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Reseña de la inigualable novela de Víctor Hugo

Con esto emprendo lo que creo que serán una serie de artículos sobre el malditismo más trágico en el mundo de la poesía. Aquí hablaremos sobre hombres o mujeres que, desdichados, decidieron poner en un momento de sus vidas punto y final a su existencia, algunos con más tino que otros. Hay mucho por donde ahondar; por ello empezaremos hablando y mostrándoos poco a poco las vidas de estos ilustres u olvidados poetas y, también, lo más representativo de sus obras.

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Pequeña reflexión sobre el tema de los elementos narrativos que me ha sugerido “La silla”, la formidable y original novela de David Jasso, y otras cosas menos recomendables que he visto y leído por ahí

 

La ciudad de Kios sobrevivió imperturbable a la matanza que en su seno se había llevado a cabo. Sus hombres y mujeres siguieron consagrados a la guerra y a sus crueles deidades. Los dioses del Mar Gélido extendieron su dominio y el testimonio de dolor y muerte de los descendientes de Orlik cayó en el olvido. Nadie ocupó el trono de la Dama Espectral. Nhao creó una asamblea de capitanes encargada del gobierno efectivo de la ciudad estado. La ley marcial marcaba las vidas de sus ciudadanos y las campañas de guerra tiñeron de sangre los mares del norte. La profecía de Kela se cumplió y Nhao no volvió a abandonar la ciudad; su acero nunca hubo de medirse de nuevo y la tristeza y la desesperación quebraron su corazón.

La bahía de Ankar asemejaba una olla hirviendo. El mar, azuzado por los dioses de las tormentas, se bandeaba y estrellaba una y otra vez contra la costa. Parecía querer trepar hasta la ciudad estado para sumergirla en sus aguas, robando el privilegio de mojar sus calles a la insistente lluvia. La violenta tempestad que se cernía sobre la urbe era un extraño regalo de los cielos, pues había impedido a la flota kiana acercarse hasta el puerto. Mientras las olas mantuviesen una altura similar ni el más temerario de los marinos se atrevería a acercarse a la costa.

La paz había retornado al fin a las impasibles piedras de Kios. Hartas de beber sangre y de contemplar el dolor habían mantenido a la ciudad desafiante sobre el acantilado. Ni las violentas tormentas ni los retorcidos designios de los humanos habían conseguido provocar su hundimiento, ni atacándola físicamente ni provocando a sus espíritus protectores.

La mañana se había presentado cubierta de brumas. La temperatura era baja, insoportable para cualquier habitante de tierras más meridionales, pero los rudos habitantes de Kios habían nacido en cunas de hielo y sus cuerpos estaban acostumbrados a tan arisco clima. Un manto de espesa niebla se había cernido sobre la ciudad aprovechando la ausencia del viento de la jornada anterior.

Un relámpago tiñó con su suave luminiscencia las calles de Kios. La lluvia persistía en lavar la ciudad, como si los dioses de las tormentas estuvieran disgustados por el enfrentamiento e intentarán borrar todo rastro de su existencia. Apoyado en la barandilla de uno de los balcones de su torre, Arrenus disfrutaba del ronco protestar de los truenos. Su mirada se paseaba por las siniestras calles de la polis, en busca de algún movimiento, pues aquella noche esperaba visita. El dulce calor despedido por la chimenea de la sala le producía unos suaves escalofríos al enfrentarse al cortante frío del exterior. Al rato optó por esperar sentado junto al fuego, a sabiendas que la recepción se consumaría en breve.

La casa del obispo de Kios era una de las pocas que poseía un pequeño jardín. Debido a la situación de la ciudad, encaramada sobre un acantilado, el espacio edificable era un bien muy preciado. Dicho jardín era una distinción del rango del dueño de la casa y una de sus principales aficiones. Cubierto por jóvenes sauces y adornado por finas columnas, constituía uno de los sitios más tranquilos y relajantes de la polis.

El sol bañaba de dorado los negros edificios de Kios, ofreciendo un bello espectáculo al solitario jinete que observaba la ciudad desde el Camino del Continente, a escasos metros de las murallas defensivas.

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