Un relato de Tony Jiménez para Día de difuntos
1
El cuchillo cortó el filete, que no ofreció resistencia alguna, sabedor del destino que le aguardaba. La sangre surgió del tajo limpio, manchando el elegante plato adornado con líneas doradas en los bordes.
—Agh, ¿cómo puedes comerte eso, Richard?
El hombre levantó la vista de su comida. Tras sus gafas, una sombra de incredulidad se formó en sus ojos, llenando de hastío a la mujer.
—Me gusta la carne poco hecha.
Richard Jenkins pinchó el trozo sangrante de filete y se lo metió en la boca, donde lo masticó con fruición. El rostro de Jennifer Law adquirió una mueca de asco que intentó disimular, sin apenas conseguirlo.
—¿Nos vas a contar ya a qué viene esta cena?
Jennifer se giró hacia Raymond Jones, sentado a su izquierda, sin prestar atención al besugo al horno que se enfriaba por momentos frente a él.
—Pensaba que íbamos a esperar al postre —respondió Jennifer.
Los otros cuatro ocupantes de la larga mesa repleta de viandas miraron a la mujer con ademán impaciente. Jennifer acabó por ceder.
—De acuerdo, es hora de explicaros a qué viene esta cena.
—Que vas a pagar tú, recuérdalo —sonrió Charles Truman.
—Lo tendré presente —gruñó Jennifer—. Como todos sabéis, mañana por la noche es Halloween, y en la empresa, todos los años, hacemos una peculiar fiesta.
—Pues como en muchas empresas —replicó Linda Reynolds.
—Uhm, no lo tendría tan seguro. Y tranquilizaos, por favor; os estoy haciendo un favor explicándoos esto, ¿de acuerdo? —Jennifer no esperó que asintieran—. Bien. El señor Oldman tiene costumbre de hacer cada año una fiesta de Halloween bastante peculiar.
La mujer tomó un sorbo de su vino servido en copa. Tenía un público difícil, y sus silencios eran imprescindibles para mantener el interés.
—La celebración de dicha festividad se hará en la casa del señor Oldman que posee en las afueras de la ciudad.
—Mansión, mejor dicho —explicó Leonard Manson—. ¿Habéis visto esa chabola? Creo que podría vivir en uno de sus cuartos de baño.
—Mansión, entonces. —Jennifer puso los ojos en blanco—. La fiesta se realizará en la mansión, y estáis los seis invitados. No alcéis las copas antes de celebrarlo, por favor.
—Tranquila, no íbamos a hacerlo —contestó Teresa Chambers con su habitual tono cortante.
—Aún puedo no contarlo. El caso es que, la fiesta será sólo para vosotros seis, y el propio señor Oldman.
—¿Una fiesta de Halloween en una mansión en las afueras de la ciudad, en el bosque, y a la que sólo acude un grupo reducido de gente? —rió Charles—. ¿No da un poco de mal rollo? ¿Tú no vas?
—Nunca voy. Tampoco llevo mucho tiempo en la empresa, pero el señor Oldman nunca me ha invitado.
—¿Siendo su secretaria? Algo extraño —intervino Teresa—. ¿Para eso hemos venido? ¿Para avisarnos de que vamos a una fiesta los seis?
—Esa es la explicación oficial. Si no conseguís encandilar al señor Oldman, seréis despedidos.
El silencio extendió su extenso manto por toda la mesa. Jennifer se permitió una maligna sonrisa que no expresó.
—¿Qué acabas de decir? —preguntó Leonard.
—No puede despedirnos. ¡Somos sus principales ejecutivos! —protestó Linda.
—Es lo que pasó el año pasado... creo —contestó Jennifer.
—¿Crees? —espetó Raymond.
—Bueno, el año pasado celebró la fiesta y, al día siguiente, ya os estábamos haciendo las entrevistas oportunas. ¿Recordáis que más o menos entrasteis a trabajar en fechas próximas? Nunca le pregunté al señor Oldman, pero supongo que pasó eso.
—¿Cómo narices nos va a despedir por no... encandilarle? —Teresa puso énfasis en la palabra usada por la secretaria de Oldman—. Podríamos demandarle.
—Él podría alegar que os ha echado por vuestra ineficiencia; que la fiesta fue sólo una excusa para reuniros. —Jennifer levantó su copa de vino—. Salud, querida.
Teresa negó con la cabeza, frunciendo el ceño. Sus compañeros aún trataban de meditar lo que acababan de escuchar.
—Qué hay que hacer exactamente en esa fiesta —quiso saber Raymond.
—No lo sé. El señor Oldman me ha mandado a cenar con vosotros, y a invitaros a la fiesta. El resto os lo estoy contando yo. —Jennifer alzó los hombros—. Son suposiciones mías, pero si el señor Oldman está contento, supongo que mantendréis vuestro trabajo al día siguiente. Ya sabéis cómo es.
—Un niño rico mimado y chiflado —replicó Teresa.
—Los millonarios no son chiflados, son excéntricos —rió Linda.
—¿Y si no vamos? ¿Y si rechazamos la invitación? —cuestionó Charles.
Jennifer mostró el mismo gesto de hastío que enseñaría a un revoltoso crío de cinco años. Charles captó el mensaje.
—Deberéis ir disfrazados de lo que queráis. Os recogerá una limusina en vuestros respectivos hogares y... —Jennifer acercó su cara a Richard—. ¿Ninguna pregunta?
El hombre levantó la cabeza de su plato. Movió su cabeza negativamente, con la boca llena de carne poco hecha.
—Alguien inteligente —contestó Jennifer con una sonrisa falsa.
2
A través de la puerta abierta de su refinado despacho, Teresa pudo ver a Linda yendo de un lado a otro, parando a cualquier trabajador de la oficina. Incluso acabó por obstaculizar el paso del chico del correo.
Teresa esperó a que su compañera estuviese despistada hablando con otra de las administrativas, para salir de su perfumado refugio.
—¿Molesto? —una amplia sonrisa se dibujó en la cara de Teresa.
Linda, sorprendida, se giró. La chica con la que estaba hablando alzó levemente una de sus manos y saludó.
—No, claro que no —respondió Linda, algo avergonzada.
—Linda, no te sonrojes. ¿Tú hablando con las administrativas?
—Sólo le estaba preguntando a Rebeca por... la fiesta del señor Oldman.
—Veo que no le has preguntado sólo a ella —señaló Teresa.
—Nadie sabe nada. Por eso le preguntaba a Rebeca.
Las dos ejecutivas se giraron hacia la chica, que se sintió acosada durante un instante.
—Lo único que sé es que hace un año se celebró una fiesta parecida, y jamás volvimos a ver a los que fueron a ella.
—¿Una historia de terror? Menuda respuesta.
Tras la agria contestación, Teresa volvió a su despacho. Linda la detuvo a medio camino.
—¿No te resulta algo extraño? ¿No te da miedo?
—Lo que me da miedo es quedarme sin trabajo porque a un niñato con demasiado dinero, y poco sentido común se le meta en la cabeza que no soy lo suficientemente mona de circo. Esta tarde me compraré un disfraz, iré a esa tontería y mañana seguiré trabajando aquí.
Linda asintió, aunque su mirada reflejaba que no tenía tanta seguridad como su compañera. Incluso podía verse en sus ojos azules la silueta del miedo.
Con una débil vocecita, Rebeca salió de la nada y las interrumpió.
—¿Podríais presentarme a Richard? —preguntó con una tímida sonrisa.
—¿Richard? ¿El bicho raro? —Teresa dejó escapar una insultante carcajada—. Voy a tener que empezar a creer que pasan cosas extrañas de verdad.
3
La tienda de disfraces estaba abarrotada. La gente, con las compras de última hora, se amontonaba en el único mostrador que tenía el local.
Charles, que revolvía un montón de enormes huesos de plástico, en la única zona de la tienda en la que apenas había gente, se giró ante un toque en el hombro derecho. Al volverse, el rostro deformado de un extraño monstruo de largos dientes le hizo dar un brinco.
—No tiene gracia —gruñó, mientras Leonard reía su propia broma.
—¡Vamos! Cambia esa cara —Leonard dejó a un lado la máscara y siguió indagando en el montón en el que la había encontrado— y ayúdame a encontrar un buen disfraz. ¿Has elegido ya?
—¿De verdad vamos a ir?
—Tú verás, pero yo pienso ir; no quiero que me despidan por no cumplir los caprichos de Bobby Oldman. Si hay que lamer culos, yo me lavo la lengua antes.
—Preciosa imagen —Charles tomó entre sus manos un barato traje de pirata que había dentro de un enorme plástico—. Me llevo éste.
—Podrías esforzarte un poco más, Charlie.
—No celebro Halloween desde hace casi más de veinte años. No voy a esforzarme más.
Leonard alzó los hombros, y siguió investigando. Tras varios minutos encontró lo que parecía un equipo completo de policía, bastante trabajado; el precio estaba ajustado a su calidad.
—Perfecto —Leonard sonrió, orgulloso, ante su descubrimiento.
—No vas a dar mucho miedo siendo policía, a menos que le pongas una multa a Bobby —bromeó Charles.
—Tú vas de pirata.
—Pirata terrorífico. ¿A qué crees que viene lo de la fiesta? ¿No es todo un poco extraño? ¿Demasiado misterioso?
—Puede ser, pero ya escuchaste a Jennifer; es un niño rico que quiere divertirse un poco. Y estamos en Halloween, así que, hay que ser enigmáticos, y todo eso.
—Pero es cierto que fuimos contratados hace casi un año. Justo después de Halloween. ¿Tendrá razón con lo del despido?
Leonard se volvió hacia su compañero, al que miró con entrecejo fruncido.
—Tranquilo, Charlie. Nadie te va a comer esta noche —bromeó.
—¿Nadie se va a comer a quién?
Los dos hombres se giraron al mismo tiempo que tragaban saliva. Habían reconocido la voz que les hablaba, la cual les había helado el gesto.
Ante ellos tenían a Bobby Oldman, con su reluciente pelo castaño engominado, su sonrisa de estrella de cine, sus ojos azules de modelo y envuelto en uno de sus caros trajes.
—¡Hola, chicos! —saludó Oldman, dejando claro que hasta su voz era perfecta.
—Hola, señor Oldman —devolvieron el saludo.
—Me alegra ver que estáis comprando disfraces para esta noche. —Oldman se acercó a sus petrificados empleados, y escrutó lo que habían cogido—. Un pirata y un policía. ¡Buenas elecciones! No demasiado terroríficas, pero buenas.
—Gracias —logró musitar Leonard.
—Yo estoy comprando algunos adornos de última hora. ¡Qué bien nos lo vamos a pasar esta noche! —Oldman les lanzó un guiñó que parecía esconder algo más que simple amabilidad—. No pongáis esas caras. ¡Es Halloween!
—Sí, señor —murmuró Leonard.
—Os espero en mi casa. Va a ser una fiesta inolvidable.
Oldman les disparó una siniestra sonrisa antes de perderse en el gentío que esperaba su turno frente a los mostradores.
—¿No es demasiada casualidad? —logró pronunciar Charles.
—Yo he pensado exactamente lo mismo.
—¿Crees que nos ha... seguido, o algo así?
Leonard no respondió. Se giró hacia las estanterías llenas de productos terroríficos, y fingió estar buscando algo.
Prefería esperar a que Oldman saliese de la tienda para ponerse en la cola.
4
Raymond y Richard se bajaron del coche. El enorme edificio de apartamentos situado en el centro de la atestada ciudad se irguió ante ellos, con su lujoso exterior devolviéndoles la mirada de manera orgullosa.
—No entiendo qué hacemos aquí —preguntó Richard.
—Es la última oportunidad que tenemos de averiguar algo sobre esta noche, Richard. No te obligué a venir.
—Tenía curiosidad. —Levantó el reloj de pulsera—. Vamos a llegar tarde.
Raymond negó con la cabeza, pensando que, si descubría algo extraño referente a la fiesta que daba Oldman todos los años, el menor de los problemas sería llegar tarde.
No, no es que hubiese algo que no encajaba en todo lo que había contado Jennifer, sino que pretendía asegurarse antes de ir a una fiesta de la que podría salir sin trabajo. ¿Qué iba a pasar en la celebración? ¿Acaso Oldman les iba a pedir algo improcedente? ¿Los anteriores ejecutivos de la empresa se habían negado a ello y habían acabado de patitas en la calle?
¿O algo peor?
Ambos hombres entraron en el enorme vestíbulo del edificio, que estaba a años luz de albergar a cualquier persona con un sueldo normal. El lugar emanaba un olor a hedonismo, pulcritud y egocentrismo que ofendió incluso a Raymond, acostumbrado a tratar con magnates y empresarios de la peor ralea.
—¿Puedo ayudarles en algo, caballeros?
Raymond, cercano ya al ascensor, giró la cabeza hacia el portero, que se encontraba tras un enorme mostrador. El hombre, trajeado tan impecablemente como los ocupantes habituales del edificio, mostró una sonrisa fabricada para recibir a gente con los bolsillos llenos de dinero.
—Buscábamos al señor Delacroix, que vive en el sexto piso...
—El señor Delacroix nos dejó hace un año, desgraciadamente —respondió, interrumpiendo a Raymond.
—¿Se refiere a...?
—Me refiero a que se fue del edificio, señor.
Raymond suspiró, aliviado. Aunque, no del todo tranquilo.
—Trabajo en la misma empresa en la que él estuvo —Raymond sacó la tarjeta, y se la enseñó; el portero asintió, reconociendo el sitio—. ¿Sabe por qué se fue? El lugar al que se fue o... La verdad es que cualquier dato me sería de utilidad; le estoy buscando.
—Me temo, señor, que la discreción forma parte de mi trabajo. —El portero tomó la tarjeta con una de sus enguantadas manos—, sin embargo, veo que dice usted la verdad. El señor Delacroix se fue sin dejar ningún mensaje, ni informar sobre las razones de su marcha.
—Pero le vio usted irse, ¿verdad? —preguntó Raymond.
El hombre fue a responder, pero se detuvo. Durante unos interminables instantes, pensó en qué decir exactamente.
—Sinceramente, nunca le vi marcharse, señor. Recogieron sus cosas, dejaron el apartamento totalmente vacío, pero nunca se despidió. Fue raro; siempre fue un hombre educado, respetuoso y cordial conmigo. Me desconcertó que ni siquiera se pasase para decir adiós.
Raymond asintió. Intentó esgrimir una sonrisa, pero torció la boca en un gesto de preocupación que no dejaba lugar a dudas: no era la respuesta que esperaba.
—Muchas gracias por todo.
—Bonitos adornos —Richard señaló los murciélagos de papel que había colgados por todo el vestíbulo, acompañados por esqueletos y calabazas que les miraban con rostros sonrientes.
—Gracias, señor. ¡Feliz Halloween!
Raymond gruñó entre dientes ante la felicitación. En lo último que pensaba era en disfrutar de la festividad.
5
La limusina se detuvo frente a la entrada de la mansión. Al instante, un hombre espigado, trajeado y con un semblante serio, se acercó al vehículo y abrió la puerta trasera que tenía más cerca. Raymond dejó el acogedor interior del coche, abandonando el olor a cuero y elegancia, y se topó con el manto frío con el que se cubría la noche.
—Gracias —saludó a quien le había dejado paso.
El hombre asintió, sin que se moviese un solo músculo de su rostro. Raymond pasó a su lado con la vista puesta en la enorme construcción que se levantaba frente a él.
La mansión Oldman parecía salida de una película de terror. Sus numerosas ventanas eran ojos eternamente abiertos que observaban a sus presas, y ante los que Raymond no pudo evitar sentir un ligero escalofrío.
La quietud del sitio casaba con el aspecto solitario de la residencia; para Raymond era un cambio agradable después de haber cruzado calles y calles llenas de fantasmas, brujas, monstruos, vampiros y zombis en busca de caramelos, chocolatinas y demás golosinas.
La puerta se abrió ante Raymond antes de que pudiese tocar el timbre. Otro de los estirados trabajadores de Oldman mostró sus respetos ante el invitado, con el mismo gesto imperturbable de quien le había abierto la puerta de la limusina. Raymond pensó que quizá los fabricasen en cadena.
Se internó en el majestuoso vestíbulo. En un instante se sintió más fuera de lugar que nunca en su vida, con su disfraz de gangster salido de una película de Al Capone, en medio de lo que parecía el decorado de una película de terror sobre Drácula.
No le costó mucho averiguar dónde tenía lugar la fiesta; en cuanto miró a su izquierda vio a sus compañeros en una enorme sala, charlando entre ellos, ante una larga mesa llena de los más variopintos alimentos.
—¡Ya era hora! —exclamó un policía al ver a Raymond.
—Vivo lejos de aquí, que conste.
Raymond observó los disfraces de sus compañeros; Charles iba de un pirata no demasiado conseguido; Leonard era el policía; Linda vestía un elegante disfraz de bruja, que dejaba por incierta la leyenda de la fealdad de las mismas, y Richard parecía llevar un traje de cocinero, o algo parecido.
—Veo que falta Teresa —apreció Raymond mientras tomaba un sencillo sándwich.
—Supongo que en cuanto llegue seremos cortados en trocitos —bromeó Leonard, mirando a Charles, quien no rió el chiste—. ¡Vamos! Todos sabemos que pasaremos la noche en esta casa embrujada y, a la mañana siguiente, el que sobreviva se llevará todo el dinero de Oldman. ¿Os suena?
Raymond, haciendo caso omiso a Leonard, se acercó a Linda, y señaló a Richard, quien se encontraba en el otro lado de la mesa, solo. No parecía importarle nada, pues ya andaba ocupado con la comida colocada.
—¿Va de cocinero? —preguntó Raymond.
—Eso le hemos dicho todos, pero dice que no —Linda esgrimió una cínica sonrisa—. Dice que va de asesino caníbal o algo así.
Richard se volvió hacia ellos y les saludó. La máscara que llevaba, y que se había bajado para poder engullir, dio varios botes involuntarios.
—Muy apropiado en Halloween —rió Raymond—. ¿Y el señor Oldman?
—Ha dicho que ahora se reunirá con nosotros, pero... —Linda hizo girar a su compañero—. Ahí lo tienes; no te asustes.
Al principio, Raymond pensó que Linda se había equivocado; luego, se detuvo, creyendo que Oldman había pasado rápidamente frente a sus ojos y no lo había captado. Pero no, su compañera se refería a la figura que pasaba en ese mismo instante, mediante movimientos lentos y débiles.
El anciano caminaba totalmente encorvado, como si llevase el peso del mundo sobre su espalda, aunque sólo debía ser la suma de sus años; su pelo blanco, y escaso, dejaba a la vista varias partes de la cabeza; sus manos, raquíticas y llenas de arrugas, apenas si podían sostener el bastón.
Raymond pudo ver la cara del viejo. Surcada por rugosidades que supo se moverían cada vez que hablase, le era conocida; pero hasta que no vio sus ojos azules no logró ponerle nombre.
—No puede ser —murmuró.
—Es el señor Oldman —explicó Leonard.
—Si es que es él de verdad —Richard se unió a sus compañeros.
Una mujer vestida de ángel, con una larga toga blanca y rechonchas alas a juego, les tapó la vista.
—Me alegra ver que me recibís como merezco —dijo Teresa.
—¡Ya estamos todos!
El anciano se acercó a todos, no sin esfuerzo. Cuando llegó a los invitados, parecía estar a punto de escupir el corazón; como haría un autentico viejo.
—¿Señor Oldman? —preguntó Teresa.
—¡Me has descubierto! —Oldman soltó un par de decrepitas carcajadas.
—Muy buen disfraz, señor —intervino Raymond.
—¡Muy amable, Raymond! —las manos de Oldman fueron hacia su cuello—. No se notan los pliegues de la máscara ni nada, ¿verdad?
Todos negaron con la cabeza. Charles y Linda se miraron, pensando en lo mismo: no veían la separación entre la piel y la supuesta máscara.
—Mis disculpas por no haberos recibido a todos, pero tenía que ultimar los detalles de la cena. Luego, podremos pasar una divertida y terrorífica noche —la senil voz de Oldman ponía los pelos de punta de quienes la escuchaban; no podían dar crédito a que hubiese cambiado tanto—. Ahora, acompañadme a la cena. Será... siniestra.
Mientras andaba, comenzó a reírse, de manera malvada; su aspecto ayudaba a que cada gesto, cada palabra, y cada acción fuese bastante tétrica.
—No es Oldman. Nos está mintiendo —murmuró Leonard.
—Tiene sus mismos ojos. Es él —replicó Raymond.
—Es incluso más bajito. ¿Quién narices se esfuerza tanto en disfrazarse hasta ese punto? —gruñó Charles—. ¿Tanto le gusta Halloween?
—¿Y si no es un disfraz? —añadió Linda.
Nadie respondió a la incomoda pregunta. Más de uno echó un último vistazo a la puerta de la casa, antes de ir a cenar.
6
Los comensales se situaron alrededor de la mesa en la que se iba a servir la cena. Ninguno de ellos pretendía sentarse en su correspondiente sitio hasta que el señor Oldman lo hubiese hecho en primer lugar; el problema residía en que iba a tardar en hacerlo.
Cuando Oldman llegó a su asiento, tuvo que respirar profundamente varias veces para recuperar el aliento. Una vez lo hubo hecho, indicó con su mirada a uno de sus sirvientes que sirviese la cena.
Una vez todo estuvo colocado en su correspondiente lugar, los seis expectantes ejecutivos disfrazados se dispusieron a sentarse, rodeados por elementos de Halloween, y cenar. Comprobaron que Oldman no iba a darles esa satisfacción.
—Lamento que no vayamos a probar la deliciosa cena que nos ha preparado mi cocinero privado, pero... —el anciano empezó a toser de tal manera que le tembló el cuerpo entero; Raymond temió que fuese a darle un ataque al corazón allí mismo, aunque luego recordó que, en realidad, no era un viejo—. Disculpad. Decía que, antes de calentarnos el cuerpo con la cena, quiero jugar a algo. ¡Estamos en Halloween! Y los juegos son importantes. ¿No estáis de acuerdo?
Todos asintieron, aunque tímidamente.
—En cuanto acabemos, podremos comer, tranquilos. ¿Os gustan las historias de miedo?
Más señales de afirmación, aunque mezcladas con miradas de extrañeza; algunos recordaron la cena con Jessica, la noche anterior.
—A mí me encantan los cuentos de terror —Oldman volvió a toser como si el pecho fuese explotarle—. Lo que vamos a hacer, para empezar esta divertida, terrorífica e inolvidable noche, es contar historias de miedo. Serán improvisadas, y versarán sobre el disfraz que todos llevamos. ¿Qué os parece?
—Una buena idea, señor Oldman —respondió Teresa, velozmente—, pero, personalmente, no soy muy buena contando historias.
—Bueno, si alguien no quiere participar... —Oldman dejó en el aire el final de la frase.
La charla con Jessica volvió a la mente de todos, lo que acabó por convencerles.
—Empezaremos por Linda, nuestra bruja particular —bromeó Oldman.
La mujer fue el blanco de las miradas de todos en cuestión de un segundo. Sin saber qué decir, sus primeras palabras se quedaron en su garganta, sin valor para salir, aunque, en realidad, no existían: no sabía qué decir.
—Bueno, mi historia la protagoniza una bruja que... —Linda se rió de sí misma al escucharse—. Había una vez una bruja que tenía un jefe algo malvado; un autentico demonio.
Los ojos de todos se movieron hacia Oldman, que sonrió, complacido. Hasta sus dientes parecían los de un anciano.
—El maligno jefe de la bruja la invitó a una fiesta; hizo lo mismo con otras brujas y brujos del reino. En dicha fiesta iba a elegir a la que sería su favorito o favorita; su mano derecha, en definitiva —Linda observó las humeantes soperas—. La bruja, aprovechando que estarían solos en la fiesta, decidió envenenar la cena cuando nadie reparaba en ella. Cuando sus compañeros y su jefe tomaron la sopa, cayeron muertos a sus pies, ante el complacido y siniestro gesto de la bruja, la única que quedaba.
Oldman aplaudió, haciendo chocar sus manos, que amenazaban con convertirse en polvo. Los demás ocupantes de la mesa le imitaron, aunque sintieron un escalofrió siniestro ante la historia de Linda.
—¡Impresionante, Linda! ¡Realmente impresionante! Has cogido enseguida la idea, y, además, con un toque de realidad que me ha gustado mucho —Oldman escrutó a Leonard—. ¿Señor policía?
—Vamos allá —carraspeó, pensando en que, si había que impresionar al jefe, él lo haría—. Mi historia tiene de protagonista a un policía que fue expulsado del cuerpo por ser algo brutal con sus detenciones. Un buen día, logró colarse en una exclusiva fiesta donde... donde...
Leonard notó que las manos comenzaban a sudarle. No sabía cómo continuar la historia.
—Los invitados a la fiesta comenzaron a morir, y nadie sabía quién era el asesino. El policía seguía la pista del mismo muy de cerca, hasta que, al final, justo cuando sólo quedaba un superviviente, la segunda personalidad del policía se hizo evidente: había sido él mismo el asesino.
Para su pesar, Oldman no aplaudió.
—No ha sido demasiado original, pero tu disfraz no es demasiado terrorífico. Ha estado bien, sí. —Nadie creyó la intentona de amabilidad—. ¿Richard? Quiero una buena historia.
El hombre asintió y habló enseguida.
—Mi historia os va a resultar muy conocida. Trata sobre una importante empresa, donde el dueño de la misma invita a sus seis ejecutivos más importantes a una misteriosa fiesta de Halloween, en su mansión del bosque. Una vez en la casa, los seis tienen que contar una serie de historias de miedo, algo muy propicio teniendo en cuenta el ambiente que reina —las palabras salían de la boca de Richard con total naturalidad.
Un instante de silencio, para que la historia fuese haciendo efecto.
—Sin embargo, mientras algunos se entretenían pensando en la siniestra naturaleza de la fiesta y de su promotor, uno de los invitados ocultaba algo: era un asesino. Planeaba matarlos a todos en cuanto pudiese y comérselos, una vez muertos. ¿Qué mejor que Halloween para degustar algo de carne humana? —Richard mostró su disfraz.
Oldman se rindió ante la historia, aplaudiendo como un poseso.
—Bicho raro —susurró Teresa.
—¿Teresa? —el señor Oldman la señaló—. Tu turno.
—Mi historia trata de un ángel que recorría la Tierra haciendo ver que realizaba buenas acciones. En realidad, todas y cada una de las tareas que llevaba a cabo era en su propio beneficio. Sólo en Halloween se despertaba su autentica naturaleza, la de un demonio egoísta, maléfico y traidor —relató la mujer con total desgana.
—Je, le pega mucho el cuento —murmuró Leonard a Linda.
—No ha estado mal, pero espero algo más elaborado —admitió Oldman—. ¿Charles? Tu turno. Raymond, espero que la tuya sea muy buena; eres el último.
Raymond asintió, mientras Charles contaba su narración.
—Mi relato trata de un diabólico pirata que bajaba cada noche de Halloween en busca de almas frescas con las que abarrotar su fantasmal tripulación. Sin embargo, había algo que impedía que pudiese tomar el espíritu de cualquier cuerpo: las calabazas iluminadas.
Oldman estaba expectante ante la narración.
—Así que, para evitar dichas calabazas, se apoderaba del cuerpo de un desdichado. De este modo, podía acercarse a las almas de aquellos que no gustaban de Halloween, pues eran los que, en su opinión, debían ser castigados, formando parte de su insidiosa embarcación. —Charles alzó su garfio de plástico, dándole énfasis al final,
—Muy original, Charles. Y muy imaginativo —Oldman miró a Raymond—. ¿Listo?
—Creo que aún no.
—Todos hemos contado una historia —gruñó Teresa.
—Tranquila, Teresa. Puede que Raymond necesite algo de tiempo. —Una sombra de decepción se dibujó en los azules ojos del millonario—. ¿Es eso o no piensas participar?
—Creo que no voy a participar, señor. No soy tan bueno como mis compañeros y me gustaría hacerle unas preguntas sobre esta celebración anual, si me permite —Raymond estaba harto de misterios, enigmas, y medias tintas.
—Me sorprendes, Raymond. Es una noche para disfrutar.
—Lo sé, señor, pero me lo pasaría mejor con algunas respuestas.
—Antes, quiero que escuches una historia, que quizás te despeje un poco —Oldman esgrimió una siniestra sonrisa—. Créeme; valdrá la pena.
—Señor, si me permite...
—Mi historia de terror tiene de protagonista a un viejo millonario. Era un hombre que había pasado su vida amasando dinero gracias a su compañía y diversas empresas. Cuando quiso darse cuenta, la juventud se le había escapado de las manos, y las arrugas sustituían la tersura de sus músculos. —Oldman levantó sus propias manos—. El millonario era un anciano decrepito en las puertas de la muerte, pero quería seguir disfrutando de todo lo que tenía, así que, hizo un trato para ser joven e inmortal. ¿El pago? Cada Halloween tendría que sacrificar a seis personas y habría pagado el precio.
Los seis ejecutivos estaban petrificados ante lo que escuchaban. Ninguno podía articular palabra, ni mover un solo músculo.
—Para que no se le olvidase el trato, justo en la noche de Halloween, el millonario recuperaría su vejez, aquella que tanto odiaba, para que supiera lo que tendría para siempre jamás si no cumplía su parte del trato. —Oldman les miró con una seriedad que les golpeó el estomago—. ¿Entendéis lo que digo?
Un silencio sepulcral, que amenazaba con durar para siempre, flotaba en el ambiente. Los invitados comenzaron a hacer cábalas sobre lo que hacer, mientras Oldman les inspeccionaba uno a uno, comprobando sus reacciones.
Hasta que se echó a reír.
—¡Ja, ja, ja! ¡Creo que gano yo con mi historia!
Todos respiraron tranquilos. Los suspiros de alivio recorrieron la sala, incluso por encima de las incontrolables risotadas del señor Oldman.
—Ahora, Raymond, obtendrás respuestas. Te diré...
Antes de que pudiese acabar, Richard sacó una pistola y disparó en la frente a Robert Oldman, que cayó encima de la mesa.
Con eficiencia y velocidad, más balas alcanzaron a Linda, Leonard, Charles y Raymond. Teresa logró salir corriendo hacia la puerta más cercana, sólo para recibir dos impactos en plena espalda; segundos después, murió en el suelo.
Richard recargó la pistola, se alejó del sitio y comprobó que todos estuviesen muertos; luego, esperó a que alguno de los sirvientes de Oldman entrase en la sala, pero no ocurrió nada. Supuso que no habían oído los disparos, así que, iría a por ellos.
Justo antes de moverse para seguir con su matanza, tomó un cuchillo de la mesa, y cortó una rodaja de carne de la pantorrilla derecha de Teresa. Se la metió en la boca, y la degustó, mientras la sangre recorría sus labios.
—Deliciosa. Va a ser una fiesta inolvidable, de eso estoy seguro.
El relato está bien, pero, para mi gusto, se dilata innecesariamente. Hay mucho planteamiento para lo que requiere, sobre todo si tenemos en cuenta que se apoya en estereotipos que tenemos muy interiorizados. Si el escenario fuera más rocambolesco, más inusual, entendería que tardase tanto en arrancar. Con el que planteas, creo que algo de síntesis le hubiera dado mucho más dinamismo.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.