Muchas gracias por el comentario, compañero. Sí, ese el tono que buscaba, de vuelta atrás. Sobre la falta de historia, es precisamente lo que me apuntaron. Mi idea era que estuviera implícita dentro de lo que se cuenta a modo de reportaje, pero supongo que le falta fuerza.
El precio
Un relato de Patapalo para la vivisección de Calabazas en el Trastero: Fútbol
Juslibol fue en su día una reserva natural. En torno a los galachos —meandros seccionados del río Ebro— florecía una fauna y una flora únicas de la que ahora solo sobreviven los ejemplares más correosos: algunas víboras, ratas acuáticas, plantas de tallos duros como sus hojas. No es fácil crecer entre las chabolas ni para los niños ni para los animales, ni siquiera para las plantas.
Esto es algo que nunca ha perdido de vista Daniel Zamora o, como lo conocen en el poblado, Loa Zamora. Este veterano zaragozano no nació en este laberinto chabolista que, de hecho, ni siquiera existía en su infancia, sino en el popular barrio de la Ciudad Jardín. Sin embargo, desde que conociera la realidad del extrarradio maño durante una gira solidaria de Campeones Sin Fronteras, se considera un vecino más. Sí, Daniel, antes de convertirse en Loa Zamora, fue un jugador de élite, uno de los pocos que alcanzan su sueño de jugar en las grandes ligas internacionales. Solo que, a diferencia de sus compañeros, no se ha instalado para un retiro de lujo en los chalets de Montecanal XIII, sino que ha decidido ligar su vida a la de la chiquillería de Juslibol. Cuando lo vemos esta fría mañana de octubre, esperándonos con los brazos en jarras a la entrada del poblado, en seguida nos damos cuenta de que, venga de donde venga, aquí se encuentra como en casa.
Lo primero que nos llama la atención de esta leyenda viviente, antes incluso que el aplomo y familiaridad con la que nos da la mano, son sus brillantes ojos azules, que contrastan como gemas bajo el lustroso pelo negro apenas encanecido. Aun sesentón, Zamora conserva ese carisma que lo convirtió en todo un sex-symbol nacional durante los años veinte. Si se ha dado cuenta del efecto que nos ha causado su mirada, sin embargo, no parece darle importancia. Sin ceremonias ni más palabras de las que hacen falta, nos invita a subir a la zona de entrenamientos. Es, ante todo, un hombre práctico.
Sobre el poblado de Juslibol se extiende un sistema de lomas castigado por el viento en el que apenas crecen matorrales sobre el suelo polvoriento. «Cuidado con los alacranes» nos dice Zamora sin dejar de ascender a buen paso. «Es mejor no tocar las piedras porque, si los molestas, te puedes llevar un buen picotazo». Es justo lo que necesitábamos oír para terminar de sumergirnos en la desolación de Los Terreros, como llaman familiarmente a esta zona de Juslibol. El contraste con la zona baja es impresionante: toda la humedad de los galachos ha desaparecido barrida por el cierzo y el panorama parece sacado de una de las viejas películas del Oeste que se rodaron no muy lejos de aquí, en la época dorada del Spaghetti Western. Sin embargo, ni el frío helador del aire, que el implacable sol parece incapaz de mitigar, ni el peligro de los alacranes parecen importar a la treintena de chavales harapientos que nos esperan en el altozano: todos ellos, del primero al último, están descalzos. Y, a juzgar por las callosidades de sus pies, no es ninguna novedad.
«Las zapatillas de tacos son demasiado caras para malgastarlas con los alevines» nos explica Zamora cuando por fin consigue poner un poco de orden entre la chiquillería. «Hoy están más nerviosos que de costumbre porque habéis venido» se excusa. «Para ellos, ver un periodista es estar un paso más cerca de llegar a la cumbre». Sea esto cierto o no, la verdad es que los chavales se muestran encantados con nosotras y dan lo mejor de sí mismos durante el entrenamiento matinal. Y hay que decir que este arranca fuerte.
Suena el silbato y toca correr a por los balones. «No perdemos tiempo trotando para calentar» nos confía Zamora. «Bastante los calientan ya en casa y bastante corren todo el día. Aquí, en Los Terreros, nos centramos en los aspectos técnicos». Es por ello que lo primero es una ronda de tiros libres. El más lento del grupo la paga de “lazarillo”. Él será quien haga de portero hasta que consiga parar tres tiros seguidos, algo que no solo requiere reflejos y agilidad, sino también muchas agallas: si ya es duro patear las “pelotas” —bolas de trapos rellenas de guijarros y pequeños trozos de metal que sirven de lastre—, para lanzarse a detenerlos hay que tener una auténtica capacidad de sacrificio. Intentar evitarlos tampoco es una alternativa: Loa Zamora premia aquellos chutes que golpean al guardameta antes de marcar gol.
En Los Terreros, los entrenamientos siempre van al límite. Hay que tener en cuenta que si los alevines no llaman la atención de un ojeador antes de los doce años, es muy posible que su carrera termine antes de empezar. Con suerte, podrán quedarse como asistentes de Zamora, lo que no supone un pasaje fuera de los galachos pero sí garantiza la supervivencia tanto del chico como de su familia. Si no, como dicen por aquí, a la cazuela.
No llamar la atención de un reclutador no es el único modo de terminar «fuera de juego». Si los entrenamientos de Los Terreros son duros, las exhibiciones lo son todavía más. Ya las habíamos visto en las grabaciones que el propio Loa Zamora nos facilitó al comenzar el reportaje, pero presenciarlas en directo, como esta gélida mañana de octubre, es un espectáculo todavía más impactante. No es de extrañar que los pases especiales alcancen precios muy elevados en el mercado negro. Durante varias horas, los alevines nos muestran lo mejor de su repertorio: chilenas, regates, cañones, verónicas, picados, escorpiones, sambas, meteoros, segadas... todo vale para impresionar al espectador porque, más que un deporte, esto es un espectáculo, y si este merece la pena, el dinero llueve a raudales. Es por eso que estos pequeños artistas —los que llegan a Los Terreros son los mejores de Juslibol, que no en vano la mejor cantera nacional a día de hoy, ya por encima de Vallekas II— no dudan a la hora de forzar la máquina. Y, a veces, ocurren accidentes.
«Para estos chicos, el fútbol no es solo una puerta a un mundo mejor: es una pasión, un modo de vida, una filosofía. Por supuesto que hay sangre en los entrenamientos. A veces los huesos se quiebran, se rompen los tendones, porque no son tan fuertes como su voluntad. Estos chicos se dejan la piel en el campo desde el primer minuto de los entrenamientos. Son los mejores.»
Cuando Loa Zamora habla de dejarse la piel, no lo hace en un sentido metafórico, lo sabemos: él mismo perdió a un hijo adoptivo en el terreno de juego. Rachid, de siete años, sufrió un derrame cerebral del que nunca se recuperó tras golpearse con el poste de la portería en la sien. Es un tema delicado, sin duda, pero no podemos terminar nuestra jornada en Los Terreros sin abordar la cuestión. Necesitamos saber cómo se vive el ver las esperanzas de un alevín prometedor truncadas de un modo tan brusco.
«Es un palo» reconoce sin dejar de mirar al campo, donde los más pequeños están haciendo una serie de pases largos. «Aunque forma parte de este deporte, no deja de ser difícil de digerir. Lo único que nos consuela es que a pesar de que ya no vayamos a verlos nunca jugar, quedan para siempre con nosotros. Comulgar con la sangre de un compañero caído es algo que marca.»
Puede que la antropofagia haya sido legalizada hace tan solo dos años, pero Zamora no parece incómodo hablando del tema, así que decido ir un poco más lejos.
«Por supuesto que no supone un problema para los jugadores» me responde cuando le pregunto acerca de cómo se vive el ritual de despedida en el vestuario. «Todos somos conscientes de que las reservas de proteínas de calidad son limitadas. Además, así saben que si se quedan por el camino, no será en vano, sino que harán una aportación clave a sus compañeros. El espíritu de equipo en Los Terreros es tan importante como el de competición. Es por eso que aquí criamos a los mejores jugadores de España.»
Si los alevines de Los Terreros están en la cabecera de las listas de los más cotizados gracias a su espíritu de equipo es algo que solo los expertos en el deporte rey pueden determinar. Nosotras solo podemos atestiguar que este espíritu es real, y no una mera campaña de imagen, como se sostenía desde Vallekas II. Cuando ves a estos zagales dando más allá de lo que parece posible en niños tan pequeños, codo con codo, o las sonrisas al recordar a sus últimos compañeros perdidos, te queda claro que el lema de Los Terreros no es letra mojada.
Arrojo.
Sacrificio.
Hermandad.
Victoria.
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Pues no está nada mal, Patapalo, pero es verdad que se queda uno con ganas de más, qué es lo que pasa exactamente en los vestuarios, el ritual ese cómo es, pero vamos, muy bien
Gracias por el comentario, Bestia Insana. Aunque era deliberado lo de dejar con la miel en los labios (después de todo, el relato es un minireportaje ligero), me da la impresión de que no era lo más adecuado
Me ha dejado la sensación de que tardaba en arrancar y el ritual de antropofagia final no me ha terminado de convencer mucho, pero me ha encantado el modo en el que logra crear ese ambiente de pobreza extrema en el que el deporte es casi la única salida posible.
Es un poco conejo sacado de la chistera, lo reconozco. Igual por eso no te cuadra. Intenté meter alguna referencia subrepticia, pero ya veo que contigo no allané lo suficiente el terreno. Gracias por el comentario.
Si das una pista con la expresion "a la cazuela" pero pensé en algo más metafórico.
Buuh, qué maloooo
Pues está bien, quizá le falta algo. Algo de historia, me refiero, porque no hay sorpresa ni evolución de la trama, aunque entiendo que no es eso lo que se buscaba. Como además es corto, seguramente haya quedado un poco escaso.
También me ha costado ubicarlo en el futuro, tal vez por la empanada mental que llevo, pero se me hacía más de décadas atrás que adelante. Sí, ya sé que esa idea de "retroceso" es uno de los conceptos que intenta transmitir, pero es que hasta casi el final los hacía en los años 50.
Saludos,
Entro
Disportancia, lo contrario de importancia