La elegancia del cazador
Un breve relato ambientado en el universo de Espejo Victoriano.
Eran dos bichos raros. Siempre lo habían sido. Aunque, como diría Samuel, de taxones distintos. Él era el primogénito de sir Walter Kaylock y, como este, un hombre entrado en carnes, de rostro apacible y blando. También un ratón de biblioteca cuyas mayores aventuras eran las escapadas a buscar insectos, su gran pasión. La herramienta más mortífera que había empuñado era un cazamariposas. Por el contrario, James Crook había recorrido los siete mares, o al menos una buena parte de ellos. Había servido en las colonias, vagabundeado por el África profunda, ejercido de cazador de marfil y explorador y también, seguramente, de contrabandista. Ya cuando compartían pupitre en Cambridge sabían que pertenecían a esferas distintas, que sus caminos estaban condenados a separarse. Crook era el bastardo de algún aristócrata con suficiente dinero y remordimientos para sacarlo del fango, pero lo bastante prudente también para no dejarse ver más de la cuenta. Y los Kaylock solo lo toleraban en su casa por la lealtad y amistad que profesaba a su hijo; al patriarca, en particular, le tranquilizaba saber que un buen boxeador cubría las espaldas de su hijo en los difíciles años de la adolescencia.
Habían pasado años ya desde que se conocieran bajo la mirada severa del profesor Blair, pero se las habían apañado para conservar su improbable relación a base de cartas, las de Crook remitidas desde las cuatro esquinas del globo, las de Kaylock siempre escritas desde el mismo despacho en el que se encontraban aquella tarde de otoño, por fin reunidos. Siguiendo otra de sus normas no escritas, James rendía visita a su viejo amigo, como cada vez que arribaba de nuevo a Inglaterra. En aquella ocasión, además, el regalo de rigor que le había traído era particularmente impresionante.
—¡Qué hermosura! —suspiraba Samuel, arrebolado, mientras contemplaba la gigantesca araña encerrada en la urna de cristal. Estaba tan absorto que había olvidado su vaso de whisky en la alfombra, junto a la mesita donde su amigo había dejado el paquete.
—Sabía que apreciarías semejante bicho —sonrió James dando un trago al suyo—. Pocas personas lo harían y, aun así, el birmano que me la vendió pedía una auténtica fortuna. Me dijo que era un espécimen único, que nunca encontraría nada semejante, pero temo que me timara: en el barco de regreso se la mostré a un naturalista francés y me dijo que era tan solo una araña Goliath. Impresionante, sí, pero por lo visto bastante común en América.
—Del Sur —precisó Samuel dando vueltas alrededor de la urna—. Una Theraphosa blondi, ¿eh? Me parece que tu naturalista se equivoca... o igual era él el fraude. En Indochina tienen arácnidos lo suficientemente impresionantes para no tener que importar otros de América para vendérselos a los turistas —bromeó.
—Supongo que no —concedió con una sonrisa divertida sin dejar de mirar a su viejo compañero, quien atraía su atención mucho más que la araña.
—Además —siguió este—, la pigmentación de la piel no corresponde a lo que he leído en los estudios de Hahn. Aunque cambia durante la muda, no menciona en ninguna parte un patrón de colores como este, tan estilizado. Sin duda, rivaliza en tamaño con la Goliath, pero no parece que sea la misma especie... lo cual es aún más emocionante.
—Si tú lo dices... —repuso Crook acercándose al cristal de la urna—. A mí me parece solo una araña grande.
—¡Ah! Pero es porque no sabes lo que tienes que mirar en realidad —lo amonestó Samuel alzando un dedo—. Para empezar, no es adecuado decir «solo» una araña. No existe tal cosa como «solo» cuando se habla de arañas. Cada una de ellas es única, viejo amigo. ¿No te lo dijo ese naturalista francés que encontraste en tu viaje de vuelta?
James se echó a reír.
—La verdad es que sí —confesó agitando el poco whisky que le quedaba en el vaso—. Me dijo algo así como que las arañas siempre se salen con la suya porque nunca sabes cómo van a jugártela... si no las conoces.
—Y en eso tenía toda la razón del mundo: es fácil subestimarlas. La mayor parte de las arañas cazan usando su tela, tendiendo sutiles hilos de seda de un punto a otro hasta crear una red en la que caen sus víctimas. Para cuando se quieren dar cuenta, ya están dentro, enredadas en sus pegajosos hilos, y son incapaces de escapar.
»Otras, por el contrario, se agazapan en discretos agujeros hasta el momento de saltar sobre su presa, o se deslizan aprovechando la oscuridad para tomarlas al improvisto. Sus ocho patas son ya de por sí un recurso formidable, pero además la gran mayoría cuenta con venenos.»
James dio unos toquecitos en el cristal con la uña de su dedo índice, como si esperara que la araña se moviera, pero esta permaneció inerte. Tras una mueca ambigua, se incorporó y fue hacia el mueble bar para llenar de nuevo su vaso.
—Supongo que una tan grande como esta no perderá el tiempo haciendo telarañas. Un tamaño así le debe de bastar para cazar un gato de una dentellada.
Kaylock sonrió, y había tal simpatía por el depredador en su expresión que esta tenía un toque siniestro.
—¿Y si quisiera cazar algo más grande que un gato?
—¿Como una vaca? Mucha tela y mucha bestia para tan poco bicho —se burló Crook.
—Te sorprendería, viejo amigo. Como dice cierto proverbio etíope, cuando las arañas se unen, pueden atar a un león.
Crook se echó a reír de nuevo, estentóreamente.
—Jamás había oído nada parecido, y mira que he conocido tribus raras en mis viajes por África.
El semblante de Kaylock se ensombreció ante aquel exabrupto. Cuando contestó, había una nota de reproche ofendido en su voz.
—No todas las cosas se aprenden sobre el terreno, James. En mis investigaciones he encontrado evidencias de comportamientos grupales en las arañas que demostrarían que no se trata de un mero refrán, sino de una realidad. Los recursos de los arácnidos son extraordinarios.
—¿Investigaciones? —repuso Crook con una nota de ironía que no mejoró en nada el ánimo de su amigo. Al darse cuenta, se apresuró a añadir mientras se servía más whisky—: ¿A eso se refería tu padre en sus cartas?
—Te escribió cuando estabas en Bombay —afirmó, pero el otro lo tomó por una pregunta.
—Sí, hará ya un par de meses. Fue uno de los motivos que me impulsaron a volver a Londres antes de lo previsto. —Carraspeó—. El viejo parecía sinceramente preocupado. ¿Qué tal se encuentra?
—En la gloria —bromeó Kaylock—. Nos dejó hace unos días; demasiado ruido en la capital. Si te parece, nos podemos reunir con él en el campo. Es temporada de caza mayor.
—Habría que ver a lo que llamas caza mayor —sonrió Crook—. Yo diría que es demasiado pronto para los ciervos.
—La magnitud depende de muchas cosas, viejo amigo. Mira nuestra araña: en proporción a su tamaño, todo parecería caza mayor y, al mismo tiempo, es ella la que resulta impresionante, incluso frente a animales sin duda mayores, como un perro o un gato. ¿No te parece fascinante?
Crook se preparó a contestar de nuevo alguna vaguedad que dejara claro su escaso interés por la criatura y los bichos en general, pero por el rabillo del ojo tuvo la impresión de que algo se movía en el interior de la urna. Frente a ella, Kaylock continuaba su perorata, ajeno a ese movimiento.
—Y, sin embargo, no es su aspecto lo que debería resultar impresionante o aterrador, sino su técnica, su inteligencia. Como ocurre con frecuencia, las apariencias engañan: un regalo no es lo que parece, un mero objeto, sino un mensaje; un apretón de manos esconde viejas rencillas; una carta dice más cosas entre líneas que en el propio texto...
Aquel discurso parecía no tener fin, pero Crook tenía la boca demasiado seca para contestar. Algo se movía dentro de la urna, ahora ya no tenía ni la más mínima duda: los pelos de aquella tremenda araña vibraban, como si quisiera decir algo, y las articulaciones de las patas se habían flexionado apenas un milímetro; tuvo la impresión de que recuperaba poco a poco la movilidad, que desperezaba su cuerpo anquilosado. Casi adivinaba los crujidos quitinosos de sus miembros.
Recordó el rostro sonriente del birmano que le había vendido el bicho, sus gestos obsequiosos. «Esta criatura es para usted». La seguridad que había mostrado, cómo había ido directo hacia él en el asfixiante mercado del puerto. Y lo cierto es que le había parecido evidente: era el obsequio perfecto para su viejo amigo, en quien estaba pensando tras leer la carta de su padre.
Ese viejo amigo que seguía hablando sin parar mientras un líquido lixiviaba por el fondo de la urna, a través de la alfombra, hacia sus zapatos lustrosos de betún.
—Samuel...
—Lo realmente increíble de una araña es su capacidad para llevar a la presa, por muy poderosa que sea, por mucho que la supere en fuerza y recursos, a un terreno en el que las tornas giren. ¿No es maravilloso?
Aquello no era un líquido, sino una hilera de diminutas arañas que se aparecían borrosas ante sus ojos. Crook trastabilló al intentar acercarse a su amigo. El vaso resbaló de sus dedos, súbitamente fríos y débiles.
—¿No es tentador?
Crook hincó la rodilla en la alfombra. La habitación giraba como una noria con el eje quebrado. Una bocada de bilis reptó hasta su garganta, ardiente, y ahogó su respuesta, su grito de alarma. Tuvo que apoyarse en una mano. El tacto lanudo de la alfombra resultaba irreal. Inconexo. Balbuceó algo. Kaylock siguió hablando, extrañamente coherente y ajeno a su sufrimiento.
—Pero lo realmente importante es el alimento. Para nutrirse, la araña tiene que digerir a su presa, extraer su gran valor. Y para eso le inocula un veneno que la devora desde el interior.
Desesperado, Crook manoteó para alcanzar la pernera de Kaylock, pero solo consiguió caer al suelo. En las brumas de su mente embotada una idea tomaba forma. Sus experiencias previas frente a la muerte pugnaban por despertar a su cerebro y recuperar el control de su cuerpo. Cada resquicio de su ser que aún se resistía bombeaba adrenalina.
—La digestión es dolorosa. Pero es necesaria para La Que Teje Tinieblas.
En la urna, la araña se movía ya abiertamente, pero de un modo antinatural. Parecía haberse erguido, puesto en pie, como si cruzara las patas en alguna delicada postura de yoga, como un estilizado asceta hindú. Crook ya no intentaba entender qué estaba ocurriendo, solo encontrar una salida. Sobrevivir.
—El sufrimiento es clave. Sin sacrificio, no hay alimento. Lo siento, viejo amigo. Si no lo sintiera, esto no podría funcionar. Pero me siento desgarrado por dentro, así que esta ofrenda ha de serle grata. ¿Lo entiendes? ¿O todavía no lo suficiente?
Crook se arrastró hacia la puerta, ganando a base de uñas y gruñidos cada pulgada. La voz de Kaylock martilleaba sus sienes, despiadada y, al mismo tiempo, perturbadoramente preocupada. Por él. Por su caza. Por quién sabe qué locura.
—Es necesario un cebo. No se atrae a un tigre con una cesta de rábanos. Y tú siempre me protegiste. Mi padre bien lo sabía, por eso no fue difícil conseguir que te escribiera. Tampoco el profesor Blair, pero supongo que sus cartas no te llegaron. El birmano no tuvo tantos problemas, ¿verdad? Eras como un faro en la noche y los hilos de La Que Teje son largos, finos y sutiles. Por eso no se hubiera contentado con menos.
Tras un intento infructuoso de ponerse en pie, Crook se desplomó de nuevo, esta vez junto a la pata de una cómoda, a la que se aferró con la mano derecha. La izquierda, crispada, se cerró entorno a los pelos de la alfombra. Parpadeaba. Jadeaba. Sudaba.
—Tú siempre pensaste que los peligros y las aventuras estaban lejos, en tierras exóticas, pero yo siempre he sabido que no hace falta irse tan lejos, que los mayores desafíos los tenemos debajo de las narices, a la vuelta de la esquina. ¿No estás ni una pizca orgulloso a pesar de todo? —siguió Kaylock con una nota de locura en la voz—. ¿No te das cuenta de la magnitud de todo esto?
En el suelo, Crook borboteó una respuesta nebulosa.
—No, claro que no: te falta información. Te falta... perspectiva. Pero, antes de que tu existencia se extinga, podrás contemplar su rostro insondable y su majestuosa...
Tiró. Lo hizo con todas sus fuerzas, aferrándose a la cómoda como un náufrago a un arrecife. Y la alfombra se movió con brusquedad, quizás ni siquiera un metro, pero lo justo para hacer caer a su amigo y volcar la urna.
Oyó el estallido del cristal, las maldiciones, el estrépito de los muebles. Su corazón embriagado de ponzoña se había acelerado tanto que pensó que le iba a estallar el pecho. Pero no se dio tregua. Rodó sobre su costado y fue escalando las cimas de una silla hasta ponerse en pie de nuevo. A sus pies, ahora era Kaylock el que intentaba aferrar la pernera de su pantalón. Lo vio por el rabillo del ojo, como una sombra voraz.
También vio a la araña.
Grande, feroz, implacable.
Sus patas alzadas eran como tentáculos peludos, sus colmillos, como dagas ansiosas. Los ojos, perlas negras abiertas a un abismo en el que los alcaloides que había ingerido con el whisky lo sumían sin piedad.
Se tambaleó fuera del estudio mientras la bestia apuñalaba a su viejo amigo en el cuello con la precisión de un carnicero y apenas tuvo el tiempo de cerrar de un portazo antes de que terminara el obsceno beso. Luego perdió pie y rodó escaleras abajo, lejos, lejos de aquella pesadilla, y abrazó la oscuridad y el olvido con el alivio de haber escapado, al menos de momento, al más terrible depredador con el que se había cruzado nunca.
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