Llevaba un tiempo en el cual vivía en un permanente estado de nervios debido a los extraños sucesos que habían estado ocurriendo en mi casa. Nunca creí en fantasmas o cosas parecidas, o mejor dicho, nunca me había planteado siquiera su existencia. Era un asunto tan ajeno a mí como podía serlo la física cuántica; cosas de las que oyes hablar, pero que olvidas casi al momento. Sin embargo, lo cierto era que se habían venido produciendo hechos inexplicables en mi domicilio desde hacía varios meses: ruidos sin origen claro; cambios bruscos de temperatura; objetos que cambiaban de sitio; sombras furtivas; luces que se apagaban y encendían solas, sensación de una presencia alrededor…, todo eso y más era lo que yo tenía que soportar casi a diario. Intenté al principio ignorar estos hechos, con la idea de que desaparecerían con el tiempo, y buscar una respuesta lógica y racional. Pero terminé por rendirme a la evidencia: nada había de racional en aquellos fenómenos que, lejos de desaparecer, parecían ir in crescendo y habían llegado al punto de afectar a mi salud, de manera negativa, por supuesto. Pensé que había llegado la hora de tomar una decisión al respecto. Y eso fue lo que hice.
Llamaron a la puerta y me dirigí a abrirla. Estaba expectante ante la llegada de Helga Dulenta, la conocida médium con la que había hablado por teléfono y que iba a intentar solucionar el problema que me acuciaba. Se trataba de una mujer muy misteriosa, de la cual apenas se sabían detalles sobre su pasado. De madre alemana y padre portugués, Frau Dulenta no dejaba indiferente a nadie. La rodeaba una constante polémica y contaba con tantos detractores como admiradores. Muchos la acusaban de farsante, de timadora y sacacuartos. Otros creían en ella como si fuera Dios hecho carne. Y desde luego, carne no le faltaba a la oronda mujer, que debía rozar los ciento cincuenta kilos, según me habían comentado.
Abrí la puerta y, en efecto, me encontré con un cuerpo inabarcable cubierto por una llamativa (y horrible, a mi juicio) túnica de un color morado brillante tachonada de diminutas estrellas amarillas fosforescentes, tan apretada que daba la impresión de que iba a estallar en cualquier momento cual Big Bang y a esparcir sus estrellas por toda la ciudad. Adornaban su cuello una multitud de collares, amuletos y diversos colgantes de parafernalia ocultista que luchaban por no quedar atrapados bajo su enorme papada. Sobre su cabeza, un diminuto sombrero, a juego con la túnica, descansaba sobre una enorme mata de pelo rubio recogida de tal manera que daba la impresión de ser una ensaimada rubia. No me habían advertido de que la mujer fuera de tan elevada estatura, y cuando la vi en toda su inmensidad pensé que, más que rozar los ciento cincuenta kilos, los arañaba y desgarraba sin piedad.
La médium me examinó por unos instantes con una expresión de cierta sorpresa. Parecía no dar crédito a que hubiera gente, yo en este caso, que fuera todo lo contrario que ella: huesos y pellejo, y que vistiera de manera tan poco vistosa como unos vulgares pantalones vaqueros azules y una insulsa camisa blanca.
—Buenos días —saludó. Su boca carnosa rebosaba tanto carmín que podría haberse recubierto la Capilla Sixtina entera con él y aún habría sobrado—. ¿Es usted Sebastián Muerto de Frío?
—Sebastián Puerto del Río —. La corregí—. Y usted debe de ser madame Helga Dulenta.
—Llámeme Frau Dulenta, por favor —. Y extendió la mano derecha para que besara su dorso.
Yo me sentí un poco ridículo, pero se la besé. Al hacerlo advertí algo inesperado: cierto efluvio que me recordó a la panceta frita. Ella retiró la mano con rapidez, como si me hubiera leído la mente, o tal vez al percibir mi sorpresa.
—¿Y bien? —dijo una vez le hube besado su olorosa diestra—. ¿Me permite pasar para inspeccionar la casa?
—¡Oh, por supuesto! Adelante, por favor.
Me hice a un lado y ella penetró en la casa caminando como una diva que pisa la alfombra roja; pensé que parecía estar esperando las luces de los flashes y los gritos enfervorecidos de sus admiradores. A pesar de su tonelaje y envergadura, se desplazaba con sorprendente ligereza, casi como si rodara en vez de caminar. Me pregunté si no llevaría alguna clase de patín eléctrico oculto bajo esa túnica asfixiante y agucé el oído por si escuchaba algún zumbido delator, pero no capté nada raro.
Dejé que ella fuera por delante de mí y entonces me dispuse a explicarle con detalle cuál era mi problema, del cual no habíamos hablado más que de manera superficial en nuestra conversación telefónica por expreso deseo de ella.
—Pues verá usted, Frau Dulenta…
Me interrumpió alzando una mano con un gesto autoritario que habría detenido a un caballo pura sangre en plena carrera.
—No me cuente nada —advirtió con la voz impregnada de un súbito tono de misterio—. Quiero sentir. Necesito sentir.
Y dicho esto, se dio media vuelta y, tras señalar con un índice regordete las escaleras, dijo:
—Empecemos por la planta de arriba.
Miré las escaleras, la miré a ella de arriba a abajo y pensé que iba a asistir a un espectáculo épico. Sin embargo, la mujer me sorprendió de nuevo al subir los peldaños sin ninguna dificultad, cual cabra montesa que escala por un risco en busca de algún hierbajo que comer. Iba tan ligera que parecía estar rellena de helio.
Cuando hubo rebasado el último escalón se detuvo de pronto, y yo, que iba tras ella, la imité. Cerró los ojos y los abrió al cabo de unos segundos.
—Allí —dijo mientras señalaba un rincón con su dedo de señalar.
Se acercó al rincón y paseó la mirada por él.
—Sí, sin duda… aquí hay algo —murmuró con ojos de alucinada—. Puedo sentirlo; lo percibo con claridad.
Yo lo único que percibía con claridad era aquel aroma de panceta frita, que cada vez se hacía más intenso, como si tuviera la túnica empapada en aceite.
—Pues yo no siento nada —comenté.
—¿Pero qué va a sentir usted, alma de cántaro? —repuso ella—. Aquí la única que siente, percibe y experimenta es servidora, que para algo soy la médium profesional.
Me encogí de hombros y no repliqué.
—Sigamos —propuso mientras se desplazaba a su derecha. En ese preciso momento se escuchó una especie de sonoro quejido animal y algo escapó a toda velocidad por el suelo.
—¿Ha oído ese alarido espeluznante? —comentó Frau Dulenta, cuya mirada me recordaba cada vez más a la de Salvador Dalí—. Sin duda, el espíritu no se alegra de mi visita.
Y el gato tampoco, pensé yo, mientras veía huir a Elvis tras el pisotón en la cola que se había llevado por parte de la médium, que ni lo había visto ni «percibido».
Nos pusimos de nuevo en marcha y proseguimos la ronda por toda la vivienda. Ella se detuvo en varios lugares en los que afirmaba sentir cosas, aunque lo cierto es que no ocurría nada de nada. Parecía que la casa estuviera dormida.
Al llegar al pie de la escalera, de vuelta en la planta baja, repitió el proceso de cerrar los ojos y pareció concentrarse durante unos segundos. Cuando los abrió, me miró muy seria y me anunció:
—Es necesario hacer una sesión.
—¿De espiritismo? —pregunté yo de manera absurda.
—Pues claro, no va a ser musical. ¿Acaso tengo pinta de dj o algo así?
Le respondí que en absoluto y pareció complacida con la respuesta, aunque la verdad era que con aquella túnica morada tenía cierta semejanza con King África y no me habría extrañado nada que se hubiera sacado un micrófono de una manga y se hubiera puesto a berrear: «¡Boooombaaa!», en cualquier momento.
—Muy bien, necesitaré dos cosas para la sesión: una mesa de madera y una cerveza. Muy fría.
La petición de la cerveza me extrañó, pero al no ser yo un experto en mediumnidad, no pude ponerle ninguna objeción. Así pues, me dirigí a la cocina a por una, sin sospechar lo que allí me esperaba.
Al atravesar la puerta de la cocina me embargó una sensación muy incómoda y opresiva. Justo entonces vi una escena que me dejó clavado en el sitio.
Elvis se encontraba en un rincón. Tenía todo el lomo erizado y bufaba fuera de sí a una forma neblinosa que flotaba en el aire y que desapareció en cuanto la vi. Sentí de pronto un frío helador que me atravesaba los huesos y percibí un aroma penetrante y desconocido, como a ropa vieja. Una repentina corriente de aire venida de ningún lugar hizo que las hojas del rollo de papel de cocina que colgaba de su soporte en la pared flamearan como una bandera al viento. Un vaso de cristal que había junto al fregadero salió disparado, movido por alguna fuerza oculta, y fue a estrellarse muy cerca de Elvis, que huyó despavorido con un maullido aterrado. Yo tenía todo el vello del cuerpo de punta y no me atrevía a moverme. Los cajones comenzaron a abrirse y cerrarse como locos mientras yo no podía hacer otra cosa que ser testigo impotente del espectáculo. Intenté avisar a la médium, que deambulaba en esos instantes por algún lugar de mi casa, pero mi garganta estaba agarrotada y además, la tensión del momento me había borrado su nombre de la cabeza.
—¡Ayuda! ¡Aquí, en la cocina! —intenté gritar, pero lo único que salió de mi boca fue un susurro tembloroso apenas audible.
Como espoleadas por mis palabras, las luces comenzaron una secuencia frenética y enloquecedora de encendido-apagado, a tal velocidad que se me antojaba imposible. La puerta de la nevera se abrió de golpe y todo su interior comenzó a agitarse, como si la sacudiera un terremoto que únicamente la afectara a ella. El cajón donde guardaba los cubiertos se abrió por entero y dio comienzo una algarabía metálica cuando todos ellos se pusieron a entrechocar con un ritmo endiablado y un sonido atronador. La batidora se puso a funcionar sola, algo que me aterró por el hecho de que estaba desenchufada, y el microondas no dejaba de emitir agudos pitidos sin cesar.
Yo ya había vivido fenómenos extraños en la casa, pero aquello superaba con creces a todo lo experimentado antes. El miedo que me provocó, lo confieso, fue tal que hizo que mojara mis pantalones. Fue justo en ese momento cuando todo cesó y volvió a la normalidad, como si nada hubiera pasado. Intenté tranquilizarme y respirar despacio mientras no dejaba de pensar que parecía que el propósito de aquella entidad que moraba en mi casa no hubiera sido otro que el de avergonzarme y humillarme. Algo que consiguió cuando Frau Dulenta —entonces recordé su nombre—, llegó a la cocina y me contempló de cintura para abajo con expresión de total sorpresa y cierto asco.
—¿Pero qué le ha pasado? —preguntó—. ¿Se ha meado encima?
—¿Es que no se ha enterado usted de nada? —pregunté yo a mi vez, estupefacto y temblando todavía—. ¿No ha visto las luces encenderse y apagarse? ¿No ha escuchado el estruendo?
—No sé de qué me habla. Me he acercado para ver por qué tardaba usted tanto con mi cerveza.
—Ah, sí —respondí yo sin saber muy bien qué decir en mi estado—. Ahora mismo le llevo una. Vaya usted al salón y espere allí. Yo voy un momento a cambiarme.
Subí a mi habitación y me cambié los pantalones y los calzoncillos. Elvis, ya calmado y amodorrado en un rincón, me lanzó una mirada que parecía decir: «Qué calamidad». Después volví a la cocina, donde entré con recelo, aunque todo parecía seguir con total normalidad. Cogí una de las cervezas más frías de la nevera y un vaso, abrí la botella y me dirigí al salón. Frau Dulenta me esperaba allí, sentada a la mesa, abarcando más espacio que el mueble mismo. Sus labios, embadurnados en aquella inacabable capa de carmín, se torcieron en un mohín de desagrado cuando me vio aparecer, pero la ignoré. Lo más probable era que me hubiera catalogado en su cabeza como un hombrecillo esquelético y vulgar que se meaba encima a las primeras de cambio.
Su expresión cambió cuando vio la cerveza en mi mano y una indisimulada avidez se reflejó en su mirada. Le ofrecí el vaso y la botella, pero desechó el vaso y se la bebió a morro como si le fuera la vida en ello. Qué manera de deglutir, oye.
—De acuerdo —dijo cuando la hubo dejado seca—, ya podemos comenzar la sesión.
En ese momento llamaron al timbre de manera insistente. Me disculpé con Frau Dulenta, a quien no le hizo mucha gracia la interrupción, y fui a ver quién era. Al abrir no encontré a nadie. Me sorprendió, aunque tampoco le di mayor importancia. Cerré y me dirigí de nuevo al encuentro de la médium. Cuando iba a salir del recibidor la puerta se cerró delante de mí con un portazo tremendo, aunque no había corriente de aire alguna que hubiera podido cerrarla. Reculé perplejo y luego intenté abrir, pero era incapaz de hacerlo. La puerta parecía atrancada, tan inaccesible como la de un búnker. Mientras luchaba con la manivela, algo llamó mi atención a mi izquierda y de nuevo experimenté esa sensación incómoda y opresiva. Allí en la pared tenía colgado un espejo que en ese momento me mostraba mi propio reflejo angustiado. Sin embargo, había algo más en él: una mancha de vaho recién nacida que se extendía poco a poco por toda su superficie. Me di cuenta de que la temperatura había descendido de manera notable, tanto, que mi respiración se hacía visible ante mis ojos. Entonces, y para mi sorpresa, comenzaron a aparecer unos trazos dentro de la mancha, como dibujados por un dedo invisible. Se trataba de letras mayúsculas, que formaron una frase de tres palabras. Comprendí que era un mensaje dirigido a mí y lo leí con gran inquietud.
«FUERA DE AQUÍ», decía.
Me quedé embobado, sin poder apartar mis ojos de esas tres palabras escritas en el vaho. Tan abstraído estaba que no me percaté de que una diminuta grieta nacía desde el centro mismo del mensaje y comenzaba a ramificarse con velocidad por todo el espejo, que terminó estallando en una peligrosa lluvia de esquirlas. Me asusté y salí corriendo por la puerta, que de golpe se había desatrancado. Al llegar al salón, con el corazón desbocado, recibí una mirada reprobatoria debido a mi tardanza por parte de Frau Dulenta, que no mostró ningún interés por mi estado de agitación.
—¿Empezamos ya o qué? Que no tengo todo el día.
No me dejó ni rechistar. Me hizo apagar todas las luces del salón y encendió una vela que traía con ella, no sé dónde, supongo que insertada en aquella curiosa mata de pelo suya. Después me indicó que me sentara frente a ella y dijo que iba a concentrarse «para canalizar al espíritu de la casa».
Acto seguido asistí a un espectáculo esperpéntico que duró apenas cinco minutos, tras los cuales volví a encender las luces. Estaba claro que aquella mujer, de la que sospechaba desde hacía rato, no era trigo limpio.
Según su versión de lo ocurrido, había entrado en trance y el espíritu, masculino, había hablado a través de ella, con una voz cavernosa. Luego se había manifestado de forma física mediante material ectoplasmático surgido de su boca. Según la mía, el trance era pura invención; la voz cavernosa fue un eructo tremendo producto de beberse la cerveza de un trago; y el supuesto ectoplasma era una masa deforme de algodón que previamente se había introducido en sus carrillos mientras yo estaba ausente.
No tuve más remedio que hacerle saber que no me había tragado el engaño.
—Creo que tiene usted de médium lo mismo que yo de compositor de coplas.
—¿Qué insinúa?
—Que es usted más falsa que un billete de catorce euros.
—¿Cómo se atreve? ¡Nadie le ha hablado así jamás a la gran Helga Dulenta! ¡Jamás! —gritó con una indignación que me pareció impostada.
—Permítame que lo dude. Y ahora, si es tan amable, haga el favor de abandonar mi casa antes de que la denuncie.
—Un mequetrefe como usted no puede hablarme así —. Ella seguía en su papel de injuriada y difamada—. ¡Comete un tremendo error!
—El error fue llamarla para que viniera—contesté con tranquilidad al tiempo que le señalaba la dirección de la puerta de la calle.
Comenzó a caminar con rapidez hacia la salida mientras gritaba amenazas con fingida alteración y enojo. Su pelo ensaimada se agitaba con cada paso que daba.
—¡Me las pagará! ¡Haré que el espíritu de esta casa no le dé tregua ni un solo segundo!
Y antes de cerrar la puerta con un sonoro portazo y de pisar de nuevo la cola de Elvis, que ese día se había empeñado en demostrar que era el gato más tonto del mundo, añadió:
—¡Vendrá a pedirme perdón de rodillas! ¡Se lo aseguro! ¡Con esas rodillas famélicas que tiene!
—Hasta nunca —respondí yo, y luego, elevando la voz para que me oyera bien a través de la puerta cerrada, dije—: ¡Y lave esa túnica hortera que apesta a panceta frita, cochina!
Esa fue la última vez que vi a Frau Dulenta. Como dato curioso, el espíritu, o lo que fuera que me atormentaba, dejó de manifestarse desde ese mismo día. Me pregunté entonces si aquel mensaje amenazante del espejo no iba destinado a ella en realidad, pues desde que puso el pie en la casa se habían intensificado los fenómenos.
También me pregunté si esa impostora no se habría llevado con ella sin darse cuenta a esa presencia invisible, quizás atrapada bajo su inmensa túnica estrellada o quizás enredada en su mata de pelo rubio con forma de ensaimada mallorquina.
Quién lo sabe.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.