Un relato para Supersticiones de FAGLAND
Él
Lo habíamos perdido todo. Desde el fatídico día en que mi jefe empezó con la monserga sobre los malos tiempos que corren, supe que mi vida iba a cambiar para mal. Cuarenta años, escaso de formación y sin un empleo: era carne de cañón.
Aún recuerdo lo avergonzado que estaba cuando se lo dije a María, pero ella me hizo levantar la cabeza y sólo tuvo palabras de ánimo. Con su sueldo podríamos malvivir durante un tiempo y, sobre todo, ir pagando la maldita hipoteca.
Tardaron dos meses en echarla a ella. Entonces comenzaron los verdaderos problemas: teníamos dos años para encontrar un empleo, y lo que parecía un montón de tiempo al comienzo, terminó en una agónica cuenta atrás. Habría aceptado cualquier cosa: trabajar de operario en la industria más sucia del país, jornadas de doce horas con el sueldo mínimo, incluso me rebajé a suplicar en las empresas de trabajo temporal, pero todo acababa con un “lo siento” y una decepción más que añadir a la lista.
Desgraciadamente, la familia de mi mujer había muerto hacía unos años, y mi madre no nos podía ayudar con su pensión de cuatrocientos euros. Ella no me decía nada, pero la preocupación asomaba a sus ojos cada día que la veía en su pisito de Rekalde. Y es que ella me había avalado, así que su casa estaba en juego tanto como la mía.
Intenté renegociar las condiciones de pago de la hipoteca. ¡Por Dios! Llevaba diez años pagando religiosamente, no podían echarme a la calle justo cuando pasaba por mis peores momentos. De nuevo recibí un “lo siento” y una advertencia de desahucio en treinta días.
Entonces me enteré de lo del Juego. Fue por casualidad, cuando miraba páginas de oportunidades en Internet con la vana esperanza de ganar dinero fácil. No era un anuncio ostentoso ni prometía grandes fortunas, pero resultaba enigmático y atractivo: Seis jugadores y un solo vencedor, atrévete y pon a prueba tu suerte en un juego de todo o nada. Después venía un número de teléfono local.
Podía ser un timo, pero, ¿qué tenía que perder? La llamada era gratuita y, pese a estar desesperado, tenía muy claro que no me dejaría embaucar. Analizaría lo que tuvieran que ofrecerme fríamente y sin prisas.
Llamé y respondió una voz grave al quinto tono.
—Producciones la Diana, ¿en qué puedo servirle?
—Llamo por lo del anuncio, ese que habla de un juego, ¿puedes decirme de que se trata?
—¿Está usted decidido a hacer cualquier cosa por dinero? Debe saber que nuestra propuesta tiene un riesgo muy elevado. El máximo, podría decirse.
—Tutéame por favor— respondí a aquella voz tan seria que parecía sacada de una película de suspense—. ¿Se trata de algún juego de apuestas?
—No puedo darle los detalles por teléfono, basta con decir que su vida correrá peligro, pero la oportunidad de ganar el dinero es real. Si aún está interesado, le facilitaré una dirección. Tendrá que estar allí el próximo martes con diez mil euros en metálico, eso es todo.
—¡Espera! ¿No puedes ser un poco más concreto, por favor? No puedo arriesgarme a que esto sea un robo.
—Le aseguro que no lo es, pero no puedo decir más—. Me dio las señas de la empresa—. Usted decide.
Me colgó. Aquel tipo misterioso debía estar loco si pretendía convencer a la gente con un discurso como aquel.
Para empezar, no tenía diez mil euros, y si los hubiera tenido no los habría puesto en riesgo de esa manera… ¿o sí? Quedaban dos semanas para el desahucio, María se movía por la casa como si fuera un autómata; apenas hablábamos porque nuestros pensamientos eran funestos y deprimentes, ninguno quería desalentar al otro, aunque parecía difícil empeorar la situación.
Llegó el domingo. El quiosquero del barrio me permitió ojear las ofertas de empleo, pero no había nada que ofreciera la más mínima oportunidad a un desgraciado como yo.
Sólo me quedaba una salida, así que decidí que acudiría a la cita con producciones la Diana, pero antes tendría que visitar a mi madre y pedirle prestado los diez mil euros. Eso suponía poner en riesgo los pocos ahorros que tenía, pero estaba seguro de que me los prestaría, teniendo en cuenta su enorme corazón.
Ella
Me desperté a las cinco de la mañana, sobresaltada y consciente del sueño que acababa de tener. Mi marido dormía profundamente a mi lado, así que salí de la cama con el máximo sigilo posible y me dirigí al salón.
“Cinco, trece, quince, veinticuatro, treinta, tres y siete; cinco, trece, quince…” repetía tan concentrada que estuve a punto de darme de bruces con la puerta. Necesitaba un bolígrafo y una hoja de papel. Estaba actuando de una manera extraña, excéntrica era el mejor calificativo que me estaba ganando, obsesa estaba más cerca de la realidad.
Encontré el bloc donde apuntaba la lista de la compra y anote los números de la suerte, aquellos que nos iban a sacar de los problemas económicos que nos perseguían desde hacía ya tiempo.
Encendí la luz, las brumas del sueño se despejaron y mi mente embotada se recuperó y se dedicó a atacarme con una buena dosis de sentido común. ¿Cómo podían unos números soñados darme la combinación ganadora del Euromillón? ¿Es que me creía una de esas mutantes de las películas? ¿Acaso había desarrollado un poder mental que permanecía latente en mi cabeza hasta ese momento?
¡Qué tontería! Era la desesperación la que me hacía agarrarme a un clavo ardiendo. Cuando se apuran todas las opciones racionales, lo que queda se da por bueno, por mucho que sea tan lógico como un tesoro escondido en la butaca del salón. Pero había sido todo tan nítido: una voz impersonal dijo que iba a ayudarme, y después me cantó la combinación. Por regla general, cuando sueñas hay una parte del inconsciente que sabe que lo que estás viendo es fruto de la imaginación, pero esta vez la imagen que se presentó era real para todos mis sentidos.
Decidí que echaría el boleto aquella misma tarde. Al fin y al cabo, ¿qué tenía que perder? Unos pocos euros contra la posibilidad de quitarme a los acreedores de encima. ¡Dios Santo! Sólo nos quedaban dos semanas, después nos echarían de nuestra preciosa casa, aquella en la que tanto tiempo llevábamos viviendo y que habíamos decorado con mimo, poniendo nuestra atención y cariño en cada detalle.
Cuando ve los desahucios por la tele, mucha gente se imagina familias viviendo por encima de sus posibilidades, y piensa que jamás podría pasarle a ellos. ¡Cuán equivocados están! ¿Cómo íbamos a excedernos cuando pedimos doscientos mil euros? Teníamos dos trabajos estables y aún así nos pidieron otro aval. Ahora me arrepiento de haberle pedido ayuda a la madre de Diego. La habíamos metido en el lío sin comerlo ni beberlo.
Mi marido se levantó y desayunamos con las noticias en la tele y pocas palabras entre nosotros. Llevábamos días sin tener una de esas conversaciones tan estimulantes que aún surgían después de tantos años de matrimonio. Las preocupaciones nos volvían caricaturas de las personas que éramos no hace mucho tiempo.
No sé porqué no le dije nada sobre mi sueño, pensé que sería mejor así: si tocaba, lo celebraríamos por todo lo alto, y si resultaba ser un fiasco, no tendría que enfrentarme a su rostro amargado diciendo “te lo dije” sin usar palabras.
Bajé a hacer la compra y pasé por el local de apuestas. Llevaba la combinación apuntada, pero la recordaba a la perfección, se me había grabado a fuego en el cerebro. El hombre de la taquilla me deseo suerte con una sonrisa que era una mueca perfeccionada a lo largo de años de prácticas.
Nunca había sido aficionada a las apuestas, así que me sentí extraña cuando tuve el boleto en mis manos.
Llegó el martes, que era el día estipulado para el sorteo. Diego parecía más alterado que de costumbre, apenas comió durante el desayuno. Después me dio un largo beso en los labios y me dijo:
—Tengo que irme, cariño. Te quiero.
Me quedé tan sorprendida por su reacción que ni siquiera pregunté adónde iba, sólo pude ver que salía con su viejo maletín en la mano; algo extraño, pero yo estaba más pendiente de mis cosas.
Encendí la radio y escuche el sorteo con los dedos cruzados, mis pies daban golpecitos nerviosos en el suelo. El locutor dio el primer número: veinticuatro, di un respingo; trece, mi respiración se volvió agitada; cinco, el número de la suerte de mi marido, también lo tenía; quince, ¡ay Dios! Sentí un mareo; treinta, ¡era mi combinación! ¡La MÍA! Las estrellas eran la tres y las ocho; ¡Tenía un segundo premio!
No sabía cuando dinero supondría, pero era seguro que acabaría con la agonía en la que nos sumergían los problemas económicos. ¡En cuanto se enterara mi marido! Volveríamos a ser una pareja feliz, adiós a los problemas. En cuanto me enterara del dinero ganado le llamaría: gracias hombre sin rostro por venir a ayudarme en mis sueños.
Otra vez él
La dirección que me habían dado correspondía a un polígono industrial de mala muerte en las afueras de la ciudad. Aparqué el coche y me acerqué a una lonja que tenía un discreto cartel y dos gorilas en la puerta.
—¿Viene por lo del Juego? —Me preguntó uno de los hombres con una mirada inexpresiva en el rostro.
—Sí, así es —acerté a decir, estaba bastante nervioso.
—Si entra ahí, ya no ha vuelta atrás, así que piénselo bien.
—Quiero entrar —me escuché decir, no sin cierta duda ante tanto secretismo.
Todo el asunto tenía un claro tufo ilegal, pero las situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas. Yo no había violado la ley jamás, no tenía ni una multa sin pagar, así que me sentía totalmente fuera de lugar.
—Es el primero. Tendrá que esperar a los demás, pero podrá escoger turno. Puede entrar en la sala que más le plazca, están numeradas del uno al seis. Siga todo recto, por favor.
Entré al local y recorrí un pasillo tenebroso y de mal augurio. Vi las puertas numeradas y elegí sin dudarlo la número cinco. Es mi número de la suerte y nunca me había fallado, me sentí algo más seguro; era lo suficientemente supersticioso para pensar que nada malo podía haber en la puerta cinco.
Dentro de la habitación había dos focos cegadores y una cámara de vídeo, una mesa y una silla de madera y una televisión acoplada a un reproductor de DVD; una hoja sobre la mesa decía: dele al Play.
Seguía extrañado por los acontecimientos, pero la grabación destapó la terrible verdad, apenas pude creer lo que contaba el tipo de rasgos angulosos que apareció en la televisión: el misterio tornó en verdadera pesadilla.
«Bienvenido a una nueva producción de la Diana, en la que usted va a pasar a ser protagonista —El hombre sonreía a cámara vestido con un elegante esmoquin púrpura—. Este puede ser el último juego de su vida, así que le deseo suerte y espero que haya escogido con sabiduría su posición en la partida.
No le llevaré a engaño, este es un juego de puro Azar que ya se practicaba a comienzos del siglo pasado y del que estoy seguro que ha oído hablar. Se llama la Ruleta Rusa—. Al oír el nombre me dio un vuelco el corazón. ¡Dios santo! ¿En dónde me había metido?— ¿Ve esta pistola que tengo aquí? Pronto estará en su mano, es una clásica Smith and Wesson de seis balas, y aquí están las cinco balas que deben ir en el tambor.
Sí, ha entendido bien: hay cinco posibilidades contra uno de que muera dentro de unos minutos, y lamentamos decirle que no habrá tiempo para despedidas lacrimógenas; eso sí, dispondrá de cinco minutos para decidir si se echa para atrás, pero no se lo recomiendo. Ya ha llegado demasiado lejos, ¿no es así? Además, si renuncia perderá los diez mil euros. Sería una pena, ¿verdad?
Cuando mi ayudante entre con el revólver, usted será el protagonista, podrá decir y hacer lo que quiera, pero tenga una cosa en mente: sesenta mil euros le están esperando, y no querrá decepcionar a nuestro público.
Ese es el trato, conciso y sencillo; decida sabiamente… y le deseo que tenga suerte».
Aquellos hombres no bromeaban, mi vida dependía de su sádico e inhumano juego. ¿Qué clase de persona podía montar algo así? Y lo que era peor: ¿Cómo podía haber gente que pagara por ver cinco muertes en directo? Las personas dan rienda suelta a sus facetas más morbosas e inmorales a la menor oportunidad. ¡Qué espanto!
Naturalmente, mi primer impulso fue renunciar al Juego. La vida es el bien más preciado del que disponemos, y yo valoraba la mía en más de sesenta mil euros. Por desgracia, tenía la ligera sospecha de que no me dejarían marchar; si lo hicieran, yo podría acudir a la policía y destapar aquella trama ilegal, así de sencillo.
Los minutos pasaron con lentitud mientras mi mente daba vueltas y vueltas a una situación que era trágicamente simple. ¿Cómo podría volver a hablar a mi madre después de hacerla perder sus ahorros y su hogar? No podría enfrentar su mirada y tampoco podría hacer o decir nada para consolarla.
El momento crítico llegó por fin. La puerta se abrió de repente y un hombre posó un revolver en la mesa. Sacó un cronómetro del bolsillo de su chaqueta y sólo dijo: “tienes cinco minutos a partir de ahora”. Se fue.
Mis problemas estaban a un disparo de ser solucionados, y yo ocupaba el quinto lugar. No podía fallar, ¡era mi número de la suerte! Mis dedos rozaron el cañón del arma, estaba fría; no soy un experto, pero no daba la impresión de haber sido disparada… no, me equivocaba, ya debían haber muerto cuatro inocentes, o al menos tres, por culpa de la Ruleta Rusa; disparar el arma era un suicidio, pero quizá no había alternativa.
Un sudor frío humedeció mi frente, el corazón me latía tan rápido como si hubiera corrido una maratón. Susurré una oración y dirigí el cañón del arma a la sien derecha. ¿De verdad estaba tan loco como para probar ese endiablado juego? Sí, lo estaba.
Mi dedo índice tocaba el gatillo cuando un ruido atronador voló en pedazos el silencio de la habitación. Era mi móvil. Saqué el teléfono del bolsillo del pantalón y vi que la llamada era de mi mujer. Podía tener opción a despedirme al fin y al cabo.
No, era mejor que no lo hiciera. ¿Qué decir cuando puedes estar a punto de morir? Rechacé la llamada y volví a agarrar la Smith and Wesson. Conté hasta cinco, ¡mi querido número cinco! ¡No me falles! Multitud de pensamientos poblaron mi mente, si disparaba, no volvería a oír la voz de mi mujer, ni la risa de mi madre; no sentiría la brisa en la cara cuando bajo la ventanilla del coche en la autopista, ni volvería a bromear con mis amigos de toda la vida… mejor no pensarlo. ¡Al diablo con todo! Que sea lo que Dios quiera.
Apreté el gatillo.
No soy quién para criticar, pero si te sirve de ayuda ahí van mis reflexiones.
Supongo que si no ha entrado en la selección es porque no acaba de ser sobre supersticiones, sino más bien sobre azar. Sí que está el tema del cinco, pero me parece bastante accesorio en la trama. Si por ejemplo hubiese sido su fe en que el cinco nunca le falla la que le hubiera metido en ese lío, igual hubiera corrido mejor suerte .
Veo un fallo en que lo que le sucede a la mujer, que apunta claramente a un suceso inexplicable, no guarda luego ninguna relación con lo que le espera al hombre. Entiendo la intención de plantear una idea del tipo "si sólo hubiera esperado un poco, todos sus problemas se habrían solucionado", pero tal como está escrito, parece que la explicación del sueño va a estar en la reunión del Juego, de algún modo sobrenatural, y luego no es así, con lo que no acaba de cerrarse el círculo.
Por cierto, un revólver y una pistola no se parecen en nada. Normalmente a la ruleta rusa se juega con un revólver en cuyo tambor faltan una o más balas. Se hace que el tambor gire, sin mirar donde se detiene, y se dispara. No soy un experto en pistolas, pero a no ser que alguien manipule el cargador no me parece que con ellas haya mucho margen para el azar: o quedan balas o no. Y si era un revólver, ¿cómo podían estar seguros de que cinco morirían? Podían tener suerte todos ellos...
Saludos,
Entro
Disportancia, lo contrario de importancia