Pin y Pon

Imagen de Infancias Bélicas

En apariencia, el juguete más ñoño del mundo. En apariencia...

Hay una máxima que dice que cuantas menos articulaciones tiene un muñeco, más estimula la imaginación del niño. Según este principio, los pinipones originales —tan solo superados por los muñecos de goma y los soldaditos— debían de ser como una inyección de anfetaminas directa al cerebro: en una conjunción perfecta entre economía ingenieril y diseño sencillo, solo eran capaces de girar la cabeza —eso sí, hasta extremos dignos de la niña de El exorcista—.


 

Si había un juguete que me desazonaba e intrigaba a partes iguales de niño, ese era los Pin y Pon. Por suerte o por desgracia, eran prácticamente lo único que teníamos para jugar en casa de mis abuelos cuando íbamos de visita los domingos, así que tuve tiempo para echarles un vistazo a fondo. Y es que, contra todo pronóstico, podías seguir sacándoles partido aunque no tuvieras ya tres años.

A priori, el concepto es tan simple como su nombre indica. Pin. Y Pon. Una niña y —por aquello de la paridad, o por jugar a los papás y las mamás— un niño. La primera, con un peinado híbrido entre los inolvidables años ochenta y la corte perdida de Maria Antonieta. El segundo, formal, de buena familia. Y voluntarioso. Porque los pinipones no se movían gran cosa, pero eran muy currelas. No en vano, iban con petos. Unisex.

A diferencia de los juguetes con los que nos fogueábamos los —futuros— hombres de la familia en nuestro proceso de devenir máquinas de matar y cazadores de mamuts, los pinipones no tenían armas. Pero no por la famosa inmovilidad de todas sus extremidades —excepto el cuello en su eje estrictamente vertical—, sino por principios. O eso se deduce de la gran cantidad de herramientas y complementos con los que llenaban sus vidas: carretillas, paletas, frutas, los que fuera podía encajarse en sus manos prudentemente pegadas a los muslos. Pero nada de armas. Aquello iba de planchar, cosechar, transportar, darse los buenos días, cosas de estas.


 

Desde luego, la economía de diseño que se adivinaba en los peinados —y la ropa, aunque esta se aliviaba con algún mandil, más tarde creo que incluso vestidos y gorras— no era extensiva a los accesorios. Ni a los pequeños, ni a los grandes. Porque los había grandes, muy grandes.

Por casa pasó ni más ni menos que la famosa casa de Pin y Pon, y —al césar lo que es del césar— hay que reconocer que el domicilio de esta anodina pareja era mucho más versátil —que no sugerente— que el no menos famoso castillo de Greyskull. Tenía un invernadero desplegable —habitación útil donde las haya si tienes que recolectar flores o asesinar al señor Black con un candelabro—, una serie de habitaciones giratorias con muebles empotrables, puertas y ventanas que se podían abrir... Sí, la casa tenía más articulaciones que los muñecos que la habitaban y, en contra de la opinión de los expertos, era por lo menos igual de estimulante para la imaginación.

Como digo, desazón e intriga a partes iguales. Por muy ñoños que pudieran resultar —a priori— los pinipones tenían unas cuantas virtudes, y no me refiero solo a las educativas. Supongo que por el tamaño, la intercambiabilidad de los accesorios —y de las identidades— y la amplitud del escenario eran juguetes muy válidos e infinitamente menos cursis que los universos rosas de otras compañías.


 

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