.

La imagen de Anubis le asaltó de repente, con sus dientes desgarrándole el corazón. Devorándolo con el ansia del chacal famélico. ¿Aquel acto de cobardía pesaría más que la justicia de Maat? ¿A qué lado se decantaría la balanza del juicio final? ¿De qué servía aquella falsa puerta que cincelaba, si jamás sería digno del mundo celestial?

Aquellas dudas se diluyeron por su mente sin encontrar respuesta. Llevaba años planteándoselas y nunca supo argumentar un alegato de defensa que le convenciera.

Pero había una certeza clara en su viaje al más allá. Los dioses serían eternos, pero la consciencia de su lenguaje y escritura morirían junto a él.

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Patapalo
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Poblador desde: 25/01/2009
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Muy interesante el relato, sobre todo la última parte, aunque entiendo que la primera sirva para darle pie. Me han gustado mucho las reflexiones finales. Francamente, desconozco cómo fue la implantación del cristianismo en Egipto (solo he leído una novela al respecto).

En cuanto a la parte formal, te he tenido que tocar unas cuantas comas y unos cuantos gerundios.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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L. G. Morgan
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Lo empecé a leer durante el concurso de Hislibris y, aunque pintaba bien, eran tantos los relatos por leer que le aparqué temporalmente en favor de otros cuyo tema, de primeras, parecía irme más. Me perdí un buen relato. Sin embargo, creo que la mejor parte del mismo aguarda hacia la mitad, desde el encuentro del niño con Libanio. La primera parte, aun estando bien contada, tal vez abunda más de la cuenta en presentar la infancia del niño (juegos, perro, autoridad materna...), demorando el mejor momento de la historia y haciendo, tal vez, en algún caso (como me pasó a mi), abandonar la lectura.

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Maundevar
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La verdad es que muchos de los comentarios que la gente de Hislibris dio a este relato, tienen relación con esa diferencia entre la primera parte de la historia con respecto a la segunda.

Ciertamente, la idea de aquella historia inicial del niño, me surgió como una manera de presentar de una forma más o menos casual a Libanio al lector. Un niño que corretea por la ciudad y muestra aspectos como sus juegos, el mercado, la plaza, la gente que descansa en las estrechas callejuelas... ...un discurrir tras el que va el lector, y entra en la lúgubre habitación de Libanio con la misma incertidumbre con la que penetra el niño... Era como un paseo de la mano del joven egipcio... ...Y una vez presentados a Libanio, nuestro guía se marcha para dejarnos con el verdadero protagonista de la historia.

Agradezco vuestros comentarios. Es lo que más busco al mandar los relatos. Más que la publicación, son las críticas las que ayudan a mejorar, o a enfrentarte a tus taras literarias.

Por cierto Patapalo, aunque tardé un rato comparando el original y el que has pasado aquí ya corregido, he localizado y anotado todas las modificaciones que has hecho. Me sirven de guía y toque de atención para futuros relatos. Gracias.

Y a tí también Zabbai. En el fondo, me percato de que en un concurso, el jurado lee una cantidad ingente de relatos, y es tremendamente importante el comienzo de un cuento, ya que puedes agotar con mayor facilidad el interés del lector, que lleva mogollón de relatos leídos, y una infinidad por leer. Un comienzo que enganche, y un conjunto que deje huella, sino estás perdido y quedarás olvidado en la multitud participante...

 

 

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L. G. Morgan
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Totalmente de acuerdo contigo en lo de los principios y los concursos, pero también tiene mucho que ver el tema que elijas, como remarcabas tú en otros post; a cada uno nos tiran más unos que otros y por bueno que sea un relato, si el tema te aburre o no te interesa lo suficiente... lo que nos lleva a algo que parece evidente pero que yo estoy descubriendo desde hace poco: la importancia de la subjetividad de los jurados. Por profesionales que sean, como personas que son se regirán por sus gustos personales (dentro de unos mínimos de calidad cumplidos), y optarán por los relatos que encajen con ellos.

¿Merece la pena sacrificar los gustos de uno por perseguir lo que (supuestamente, nunca hay certezas) quiere un jurado? Supongo que al final todos pensamos que no. Uno aplica los comentarios que cree que le sirven para mejorar (interés, ritmo o calidad) su trabajo. Pero hay que relativizar y tomar otros en su justa medida, pensando que solo es cuestión de gustos.

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Darkus
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Poblador desde: 01/08/2009
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Uhm, me ha dejado un regusto raro este relato. A ver, en general, bueno, pero no paro de darle vueltas.

Supongo que me ha chocado bastante el cambio de rumbo que toma. Pasamos del chico al protagonista real de la historia; no sé, al principio parece que la historia va de una cosa y luego acaba en otra de manera que, a mí, me ha resultado muy chocante.

Quitando eso, el relato está cojonudo. Bien escrito, tratando un tema que no se suele leer en relatos y, además, con reflexiones finales la mar de interesantes.

La mejor parte, cuando el crío ve el "ritual".

 

"Si no sangras, no hay gloria"

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