Fago

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Un relato de Patapalo

 

Resulta difícil de creer. Cuando llegué a Fago, lo primero que llamó mi atención fue la quietud. Enclavada en el seno de la montaña, acogida entre sus pliegues, esta población aragonesa no resulta inquietante en absoluto: no hay bosques sombríos, ni cañadas misteriosas, ni siquiera nubes de tormenta rondando como cuervos de mal agüero. Bien al contrario, Fago se me apareció como un pueblo sencillamente tranquilo. Bajo el sol invernal tenía quizás un punto melancólico, esa pátina de tristeza que tienen tantos otros pueblos en el Alto Aragón. Pero solo eso: apenas una pincelada de tristeza.

Y, a pesar de todo, había sombras rondando Fago.

Sombras siniestras con los dientes teñidos de sangre.

Sombras siniestras con los dientes teñidos de sangre que no precisaban invitaciones para franquear umbrales.

Aquellas sombras habían empezado a aletear en torno al pueblo hacía unos meses, pero yo, ajeno a las noticias, no sabía nada. Quizás por ello el sol invernal que bañaba los campos y el puñado de casas arracimado al amparo de la mañana no me suscitaba ningún escalofrío, sino, tan solo, esa contumaz sensación de congoja que el abandono deja sembrada en nuestra tierra, una sensación tan familiar que, aunque nunca hubiera puesto un pie en el pueblo, no me costaba percibir. O quizás imaginar. Quienes venimos de lugares forjados a machamartillo por la emigración terminamos por ver los fantasmas de los cuartos vacíos y los sueños abandonados por cantos de sirena apenas asoman las orejas.

Sin embargo, aun después de conocer la luctuosa noticia, hubiera tenido que hacer un esfuerzo por encontrar esas otras trazas, siniestras, que, a juzgar por algunos comentarios, deberían de salpicar el lugar: la senda de la muerte, las miradas tensas de venganza, los linderos marcados por lápidas como muros de piedra, los caserones repletos de secretos, y de armarios, y de esqueletos, el brillo de los fusiles de caza en la trocha del jabalí...

Quién sabe. Tal vez escapaban a mi mirada ignorante por saberme de fuera aun sintiéndome vecino; o precisamente por lo contrario: porque mis sentidos me engañaban. A medida que iba leyendo más y más sobre aquel caso tenía la impresión de que mi perspectiva —cualquiera, en realidad— carecía de todo anclaje, de toda solidez. Todas aquellas historias sobre la España profunda, todos esos ecos de novela negra, se estrellaban contra el paisaje calmo que se había abierto frente a mis ojos. Se estrellaban y luego remontaban el vuelo como caprichosos murciélagos, sombras de rumores de ecos que parecían tener un cuerpo inequívoco para quienes las comentaban por Internet, quizás también en los bares que desde hacía años no visitaba y que seguramente había idealizado en mi memoria.

No sé muy bien qué leían esos cronistas anónimos en los ojos de las gentes de Fago, a quienes apenas había visto, como me pasa siempre que visito la tierra fantasmagórica en la que todavía existe el Pirineo aragonés en el telón de fondo de mis propias ensoñaciones. No sé muy bien qué secretos desvelaron ni desde donde. Tan solo sé que no encontré las huellas que, según parece, adornan lugares como este: lugares en los que la muerte violenta ha dejado su impronta como una candela para las ánimas y los espectros.

Puedo llegar a imaginar esa carretera apartada y la densa negrura que es propia de los pueblos pequeños cuando llega el crepúsculo. Puedo ver la calma quieta, expectante de estrellas frías y de murmullos de ramas y hojas —¿secas, tiernas? ¿Simples ramas descarnadas como huesos de muerto viejo, resecos, crujientes?—. Puedo recrear en mi mente, quizás también en una hoja de papel, esos dientes de piedra tendidos en la calzada a la espera de cerrarse en un mordisco letal.

Podría desenterrar el latigazo del disparo —postas de cazador, dijeron, como quien abate al animal engañado, quizás azuzado hasta el punto exacto donde se tiende la trampa—, pero un helor insospechado me aferra el espinazo. Un helor que nada tiene que ver con el miedo, o quizás sí, pero mucho con el vértigo de esa quietud algo melancólica que sí vi en Fago.

El mismo vértigo que me impide terminar de perfilar a los personajes de este drama, al menos del modo en que solemos hacerlo los escritores, es decir, jugando a dioses ciegos, caprichosos u omnisapientes. Es un vértigo helado el que detiene mi mano y hace dudar a los dedos sobre el teclado, como si el tacto del ordenador pudiera transmitirme algo más, algo peor, como la sorpresa viscosa de una culebra.

Es por ello que la historia, al menos como yo la cuento, no irá mucho más lejos. Quedará como un boceto, como un esbozo de trazo grueso y oscuro sobre la noche de Fago, sobre la quietud de su rincón bajo las montañas. Sombras planeando en el linde de la carretera, agazapadas, más sombras tras ellas, y sobre ellas, unas vigilando, otras dejando sus propias huellas, otras solo sollozos en la oscuridad.

La quietud de Fago no es para mí una quietud bañada en sangre. De ahí que haga nacer en mis entrañas un helor desconocido.

Es el helor, lo sé con una certeza aterradora, de lo mundano. De un mano descarnada que llama a una puerta no muy lejana, lo suficientemente cerca como para no desear tejer una ficción que le sirva de mortaja.

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