Al día siguiente el sol apareció furtivo entre una densa niebla, incapaz de transmitir su calor a los ciudadanos de Kios. Los perros se encontraban extrañamente callados, y parecía que únicamente el mar era capaz de romper el silencio de sepulcro que se cernía sobre la ciudad. La gente evitaba salir a la calle, la cual sólo era transitada por los guerreros de la Guardia de Reos. Éstos parecían lúgubres fantasmas recorriendo en silencio una ciudad muerta. Únicamente el tañido de sus botas contra el suelo los delataba como hombres. Sus caras, teñidas de miedo, odio o tristeza, parecían más propias de espectros atormentados que de guerreros humanos. Los sucesos de la noche les pesaban en el espíritu como una losa fúnebre.

Voltar se encontraba merodeando por los farallones situados al este de la ciudad de Kios. Aquélla era su zona favorita para cazar, pues en los impetuosos arroyos que se despeñaban en esta zona de la costa habitaban unos mamíferos parecidos a las nutrias que constituían su presa preferida. Después del mar, la caza era la principal afición del joven marino y disfrutaba enormemente persiguiendo y dando muerte a dichos animales. Éstos eran rápidos y astutos y, si se veían obligados, luchaban con gran fiereza. Su piel era lisa y suave, y a Voltar le gustaba exponer las de sus víctimas en las paredes de su casa.

La tormenta del día anterior se convirtió en una tempestad. La lluvia azotaba rabiosa las calles empedradas y golpeaba amenazadoramente las contraventanas de los caserones de piedra negra. Numerosos rayos iluminaban el mar embravecido mostrando su magnificencia y los truenos respondían a sus llamadas con violentas protestas. Oscuros nubarrones cubrieron la ciudad durante todo el día, obligando a los ciudadanos a permanecer en sus hogares. El viento recorría las avenidas a vertiginosas velocidades empujando con furiosa determinación a todo ser que osara interponerse en su camino.

Dersea apoyó su espalda contra el frío y húmedo muro de piedra mientras miraba en derredor, expectante, como si de un momento a otro alguien fuera a aparecer en la calle desierta. Lentamente se desplazó hasta la esquina y se asomó a la oscura plazoleta. En el centro de la misma una enorme estatua de algún rey se erigía desafiante, como una sombra surgida de las profundidades del Averno para vigilar la antigua catedral frente a la cual montaba guardia. Dersea se mantuvo a la espera, como si de un momento a otro el antiguo monarca fuera a girar la cabeza hacia ella.

La lluvia siguió cayendo insistentemente durante toda la noche y gran parte de la mañana. La ciudad parecía dormida, quizá muerta. El único movimiento que se observaba en sus calles era el producido por los abundantes riachuelos formados y alimentados por el agua caída. Debido a la disposición de la ciudad, que parecía encaramarse a los acantilados, los pequeños arroyos se despeñaban a gran velocidad a través de la muralla marítima, formando artísticas cascadas desde las bocas de las gárgolas.

Kios era una gran polis situada en la orilla de un mar siempre embravecido y construida sobre las ruinas de una ciudad ya olvidada. Sus dominios se extendían por las montañas graníticas que la circundaban, las cuales le servían de protección frente al continente, y, principalmente, por las oscuras y rebeldes aguas que bañaban sus murallas costeras.

El Robledal, o simplemente el Bosque, era una gran extensión de árboles al norte de un país sumido en la decadencia. Era una zona inhóspita habitada por lobos y curtidos montañeses que tenían demasiado apego a aquella región como para ceder frente a las inclemencias del tiempo y emigrar a zonas más cálidas y civilizadas.

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