Polvo de estrellas

Imagen de Destripacuentos

Sistema Alfa Arconti 37 contaminado. Pérdida de contacto con las ciudadelas 398/399. Bajas estimadas: 99.9%

Aquella baliza de señalización era el último reducto humano intacto en millas a la redonda. Desde lo alto de su estructura, el cabo de la siempre orgullosa Guardia Imperial inspeccionaba la superficie de la zona con unos binoculares. Hasta donde alcanzaba la vista, sólo había desolación. Él sabía, no obstante, que debajo de aquella capa de muerte se escondía la vida.

 

Habían luchado duro, muy duro. Los trescientos soldados de la brigada Casius 17 se habían dejado el pellejo, batiéndose calle por calle, haciendo que cada bala contase, que cada disparo se llevase por delante a uno de aquellos engendros.

 

Éstos habían cubierto la superficie del planeta con su manto negro de plaga sobrenatural, haciendo crujir sus miembros afilados, sus placas quitinosas, sus repugnantes fisionomías de cucarachas. Pero no consiguieron infundirles miedo: ellos habían nacido y crecido en aquel planeta de carbón, y no temían la oscuridad, ni a los monstruos que habitan en ella.

 

Por eso había seguido a su capitán y habían combatido, resistiendo y aferrándose a cada palmo de su ciudad. Habían disparado hasta el último cartucho, habían empuñado sus armas de plasma hasta que los guantes de protección habían fundido y la carne se habían unido al metal. Y después, cuando ya no quedaba más munición, habían calado bayonetas y aguardado su final.

 

En ese momento habían salido los civiles de sus escondites. La milicia había empuñado sus paupérrimas armas de cazadores y granjeros, de mineros y obreros, y habían encarado a los insaciables xenomorfos. Habían combatido hombro con hombro, con la fuerza que nace de la rabia y la desesperación. Después, cuando la noche se ponía por segunda vez, las criaturas se habían retirado.

 

El teniente O’Connor, el oficial con mayor rango que quedaba con vida después de aquella carnicería, había organizado la evacuación. Ordenadamente, los supervivientes se habían refugiado en el interior de las minas, en el último reducto del planeta. Sólo los exploradores habían quedado fuera, intentando valorar las fuerzas enemigas. Y como ya casi no quedaban exploradores, algunos milicianos se habían unido al destacamento.

 

Ahora se encontraban los dos agazapados sobre la baliza de señalización, el cabo y el muchacho, observando muy quietos el entorno. Al final, el militar rompió el silencio:

 

-Ni un solo insecto en todo el territorio. Ya no se mueve ni el aire.

 

-Parece que hemos vencido –dijo el chico con una débil sonrisa. El cabo le miró compasivo antes de contestar:

 

-Con estas criaturas no se sabe. He oído historias terribles de lo que hicieron en el Cinturón Exterior –comentó algo distraído, sin conseguir hilvanar lo que quería decir-. Estaré más tranquilo cuando consigamos contactar con alguien, del espacio exterior o de las otras ciudadelas. Parece que hay una especie de interferencia atmosférica…

 

Intentando sintonizar su radio, el militar apenas escuchaba al muchacho, quien, fusil en mano, divagaba sobre la batalla.

 

-Nunca imaginé algo así. No creía que los combates fueran algo tan primario. Todo fue tan rápido… Aquel bicho saltó sobre McKenzie y le rebanó el cuello antes de que pudiera hacer nada. Después, su cabeza estalló como un melón cuando le di un culatazo. ¡Era todo tan extraño! Creo nunca me quitaré de encima este olor agrio a vísceras de cucaracha.

 

-Es la guerra, chico. Siempre es así –repuso vagamente el cabo, cerca ya de descodificar una débil señal intermitente.

 

-Es una tontería, pero de niño yo pensaba que las batallas de la Guardia Imperial eran algo muy distinto. Imaginaba el poder del Emperador y cómo haría llover polvo de estrellas sobre sus hombres para darles fuerzas, una energía sin igual. Para liberarles…

 

El cabo alzó la mano autoritario. Estaba captando algo.

 

Tango Roger Quince. Tango (…) ince. No hay señal (…) respuesta. Repito. No hay (…) de respuesta. Procedemos a asegurar la zona.

 

En ese momento, antes de que el militar pudiera explicarle al chico el mensaje que había captado, el cielo se lleno de luces brillantes, ardientes. Las tropas aéreas del Emperador bombardeaban con sustancias ígneas todo el planeta para erradicar la amenaza xenomórfica. Dos lágrimas recorrieron las mejillas del cabo por el destino que aquel chiquillo iba a tener que compartir con él. Se evaporaron antes de resbalar hasta el suelo, consumidas por el fuego que redujo a huesos carbonizados a la pareja.

 

La interferencia psíquica creada por la mente enjambre había dado sus frutos. En el interior del planeta, sin municiones ni provisiones, los últimos supervivientes humanos habían quedado definitivamente aislados de la flota. Los gantes que se habían enterrado bajo las capas minerales podían volver a la superficie. Pronto llegarían los enjambres devoradores para procesar toda esa tierra calcinada.

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