¡Mírame!, es tarde
Acaba de amanecer en uno de esos días de primavera ya con olores de verano. Aromas intensos de tomillo y romero revolotean junto a unos insectos que se entretienen en molestar al viajero y a su montura. Éstos avanzan por una vereda otrora concurrida, ancha, clara y recta, pero que poco a poco va siendo comida por la naturaleza. Detrás dejan las últimas brumas de la temporada pegadas al río. A la izquierda del camino, un bosque bastante espeso, robledal inmenso, asciende hacia la sierra. A la derecha, se desparraman unos campos abandonados hace años por la guerra, eriales que ahora son hogar de cierta diversidad de bicherío que mira con curiosidad al caminante.
En él, en el caminante, todo es grande. Él mismo es un auténtico jayán, vestido con una enorme loriga, un peto y hombreras de cuero cocido. Se ha arremangado brazos y piernas para recibir el fresco de la mañana; revela cicatrices tremebundas. Lleva la cabeza al descubierto, yelmo y cofia colgados del arzón, y el almófar y el babero echados atrás. Porta un chafarote de a dos manos envuelto en flor de cuero de cabra y atravesado en la parte de atrás de la silla. Su montura es acorde con el jinete: un caballo desmedido, o un mulo gigante, poco gallardo y menos dado a una buena carga al galope, pero es un bruto capaz de resistir el enviste de cualquier otro caballo de guerra y, sobre todo, el peso del guerrero.
Hace poco que un carro escoltado ha pasado por su misma ruta. Lo lee en las huellas que han dejado sobre el camino casi virgen. Un carruaje con dirección, es probable que una galera, con las huellas delanteras oscilantes tapadas por las traseras más rectas. Al menos tres escoltas delante y uno atrás, éste muy bien herrado. Parece que siguen su misma derrota, que en breve doblaría hacia el robledal. Y se confirma su suposición, puesto que hay unas hondas rodadas donde el carro había girado. Le llama la atención el color oscuro del líquido que las llena. Si la brisa hubiese venido en su contra, es posible que lo hubiese venteado. Detiene a la montura y se apea. Arregla las calzas, se cerciora del buen atado de las de malla y estira perpuntes. Se maldice por haber andado tan desidioso. Continúa con el ritual con cuidado pero con prontitud, poniendo los sentidos en los alrededores. Coloca la cofia, el almófar, el burulete y babero, por último el enorme yelmo, con cubrenucas y un protector facial abierto en dos grandes orificios para los ojos.
Mano derecha con el chafarote, mano izquierda de las riendas de la montura, avanza hasta poder comprobar la naturaleza del charco. Entra por el mismo sendero de las huellas del carro pero, para no pisarlas, quiere ascender por un pequeño terraplén por el que resbala debido al líquido que lo empapaba. Allí ve el cadáver. Un caballero, que debía proteger la retaguardia y que es seguro que era el capitán de la escolta, había sido el primero en caer. A traición. Una garrocha lo había descabalgado agarrándolo desde atrás por el hombro y después, en el suelo, una certera puñalada en el ojo. Bastó un peón bien entrenado.
Más delante se encuentra a otro caballero atravesado en el camino medio partido por un hachazo en el abdomen: antebrazo colgando y vísceras esparcidas. A un lado oye piafar. Se mueve con cuidado. Un tercer jinete tiene clavado un virote en la cabeza pero, sujeto por el arzón, estaba aún sobre el caballo, que ramoneaba por los alrededores. Detrás de éste, otro caballo, sin jinete y que cojea algo, hacía lo propio. Por las huellas debía haber habido un cuarto, es probable que un ballestero a caballo, que no aparece, aunque no debía haber tenido más oportunidad que los otros.
Apenas a veinte pasos, en el camino ascendente impermeabilizado por el musgo, está el carro. Dos, cuatro, ocho... doce cadáveres. Todos con las manos atadas a la espalda y decapitados de un solo tajo. El más cercano parecía un mozalbete, quizá un paje, con las piernas flexionadas, más la interior que la exterior; debían haberlos puesto de rodillas. Eran sirvientes de todo género y edad y allí lo que parecía una dama y su hija, también descabezadas. La sangre,que aún forma cuajarones, baja en un arroyo hasta la entrada del camino, por lo que no hace mucho de la matanza.
Si ya se atrevían a tanto, debían estar muy cerca del final; más si dejan los cuerpos de los soldados. Encuentra las huellas de los asaltantes. No menos de seis. Buenas calzas de cuero que han hollado la hierba y la tierra en dirección al norte, es decir, siguiendo el propio camino. Monta y los sigue.
Ahora es cerca de mediodía. A pesar de la sombra de los robles, arces y enebros, el calor pesa para un guerrero armado. El camino continúa hasta lo que parece una pequeña torre fortificada, lo que quizá pudo ser un control del paso por esas colinas chatas para el cobro de acémilas y caballerías. Ve a dos piqueros cerca de la entrada. Se quita el yelmo y retira la capucha del almófar y las manoplas, pero no el resto. Con cierto aire desganado avanza por el camino hasta donde están los centinelas. Se apea, con lo que pierde su ventaja, pero es el cebo de la celada. Se miran entre ellos, como no creyéndose su buena suerte. Se acercan con unas picas generosas o una alabardas pobres de hoja, que tienen un peto ganchudo por el que el guerrero reconoce el arma que descabalgó al primer caballero, apuntando hacia él. Pretende no darse cuenta de la situación mientras juguetea con el chafarote y pregunta como para orientarse. A la distancia adecuada, pasa ágil entre ambas astas, blande el arma y, en un rápido movimiento por sorpresa, abre en canal a ambos guardas apenas protegidos por un poco de cuero.
Penetra en la torre. En un habitáculo de techo atezado por el humo hay restos de unas gachas, unos mendrugos de pan y una jarra que contuvo vino. Calcula de seis a ocho personas, quizá incluyendo a los dos de fuera, lo que coincide con las huellas que ha seguido. Lo extraño es que no haya uno o dos guardas de puerta. Oye ruidos en el piso inferior. Con todo el sigilo de que es capaz, desciende. El breve y oscuro sótano de la torre comunica con una cueva excavada en la roca. Mira su arma: una mala elección, demasiado grande para tan exiguo espacio. Unos escalones llevan a una habitación profusamente iluminada por lámparas de aceite. En esa habitación cuatro hombres armados ayudan a mover unos fardos mientras que otro indica qué hacer. Esto explica la falta de portero. Los olores sacuden su cerebro. Puede distinguir algunos conocidos, como los fétidos del azufre o los irritantes del cloro, de otros desconocidos, dulzones y empalagosos, si acaso parecidos a los de la muerte. No menos de quince o dieciséis cuerpos desnudos están tumbados sobre unas parihuelas o sobre unos poyos de obra. A algunos les falta la cabeza y otros la tiene inmersa en una campana vítrea rellena de una nube de gas verdoso que sale de unos ingenios y alambiques aledaños a los cadáveres. Alguno de estos antiguos vivos se mueve en estertores breves, como sacudido por un fugaz impulso vital.
Cuando está ensimismado con estas visiones, oye al que parece ser capataz de tal jaraíz de muertos, dar orden de matarlo. Los hombres de armas se vuelven hacia él. Rueda uno de los fardos del que escapa la cabeza de una niña rubia. Esta vez son cuatro guerreros, prevenidos y expertos. Mal. Muy mal.
Piensa deprisa. En la entrada al sótano deberán atacarlo de uno en uno. Aunque su enorme arma no es la más adecuada para un espacio reducido. Ve al ballestero aprestar un virote mientras los otros tres avanzan. Toma una piedra, se la arroja al ballestero con toda la fuerza de la que es capaz y retrocede hasta su puesto seguro. Agarra el chafarote por el mango y por el contrafilo, como si fuese una pica. Entra el que precede al grupo, un hombre casi tan alto como él, que lleva un hacha de a dos manos. Éste combatiente se da cuenta de que es difícil de manejar su arma en tal sitio. Tarda en reaccionar y en tomar una maza que lleva al cinto. El guerrero ve la indecisión, empuja la hoja de hierro y alcanza a su enemigo debajo de la nariz. Tal es el golpe que casi corta en dos la cabeza. La maza cae y el cuerpo empuja hacia atrás a los dos que vienen con sendos bracamartes. Es el momento de hacerse con la maza con la derecha. Con la izquierda ase la hoja del más avanzado y golpea al otro con la maza, haciéndole retroceder aún más. Apenas tienen unas protecciones de cuero y unos capacetes de hierro. Golpea al que tiene sujeto, que yerra en querer forcejear por el arma, en el hombro y en el oído. Crujen huesos.
El otro soldado avanza deprisa, esquiva un golpe y pincha en el estómago al guerrero. Siente la estocada, en parte parada por la loriga, penetrar un par de dedos en sus carnes. La maza cae sobre el brazo que empuña el cuchillo. Luego sobre el mismo hombro y, ya con el soldado rodilla en tierra, sobre el casco. Un virote vuela y le atraviesa el pectoral de cuero, la malla y el perpunte, llega a la carne y la perfora. Atraviesa el pecho y le sale por la axila. Puede respirar, no es grave, pero duele. Mucho. Tira del cuerpo del soldado que acaba de matar y se lo hecha encima. Comienza a gemir. El ballestero es rápido. Tarda poco en cargar. Aparece, con precaución por la puerta. Cojea de la pierna derecha, donde ha hecho blanco la piedra que le arrojó. Dispara el virote al bulto. El dardo atraviesa al soldado manta por los riñones como si nada, llega a su cuerpo y siente el pinchazo en la tetilla. De nuevo, le salva su armadura, aunque esta vez le ayuda el cuerpo inerte que tiene encima. El guerrero imita una expiración. El ballestero renqueante se le aproxima, aparta la ballesta y toma un cuchillo. Cuando está cerca, el guerrero golpea su rodilla con la maza, y después, al agacharse, el capacete de cuero, que no resiste el golpe.
El guerrero vuelve a la cueva. Se asegura, por los adornos de la túnica, que el hechicero es la persona a la que busca. Éste, incrédulo aún, se pregunta cómo es posible que haya vencido a sus hombres. Se arrincona junto a una mesa robusta cubierta de alquitaras, potes y botellas. Habla:
—¿Cuánto te pagan? Yo te lo doblo.
El guerrero sigue avanzando entre los cadáveres. Un brazo difunto, en un movimiento reflejo, lo agarra de los faldones. Él no hace caso del casi vivo y continúa.
—Sé quién te envía. Yo pago mejor —insistió el de la túnica. Después agarró una retorta y se la lanzó al guerrero. Éste esquiva, pero varias gotas salpican el cuero, el yelmo, incluso penetran por los orificios oculares hasta su mejilla. Huele a orina, del cuero parten volutas de humo y la cara le arde, justo debajo del ojo. Pero continúa hasta apenas unos pasos del hechicero.
—Si le quieres ser fiel a tu amo, dile que casi lo he conseguido, que puedo hacer un ejército de soldados invencibles, que... ¡por favor!
—¿Dices que casi lo has conseguido? Mi amo ya lo ha hecho. ¡Mírame! —El guerrero levanta el chafarote.
Relato admitido a concurso.
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