El espejo de los sueños rotos

Imagen de Patapalo

Un relato de fantasía del Monstruos de la razón.

Pasó susurrando por todas las esquinas, diciéndonos mentiras muy suavemente al oído. Entonces mostró su superficie deslustrada y todo fueron telarañas, polvo y arrugas.

 

Nervioso, Baliok inflaba y desinflaba su papada. El motivo de su agitación no era encontrarse sobre la mesa de experimentaciones de un mago: hacía ya muchos años que servía al viejo Ersam y había aprendido que de nada servía tener miedo a un personaje tan errático, capaz de convertirte en sapo un día y de nombrarte rey al otro. No, su nerviosismo venía del otro sirviente del hechicero, su gato Angora.

El felino tenía una afición por la maldad que resultaba francamente incómoda, sobre todo desde que un sortilegio fallido de su señor lo hubiera vuelto parcialmente invisible. Por fortuna, el gato recuperaba su color cada vez que pensaba en comer, lo que resultaba práctico y, a la vez, incómodo. Baliok se había dado cuenta de que en esos momentos se estaba materializando sobre el taburete adyacente a la mesa y no contaba con que el mago se encargase de satisfacer su hambre, puesto que estaba demasiado ocupado. El plato alternativo —él mismo, había que asumirlo— hinchaba y deshinchaba con justificado nerviosismo su papada de batracio.

Ser rey sapo, como todas las cosas en esta vida, tiene sus desventajas.

En ese instante, justo antes de que se mascase algo más que la tragedia, el mago se volvió hacia ellos y el brillo intenso de sus ojos los detuvo como estatuas de sal, a Angora en su ataque y a Baliok en su huida. Algo grande acababa de suceder y, aunque fuese difícil saber el qué, era igualmente difícil ignorarlo.

Ersam agitó la varita y vaharadas de polvo volaron por toda la estancia liberando de su pátina gris a los libros apilados en los anaqueles, a las redomas de pociones esparcidas por las mesas y a los cráneos de los imprudentes caballeros que habían venido a desafiar al mago. Por un instante, justo antes de que el polvo se posase de nuevo como una capa de cenizas, el refugio del hechicero pareció volver a la vida.

—¡Aslán! —graznó con su voz de cuervo—. Pon a hervir el líquido de la marmita.

El sapo dudó un instante en el borde de la mesa. Cerca del fuego sería más fácil protegerse del gato, pero había algo que no podía contener en su palpitante papada.

—Señor, Aslán murió —croó con cierto reparo.

El mago se volvió hacia él, furibundo, pero en el último momento su mano sarmentosa se detuvo y, con ella, el fatal sortilegio que, tal vez, lo hubiera convertido en piedra. Luego, cuando ya parecía que iban a quedarse parados por toda la eternidad, congelados en el tiempo como los desechos de alguna gorgona, Ersam distendió su expresión con una inquietante sonrisa.

—Pon a hervir el agua de la marmita, sapo ignorante. Y tú, gato, vete y no vuelvas. Aslán nunca te tuvo mucho aprecio…

Angora se relamió con parsimonia las patas delanteras al tiempo que se iba diluyendo en el aire. Por mucha indiferencia que mostrase, no se atrevería a contradecir al mago, como revelaba el hecho de que, por arte de magia, se le hubiera pasado de golpe el hambre. Así, incluso Baliok pudo olvidarse del felino para preocuparse de su propia suerte.

Meditabundo, fue añadiendo una ramita tras otra al lecho de brasas, con cuidado de no quemarse las sensibles patas palmeadas, hasta que el fuego se avivó de nuevo y el contenido de la marmita empezó a borbotear. Entonces se sentó en la leñera y se dedicó a observar cómo el mago se afanaba por toda la estancia.

Hacía siglos que no remendaba su desgastada túnica, los mismos que no se peinaba la desgreñada barba que ocultaba casi por completo su rostro. Sus ojos apenas se habían cerrado durante aquel tiempo, y tan solo lo habían hecho para llorar con discreta amargura.

Porque la muerte de Aslán había sido una gran tragedia, incluso para el errático espíritu del hechicero.

Baliok, el rey sapo sin reino, sacó su pipa y se puso a fumar con parsimonia. Entre las volutas de humo azulado siguió contemplando a su señor. Llevaba tanto tiempo a sus órdenes que incluso se preocupaba por él, y eso a pesar de su tormentosa relación. Bien es cierto que por su culpa ya nunca sería un hombre propiamente dicho, pero también era innegable que podría haberle reservado un destino peor, mucho peor. Además, desde la muerte de Aslán no podía evitar verlo como un pobre viejo.

Únicamente un viejo hechicero loco podía darle tanta importancia a la muerte de un duende, se decía a menudo, pero es cierto que incluso él echaba de menos a aquella tintineante e impertinente criatura.

A pesar de que desde su misma creación no tuvo otra cosa en mente que desordenar la torre, mudar las páginas de los grimorios, mezclar las hebras de las ropas y las alfombras, atormentar al gato —bueno, aquello no era del todo negativo— y perseguirlo lanzándole lluvias de estrellas, aquel ser de miembros finos como cañas y sempiterna expresión maravillada se había hecho querer. Sus orejillas puntiagudas incandescentes de rabia, sus grandes ojillos malévolos, su risa desatada cuando los asustaba adoptando el aspecto de un siniestro espectro… todo parecían tiernos recuerdos ahora que ya no se encontraba entre ellos.

Y Baliok no podía evitar preguntarse preocupado si Esram no estaría pensando en crear un nuevo duende.

No se trataba únicamente de que casi muriera la última vez que intentó manipular una magia tan poderosa, relacionada con el tejido más profundo de la existencia, sino que temía que todas aquellas simpáticas anécdotas se convirtieran de nuevo en una mortificante actualidad.

Al final, el sapo lanzó una profunda bocanada de humo y se centró en ese modesto y precario placer momentáneo. Como ya hemos dicho, ¿de qué sirve preocuparse por lo que pueda hacer o dejar de hacer alguien tan impredecible como Esram, el mago? Cuando no se puede preparar nada con antelación, lo mejor es disfrutar del momento.

—¡Por fin! —aulló el mago al cabo de un momento.

Su varita crepitaba con una extraña luz zarca prendida en la punta y él mismo tenía todos los cabellos erizados a causa de la tensión mágica, lo que le daba un aspecto aún más demente que de costumbre.

—Ya tengo el pozo de poder. Aslán estará pronto de vuelta. ¡Fuera de mi cabeza, pequeño rufián! —exclamó alborozado.

Entonces el chorro de energía que contenía la varita saltó creando un hermoso arco hasta el interior del caldero. Este, tocado por la descarga mágica, empezó a levitar por toda la estancia, sin rumbo aparente. Tras un vuelo algo confuso, el utensilio de cocina se volcó, derramando su contenido contra una de las paredes. El espectáculo fue formidable.

Como una densa pasta de cristal líquido, el contenido de la marmita fue extendiéndose sobre las grises piedras talladas del muro. Pero lo más sorprendente no era aquello, la forma en la que reptaba, perezosa, aquella sustancia, ni tan siquiera la luz que emitía, una extraña fosforescencia cavernosa, sino que, además, el líquido reflejaba la estancia como si fuera el más bruñido de los espejos. Sí, su argéntea superficie, ya fijada al muro, mostraba una réplica perfecta de la sala.

Y aún había algo más:

Aslán los observaba desde el otro lado.

Sí, sin duda era él, con sus ojillos malévolos y su sonrisa traidora. Baliok casi podía imaginar sus risillas de cascabel repicando felices al otro lado del muro, más allá de la sustancia espejada. Esram cayó hechizado de inmediato ante la imagen del duende.

—Hijo mío —susurró con voz fatigada—, por fin...

Baliok observó durante muchos años a su amo quieto en el taburete, frente al espejo encantado, aquella obra maestra de sus artes mágicas. Su mueca de genuina devoción, de amor por aquel duende travieso, lo llenaba de una profunda ternura. Jamás hubiera creído que fuera a contemplar un cuadro tan amoroso en aquella oscura torre de hechicería.

Sin embargo, el tiempo continuó su transcurrir y el cuerpo del viejo hechicero se cubrió de telas de araña. Entonces, el rey sapo se dijo que tal vez no fuera a ocurrir nada inesperado. Que tal vez, aquello fuera todo.

Que tal vez, por muy desagradable que le resultase la idea, era el momento de abandonar al viejo brujo para buscar un reino propio. Después de todo, él mismo lo había nombrado rey.

Así que, después de mucho meditar, dio la espalda al viejo sonriente y se marchó, escaleras abajo, lejos de aquella prisión que, con el paso de los años, se había convertido en un preciado refugio. La idea de que quizá Aslán les estaba gastando algún tipo de broma pesada desde el otro lado del espejo lo ayudó a emprender su camino, aunque no pudiera evitar echar la vista atrás.

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